EL TEATRO




El lugar más fascinante de mi colegio era el foso del teatro, un lugar mal iluminado y angosto,
situado debajo del escenario. Las monjas aseguraban que estaba lleno de ratas, aunque yo nunca
vi ninguna, supongo que sólo era una artimaña para que no bajáramos allí. Con el corazón palpitante,
alerta al menor ruido, aprovechaba los descuidos de sor Amparo, que además de mi profesora era
la directora del cuadro escénico, y bajaba de puntillas la escalerilla de madera que conducía a aquel
lugar de ensueño. Había trajes de época de brillantes brocados desgastados, túnicas de raso, alas de
plumas despeluchadas y un armario con puertas de cristal que contenía los más variados objetos:
cetros dorados, coronas de hojalata, puntiagudas babuchas, collares y abalorios de cuentas y piedras
que relucían en la semioscuridad del reducido cuartito.

Mi primer contacto con las tablas se produjo al poco de llegar a aquel colegio. Apenas tendría ocho años
y fue en una de las tantas celebraciones del centro con motivo de la llegada de la Superiora desde
Italia o de algún evento religioso, vaya usted a saber. Pidieron voluntarias para recitar un verso y
no lo dudé un segundo: me puse en pie y me ofrecí para una tarea desconocida, que me atraía
poderosamente. Sor Amparo me hizo salir en medio de la clase y me alargó una poesía de Gabriel
y Galán, “La Pedrada”, que relataba una procesión de Semana Santa con la estatua de un Nazareno
y la reacción de un niño, indignado por el sufrimiento de la imagen. Durante un par de semanas
recité aquellos versos a todas horas. No podía comer y dormía sobresaltada en medio de pesadillas,
que también sufriría de adulta, en las que me encontraba sola en un escenario, aterrorizada por no
recordar una sola frase de mi papel.

El día temido llegó por fin. ¿Y si en el último momento me caía, tropezaba, me equivocaba,
fallaba...? Media hora antes de dar la entrada al público, estaba ya en el escenario vestida con el
uniforme del colegio, que ese día mi madre había lavado y planchado impecablemente
recomendándome no sentarme, no mancharlo, no arrugarlo... Apartada, en un rincón, repetía bajito:

- Cuando pasa el Nazareno

de la túnica morada,

con la frente ensangrentada...

Llegaba hasta ahí, había olvidado el resto. Tenía que echar una ojeada al papel para leer aquello de:

-...la mirada de Dios bueno

y la soga al cuello echada...

Después podía seguir sin problemas, lo que no solucionaba el que siempre me atascase en el
mismo sitio.

El murmullo de la gente entrando en el teatro me devolvió a la realidad y agudizó mi angustia.
Con mucho cuidado, abrí una rendija por una esquina del telón y contemplé la creciente animación
del público que buscaba sitio. Movían las sillas, se saludaban, reían ajenos a la febril actividad y
nerviosismo que reinaba entre bambalinas. El escenario se había ido llenando con las alumnas de
segundo de bachillerato, vestidas con un traje regional de alguna zona imprecisa de Castilla o
Galicia, bastante conocido en el colegio porque era el único existente en los vestuarios del teatro.
Llevaban todas faldas rojas de paño sobre enaguas almidonadas, corpiños negros, blusas blancas
y zapatillas de esparto, atadas con cintas sobre las medias; sin olvidar los pololos, claro, que
tapaban pudorosamente sus piernas hasta las rodillas. Nos sabíamos de memoria aquel
baile, porque abría con frecuencia actos teatrales y celebraciones, al que llamábamos “El Paloteo”.
Sonaron tres timbres y el corazón me golpeó con fuerza en las sienes. Todavía estaba a tiempo.
Podía bajar disimuladamente por la escalerilla que desembocaba en el patio de butacas y
escabullirme hasta la salida. En aquel momento nadie lo notaría y estaría a salvo de la humillación
y el ridículo ante tanta gente. Se apagaron las luces y el murmullo del público fue decreciendo.
El telón empezó a abrirse pesadamente, con un sordo chirrido de poleas. Los focos del escenario
se encendieron y un rosado resplandor iluminó a las bailarinas que aguantaban inmóviles con
los palos sobre sus cabezas. Cuando sonó el primer acorde de la música, las chicas lo
acompañaron con un sordo golpe de los palos y empezó el baile. Yo intentaba recordar
la poesía inútilmente. Había dejado las hojas al otro lado del telón y no había paso por detrás
del decorado para poder recuperarlas. Miré a sor Amparo, que contemplaba el baile con una
sonrisa embobada y tiré con cuidado de la ancha manga de su hábito.

