El lugar de las cosas invisibles es el baúl donde guardamos lo ininteligible, lo recóndito: Sentimientos, deseos, dudas, momentos que pudieron ser y no fueron, instantes que no se ajustan a la lógica cotidiana. Aquello que solo puedes ver con los ojos del corazón.
BOGUI
En mi casa siempre ha habido compañeros gatos, compañeros perros, loros, cacatúas, hasta una pareja de agapornis que tuvimos que regalar a una amiga porque hacían tanto ruido entre ellos, que no nos escuchábamos.
Como todos los seres, los perros, gatos y demás animales no son iguales. Algunos pasan por tu vida sin dejar más que un recuerdo amable y otros, cuando se van por vejez o enfermedad, se llevan una parte de ti lo mismo que cualquier amigo o compañero humano. Uno de esos animales inolvidables fue Take, una gatita siamesa que estuvo con nosotros dieciséis años. Todavía recuerdo mis lágrimas mientras la dormía para siempre el veterinario -estaba muy enferma- abandonada su cabecita entre mis manos.
Llegó a casa con apenas dos meses y en poco tiempo se convirtió en la amiga insustituible de mis hijos. En año y medio tuvo tres partos, más de veinte gatitos de todos los colores. Tuvimos que castrarla, claro. Se escapaba cuando regalábamos a la última cría y estaba cada vez más débil y desmejorada. En uno de los partos el primer cachorro se le quedó atascado en la vagina y nació muerto. El veterinario nos dijo que nos deshiciésemos de él, porque Take querría volverlo a la vida y no atendería al resto de la camada. Mi hija se negó. A sus diez años estaba convencida de que no estaba muerto, aunque el animal pareciera inerte.
Take siguió su proceso de parto, mientras mi niña acariciaba y daba calor al gatito en su regazo. Después de un buen rato, la cría maulló de pronto con gran alegría por parte de todos. Sobre todo por parte de mi hija, que se sentía orgullosa de haberlo vuelto a la vida.
El gato era negro, grande y precioso, con un pequeño mechón blanco en el cuello. Se lo llevaron unos amigos amantes incondicionales de los animales y lo llamaron Bogui. Le encantaba dormir en el alféizar de la ventana y se cayó dos veces a la calle desde un cuarto piso. La falta de oxígeno en el parto habría hecho mella en él o tenía un sueño muy profundo, no sé, pero el caso es que ninguna de las dos veces sufrió un rasguño.
Aquel gatito que nació muerto, vivió veintidós años gracias a mi hija.
Cada día estoy más convencida de que aquella niña era un hada.
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