- No me acuerdo - dije.

Ella ni siquiera me miró. Mi susurro había sido ahogado por el ruido de la música y los golpes de
los palos. Me resigné a mi suerte. Me colocaría donde se me había dicho y, si no recuperaba
la memoria, saldría corriendo y jamás se me ocurriría volver a subirme a un escenario, lugar
que me parecía reservado para personas con un formidable talento, que a mí se me había negado.
Los aplausos del público me hicieron dar un respingo. Sor Amparo murmuró a mi oído:

- Preparada.

Se hizo un oscuro y noté que me empujaban. Salí tropezando en la oscuridad. Una luz mortecina
me llegaba de las cajas y me situé en mi lugar ante el telón. ¿”Cuando pasa el Nazareno”, qué?,
repetía yo mentalmente. La luz de un cenital, me cegó. Intenté mirar a través del resplandor, cosa
imposible, porque ante mí se abría una especie de agujero negro, silencioso, abismal. Era como si
toda la gente que ocupaba el recinto hubiera desaparecido, borrada por algún espíritu compasivo.
De reojo, veía a sor Amparo hacerme gestos y apuntarme el principio de la poesía, aquello de
“cuando pasa el Nazareno” con un tono urgente y preocupado. Abrí la boca, dudaba de mi
capacidad de emitir sonido alguno. Unas toses en el público me hicieron recordar que el monstruo
de cien cabezas, que se sentaba abajo, seguía presente aunque yo no pudiese verlo.

Mi voz me sobresaltó. Sonaba extraña, como si no me perteneciera, como si alguien desconocido
hablase por mí en un tono seguro, alto y claro. Las palabras olvidadas llegaban a mis labios en
medio de un silencio cada vez más expectante y profundo. La insegura criatura de momentos antes
se había esfumado, dando paso a un ser irreconocible que disfrutaba de aquella experiencia.
Mis ojos se llenaron de lágrimas, sumergida en la historia que estaba contando, cuando el niño
tiraba la piedra contra el sicario que atormentaba al Nazareno. Un ruido compacto y estridente
me llegó desde el agujero negro que tenía ante mí. Comprendí que la poesía había terminado y
que eran aplausos. El escenario se llenó de gente: mi madre, mis abuelas, compañeras, profesoras.
Todos estaban encantados, ¡les había gustado! 

Como recuerdo de aquella tarde conservo una fotografía. Una pequeña colegiala, situada delante
del telón, alza los brazos teatralmente, entregada en cuerpo y alma al recitado de la poesía.
Lleva unas trenzas oscuras, un enorme flequillo, partido en dos por un rebelde remolino y un dedo
de combinación blanca asomando por debajo del negro uniforme. El teatro acababa de hacer la
aparición en mi vida.


LOS VENCIDOS




Me siento reflejada en los vencidos,
los que han perdido todas las batallas.
Me identifico con sus desolaciones,
con su afán de justicia, con sus luchas,
y comparto su abandono y sus lágrimas.

Por eso mismo temo a los vencedores.
Me disgustan sus himnos, sus banderas,
esos desfiles rítmicos de botas,
chapoteando en la sangre de sus víctimas.
Me dan miedo sus bélicas arengas,
sus relatos de gloria en los libros de texto
y sus momificados adalides
en algún monumento megalítico.

Prefiero la inocencia de la rosa,
que se estrena y marchita
al tórrido contacto del sol de la canícula,
los primeros amores que celebran
la tregua de las balas,
las luminarias de miles de mecheros
o el jocoso aleteo de una paloma errante
que ha encontrado por fin el nido que buscaba.

Vencidos de mil pueblos se yerguen a lo lejos
y enarbolan sus níveas banderas
con promesas de paz y de justicia.
Avanzan imparables,
transformando depósitos de odio
en la pujanza invicta de la vida.









EL VIAJE

          Tengo la sensación de que siempre se viaja en solitario, aunque te acompañen multitudes. No me gusta fijarme un destino. Ni proyectar visitas o recorridos. Puedo ver una y otra vez lo mismo, que parece cambiar a cada ojeada. Trasladarme sin rumbo. Dejar que el viento, un encuentro o un guiño cualquiera me señale el camino. Así me siento falsamente libre. 

       
           No huyo de cosa alguna ni vengo de ningún sitio, o más bien no recuerdo el sitio de donde vengo: el umbral del mundo por el que empecé a moverme.  Estoy aquí. Ni siquiera aquí. Me sobra el adverbio. Sólo estoy. Si pudiera saber adónde voy, sabría donde termina el camino, intentaría vencer el vértigo y me asomaría al abismo. Pero el camino se reinicia vaya adónde vaya. Es cierto que cambian colores y rostros, costumbres y clima, pero todo responde a una lógica inmutable e indiscutible. 
      
          Sin embargo en muchas ocasiones me gusta lo que veo y me asalta la duda: ¿Será esto un secuestro y estaré aquejada, como tantos otros, por el síndrome de Estocolmo?



Quiero compartir con vosotros la maravillosa presentación que hizo mi querido y admirado amigo Alfredo Cernuda de mi poemario "Pulsiones y Extravíos", incluida esa genial poesía hecha con los títulos de mis poemas. Gracias, Alfredo:

Pulsiones y Extravíos posee una bella edición, un tacto suave, un sentir agradable, es de esos libros… que sólo con mirarlos te llenan de sensaciones olvidadas en estos tiempos. Pero su mayor cualidad, no es la belleza exterior sino la interior. Esos poemas, y pensamientos o relatos cortos, en donde Luz derrama sinceridad, elegancia, imágenes, sueños. Una reflexión sobre quién es ella, sobre quiénes somos nosotros y todo lo que tenemos en común, porque desde un profundo humanismo, no sólo describe sus sentimientos, describe nuestros sentimientos, realiza un paisaje del alma utilizando la poesía como magia, a veces como vínculo que nos une, y otras como estado alterado de la conciencia.


Con una conseguida elaboración del lenguaje, Pulsiones y Extravíos es un poemario hondo, bien estructurado, con una arquitectura clara, diáfana. Un poemario que nos habla del amor en todas sus vertientes, del amor de madre, del amor al compañero, al prójimo, al padre, al de esa boca que se hizo labio en nuestra boca, a los pasos de la abuela cuando nos recuerda que su infancia es un aroma a churros y a domingo. En definitiva es el amor con mayúsculas porque lo contempla sin dramatismos exuberantes, sin permitir que las heridas de un adiós oculten la felicidad de los días compartidos. Realzando que lo más importante del amor es sentirlo a pesar de las consecuencias. En este punto me atrevería a decir que es una poesía existencial, una poesía vivida en cada una de sus palabras, que entiende los sentimientos como una filosofía que nos allana el camino, o nos enseña que el camino sólo es camino a pesar de sus problemas, pero que lo imprescindible viaja siempre dentro de nosotros.

Pulsiones y Extravíos tiene otra parte de denuncia, desde la defensa de la mujer a esas guerras silenciosas (y no tan silenciosas) que sangran el mundo hoy en día. Denuncia que nos muestra la injusticia, la barbarie, la crueldad. Pero lo sorprendente de esta denuncia, es que refleja un dolor sin victimismos. Al igual que en el amor Luz huye del drama, en el dolor huye del sacrificio, de sentirse o sentirnos mártires atormentados, y lo expone como testigo de los acontecimientos, como memoria necesaria que registra los sucesos para que nunca se olviden, y a ser posible, tampoco se repitan. 

Y para el final he dejado los poemas metafísicos, yo los llamo así, en cuanto que reflejan ese aspecto de la realidad inaccesible a la investigación científica. Kant calificó la metafísica de «necesidad inevitable». Schopenhauer incluso definió al ser humano como «animal metafísico». Luz, es metafísica pura. Por cualquier verso o renglón, nos muestra retazos de ese mundo intangible, invisible a la vista cegada por ambiciones y oropeles, ese mundo que quizá en algún tiempo fue real y lo hemos olvidado, o nos han obligado a olvidarlo. Ese mundo que nos acerca a los dioses, a sentir que nuestro corazón y nuestro cerebro, son capaces de realizar cosas inexplicables incluso para nosotros mismos.

En cualquiera de sus vertientes, la poesía de Luz no es conceptual, ya que la idea es tan importante como el resultado. Y esa idea y ese resultado, me llevan al principio de mi discurso y al resumen escueto que hice sobre que es para mí Pulsiones y Extravíos: Belleza. Seamos hedonistas y rodeemos de belleza nuestra vida, o al menos, nuestra biblioteca.

Y permitidme para acabar que realice un juego en honor a Luz. Los que tengáis el libro lo entenderéis, los que no, ¿A qué esperáis?

¿Quién soy yo? Preguntas sin respuesta. Al principio yo fui la voz, soledades, amnesia, el amor en la sombra. Inevitablemente, niña de luna, dejas en mi concienciaese beso no dado, deseos de ángeles, miradas. No sé por qué he venido. Te has colado en mis sueños la otra noche. Mi sombra ha salido en tu busca. Eva, la desconocida, mi infierno incongruente. No quiero el desierto gris, mujer, quisiera besos, tiernos ojos, conseguir lo imposible. El tiempo se pasó la existencia como un sueño sin patria, la tierra se deshace en alaridos, la luna miró al soslayo. Yo sé el secreto, el eterno retorno a San Juan de la Cruz. ¿Quién soy yo? Pulsiones y Extravíos: La poesía. 
PREGUNTAS



¿Es preciso que surja esa luz deslumbrante,
ignota y sin defecto,
para que se coordinen solas las palabras
y aparezcan los versos?

¿Es preciso que en un momento súbito
dejes de ser detritus desechable
y te conviertas en personaje alado,
sin final ni principio, para ver el misterio?

¿Es preciso abandonar tu anécdota,
la huella de tu historia,
tu identidad exigua,
para abarcar el mundo en un instante eterno?

Cuando lo he preguntado me ha cercado el silencio.
O más bien “yo, yo, yo”, han gritado mil bocas,
“yo puedo contestarte, la verdad es la mía”.

Las respuestas no sirven.
Prefiero las preguntas.
Que conteste el misterio.
MADRE




Hoy quiero comentarte, madre,
algo que nunca me atreví a decirte:
que sé que mi presencia condicionó tu vida,
que fui ignorante, madre,
desde el olvido al que siempre somete el nacimiento.

Tú y yo pactamos, madre, no sé dónde ni cuándo
un contrato sagrado.
Incluía mil trances y problemas,
que el tiempo sepultó con esferas opacas,
dejándonos a ambas perdidas y sin rumbo.
El tic tac de las horas acalló nuestro fiat
y lo dejó enterrado en la secreta cripta de la vida,
que transcurrió ofuscada, ambigua, temblorosa, carente de sentido.

Ahora, día tras día, madre,
regreso y me aproximo de nuevo a tus entrañas.
Es el proceso lógico para volver a ser
un corpúsculo ignoto,
perdido en el marasmo del magma trascendente
que rige la imparable existencia.






EL MIRLO BLANCO







El mirlo blanco apareció una tarde en el jardín,
absorto,
admirado al trasluz de su propio plumaje.

En un revoloteo alborozado,

se fundió con la luz del ocaso.




Abúlicos, hundidos en su negra indiferencia,

desmenuzando lombrices y orugas,

quedaron sus hermanos.

Los oscuros.











LA CIGÜEÑA


Al poco de casarse, mi tía engordó mucho. Tenía una barriga gigantesca y cuando yo preguntaba el porqué de aquel cambio, me decían que iba a venir la cigüeña a traer un niño. No entendía muy bien la relación entre su deformidad y la visita de aquel pájaro. Y tampoco cómo la cigüeña traía a un niño por los aires ni de dónde. Pero la tía me lo explicó todo como un cuento que parecía bastante claro. En París había una fábrica de niños. Cuando una pareja se casaba, escribían una carta a aquel sitio y al cabo de algún tiempo les mandaban un niño con uno de sus carteros, que por lo visto eran todos cigüeñas. A medida que se acercaba la fecha, mi curiosidad aumentaba. No estaba dispuesta a perderme el espectáculo de la llegada de mi primo y asaetaba con preguntas a la tía y a mi abuela, que se pasaban el día tejiendo botitas y jerséis diminutos.


-Tendréis que dejar abierta la ventana para que entre la cigüeña – les decía yo intentando tenerlo todo previsto. Luego me asaltaban las dudas –. Y si viene de noche y no os enteráis, ¿se quedará en la calle con el niño hasta por la mañana?

-Llamará a la ventana con el pico – contestaba la tía con una sonrisa.


-¿Cómo lo trae sujeto?


-En un hatillo – contestaba la abuela sin dejar de hacer punto.


-¿Y si se le cae por el camino?


-A las cigüeñas nunca se les caen los niños – era la respuesta contundente.

La tía ya no me prestaba tanta atención. No quería tirarse al suelo por debajo de la mesa camilla ni perseguirme por el pasillo para jugar al escondite. Se pasaba el día quejándose de lo mal que hacía las digestiones y cosas por el estilo, a lo que yo le recomendaba que no comiese tanto porque eso era lo que la hacía engordar y le estropeaba el estómago. Una tarde, sólo por gastar una broma, retiré la silla en la que iba a sentarse y la tía cayó al suelo como una especie de bomba. Pensé que a la abuela y a mi madre les haría gracia, pero me equivoqué, porque acudieron a atender a la accidentada que se había quedado boca arriba en el suelo como una tortuga enorme, agitando las piernas y sin poderse levantar. Luego las tres arremetieron contra mí y acompañaron a la cama a mi voluminosa tía, que no paraba de quejarse y lloriquear.

Una mañana, mi madre me llevó a casa de la abuela y encontramos a la tía acostada como si estuviese enferma. Tenía un aspecto cansado, pero sonreía feliz. A su lado, un niño pequeño y colorado, con las manos fuertemente cerradas bajo la barbilla, hacía gestos extraños y emitía vagidos débiles e incomprensibles. Apenas tenía pelo y la frente se prolongaba de modo poco natural en un cráneo estirado. Me pareció la cosa más fea que había visto hasta entonces, y estaba a punto de manifestarlo cuando dijo la tía:

-¿Lo ves? Ya ha venido la cigüeña.

-¿Y ha dejado “eso”? – pregunté yo con asombro.

Las tres mujeres se echaron a reír. Debían de estar disimulando su desilusión, porque aquel niño no me parecía cosa de risa.

-Ya verás lo guapo que se pone – dijo la tía con una seguridad que me sorprendió aún más. No parecía que “aquello” tuviese la más mínima oportunidad de mejorar.




-¿Por qué no me habéis avisado? – pregunté molesta –. Quería ver a la cigüeña.


-Vino muy deprisa y se fue enseguida. No dio tiempo – contestó la abuela.

-¿Y por qué estás en la cama? – no entendía muchas de las cosas que allí sucedían.

La tía volvió a sonreír y suspiró.

-La cigüeña ha sido muy mala, me ha picado por todas partes y me ha hecho daño.

-¿Te ha hecho sangre?

-Sí. No quería dejar al niño y tuve que luchar con ella.

Moví la cabeza, hecha un lío, y volví a mirar a aquella criatura tan fea. No podía entender que alguien se pusiese en peligro para quedarse con un ser semejante. Luego cogí una de sus manitas. Tenía los nudillos blancos de tanto apretar. Se la abrí, comprobando que no sujetaba nada. La palma de la mano estaba arrugada y reseca.


-Devuélvelo a París - concluí -. Te han mandado el más feo.
GENUFLEXAS







Genuflexas ante al altar mayor,
estáticas, sombrías, son atrezzo de iglesia,
ninguna tiene edad
o tiene los mil años
de una comparsería femenil y precisa.

Idólatras de imágenes con caras de muñeca,
propietarias de exvotos, 
fervorosas de vírgenes y santos,
costureras de túnicas y hábitos,
fanáticas de cruces y de muerte,
esperan lo imposible:
reconocerse en una infinitud homogénea.
Idéntica. 













Límites



(Juan Gelman)



¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí la sed,

hasta aquí el agua? 

¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el aire, 
hasta aquí el fuego? 

¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el amor, 
hasta aquí el odio? 

¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el hombre, 
hasta aquí no? 

Sólo la esperanza tiene las rodillas nítidas. 
Sangran. 











FRAGMENTO DE "LA CONJURA DE LOS SABIOS"


         

         ¡Sadhu estaba allí! ¡Sadhu había vuelto! Vestido con el uniforme del internado - impecable americana azul oscura con el escudo del colegio en la solapa y pantalón gris - le sonreía en silencio, con dulzura. El hombre quería saber. Se agolpaban las preguntas en sus labios: ¿Por qué se había suicidado? ¿No había muerto? ¿Dónde estaba? ¿Por qué no se había dejado ver en tantos años? Pero el interpelado seguía hundido en el mutismo. Caminaba a su lado con paso tranquilo. Su mirada había adquirido una serena madurez, aunque su aspecto de adolescente continuase inalterable. El hombre intentó calmar su impaciencia y, sin atreverse siquiera a levantar la voz, le dijo a Sadhu en un susurro:
            -Vas a volver a irte, ¿verdad?
            -Yo nunca me he ido. ¿Por qué dices esas cosas?
      Había un punto de desencanto en la respuesta de Sadhu. Como si no entendiese sus preguntas, como si todas ellas estuviesen motivadas por una pueril curiosidad. Pero no había perdido su tono de ternura. Después de atravesar un umbrío bosquecillo, llegaron a un espacio abierto y luminoso. Se divisaba el mar en lontananza. Sadhu lo tomó de la mano y le señaló un viejo carromato detenido a lo lejos.
            -Anda, ve - dijo - Te están esperando.
        El hombre se separó de su amigo sin atreverse a protestar. Volviendo la cabeza a cada paso, suplicante, lo veía allí, quieto, como un moderno arcángel expulsándole del Paraíso. La mujer de sus sueños conducía el vehículo y lo saludó como a un viejo amigo al verle llegar.
            -Eres uno de ellos - le dijo crípticamente.
       Cuando se encaramó a la carreta para ocupar su puesto junto a otros dos viajeros, pensó que su amigo podría resolver aquel enigma. Pero Sadhu ya había desaparecido.


COLLIURE


Un lugar escondido y silencioso
en las orillas de ese Mare Nostrum.

Sobre la lápida que llora tu nombre
un trapo tricolor
y en menuda cuadrícula de planas escolares
tus versos inmortales.
Letras emborronadas por la lluvia y el viento:
sexto C de María Auxiliadora,
quinto B del grupo Jaime Vera,
Silvia Ruíz de primero.
Escriben sobre un olmo derrotado,
marchito por espúrias razones,
o por un caminante que traza su camino.
El tuyo al escapar fue un último pasaje
escoltado en su barca por Caronte.

¿Duermes con este sol,
o es que andas platicando con las olas
de esa España, que es tierra de poetas?
Tu voz no se ha perdido,
tus versos los declaman las sirenas
de ese sitio recóndito y radiante
junto al agua calmada del Mediterráneo.


HISTORIAS



Me conté mil historias día a día,

noche tras noche como Sherezade

para que distrajeran a la muerte.


Me conté que nacíamos tú y yo 

en un mismo hospital deshabitado,

que echábamos a andar, cogidos de la mano,

y aprendíamos el abecé del sexo

jugando a las tinieblas y a los médicos.


Me conté que habitábamos la tierra,

como la sola muestra de la especie

y que los dos quedábamos expuestos a la vida

sin más arma ni don que el de contar historias.


Quedábamos tú y yo,

ya viejos y cansados,

en medio de un paisaje desolado,

impotentes para obstaculizar la apocalipsis.

Y puestos a inventar mil desvaríos,

me conté que aromábamos las calles

y pintábamos risas a la luna,

compartíamos besos para saciar la sed

y escapábamos lejos de este mundo,

retornando al origen.



Y aquí estoy en el punto de partida,

dudando entre volver y no volver

a la vida de nuevo.

Puedo correr el riesgo de no reconocerte

si te encuentro.

Y si no te recuerdo,

tampoco en mí anidará el anhelo

de contar una historia








JUEVES 29 A LAS 18'30





UN ADIÓS
(Relato incluido en CUENTOS DEL OTRO LADO)



Por fin estamos solos. Hace tanto tiempo que quiero hablar contigo. Sí, ya sé, hablar hemos hablado muchas veces, pero nunca te he dicho lo que lleva atormentándome durante más de veinte años. Bueno, no todo el tiempo, claro. Un personaje de “En busca del tiempo perdido”, que ha perdido a su mujer y no supera su ausencia, dice que la recuerda constantemente, pero no durante mucho rato seguido. Los pensamientos son como las aves: revolotean por tu mente, van y vienen una y otra vez, se mezclan como en un galimatías, son imposibles de retener aunque nos obsesionen.
Hubo momentos en que creí olvidarte, pero luego la vida me devolvió al camino que llevaba hasta ti. Tú has sido mi Shamballa, una ciudad de Luz, retiro místico para cuando la vida me vencía, refugio lúbrico para mi deseo, un hombro amigo en el que descansar. Reposan en ti mis sueños y fantasías más inconfesables. Contigo puedo sincerarme, hablarte de mi amor, declararte mi creencia de que en otra dimensión, en otro tiempo, tú y yo nos hemos pertenecido en cuerpo y alma y hemos jurado recordarlo en sucesivas existencias. Pero todo eso se fragua en el mundo virtual de mi mente, sin el menor atisbo de realidad. Aunque, ¿qué es la realidad? ¿Por qué las sensaciones que transmiten nuestros sentidos, nos parecen más reales que las que transmite nuestra mente? ¿Por qué damos más valor a la vista, al olfato o al tacto, que a la imaginación o al anhelo? El cerebro no distingue entre la fantasía y la realidad.
¿Recuerdas la exposición de pintura de nuestra amiga Clara? La verdad es que sus cuadros no me interesaban lo más mínimo, pero alguien me había dicho que acudirías y fui esperando encontrarte. Llevábamos tiempo sin vernos y tu sorpresa, tu alegría al descubrirme, me hizo concebir un sin fin de locas esperanzas. Al abrazarme, me alzaste en el aire como el que recupera un tesoro que ha creído perdido. Nos escabullimos tácitamente del barullo de la inauguración y decidimos tomar un café lejos de allí. No sé por qué no te lo dije entonces. Era tan raro encontrarnos a solas. Estoy segura de que en aquella cafetería, los roces de nuestras manos y nuestros cuerpos no fueron contactos fortuitos sino provocados por los dos. Pero me escondí como siempre detrás de subterfugios, igual que tú, y hablamos del amor como si no nos concerniese, como si fuese un sentimiento ajeno, mientras mis ojos te mandaban el mensaje contrario y los tuyos se llenaban de lágrimas. Me dijiste que la convivencia mata la pasión, que la hunde en la rutina, que el deseo sólo perdura en los amantes furtivos. Y a mí aquello me pareció una declaración de principios, la constatación de que jamás me pertenecerías totalmente, la certeza de que siempre serías de “la otra”.
Aunque es posible que tuvieras razón. Seguramente la pasión sólo perdura en el secreto, en lo prohibido. Seguramente el peligro de ser descubierto aporta vehemencia a una relación, incrementa el deseo porque nunca es satisfecho del todo.
¿Callas? Siempre lo has hecho. El hombre brillante, ocurrente, jamás ha hablado de sus sentimientos. También a ti te ha golpeado la vida y quizá ese sentido del humor del que siempre has hecho gala es un arma contra la amargura, un disfraz para que la dificultad no te encuentre desprevenido. Y sin embargo la ternura se escapa por cada uno de tus gestos y miradas.
¿Qué hemos hecho? ¿Por qué hemos esquivado nuestro amor? Decían en el Renacimiento que los amantes que se negaban a consumar su pasión estaban condenados al hielo eterno. Y es en el hielo en donde tú y yo hemos dejado que se derramara la vida.
Ahora puedo decírtelo. Cuando me entrego a él eres tú quien está a mi lado, eres tú quien me besa, quien me posee, eres tú quien me hace sentir culpable. La traición más auténtica es la que jamás es consumada, porque te encierra en un torbellino de insatisfacción, de ansia del amado. ¿Y acaso existe algún hombre que pueda desplazar a un ideal?
Y no creas que no le he querido, que no le quiero, pero él ha envejecido y tú no, él enferma, falla, se equivoca y tú no. Él es un ser humano y tú un dios. ¿Quién puede luchar contra eso?
Y aunque ni siquiera me esté permitido llorar, mi corazón se ahoga en el mar de las lágrimas. ¿Cuál habría sido mi vida, si la tarde de la exposición te hubiera declarado mis sentimientos? ¿Te habrías apartado de mí, asustado por mi confesión? ¿Habríamos dejado a nuestros compañeros de camino y habríamos huido lejos? ¿O más bien nos habríamos limitado a mantener sórdidos encuentros, hasta que nuestro amor se hubiese marchitado como esa flor que guardas en un libro y que cuando pasan unos años eres incapaz de recordar qué episodio adornó? Ahora ya no podremos saberlo.
Hay quien dice que cada deseo, cada decisión, cada duda abre una nueva senda en algún universo paralelo. Que nuestro ser está desgajado en multitud de posibilidades. Y yo lo creo. En otros mundos compartiremos la vida o no nos conoceremos, seremos amantes o nos habremos convertido en enemigos. No, esto último no es posible, ni siquiera en el mundo más descabellado y perverso.
Adiós, amor mío. Volveremos a encontrarnos, no sé dónde ni cómo, pero estoy segura de que volveré a verte. A nosotros se nos concederá una segunda oportunidad. Confío en que entonces nos reconoceremos, en que no desviaremos la mirada en el primer encuentro, en que abandonaremos miedos, timidez y falsas cautelas y correremos uno a los brazos del otro. Aunque tampoco allí seamos libres, saltaremos por encima de lealtades o convenciones sociales. Nuestros ojos o nuestra piel quizá no guarden la memoria, pero nuestra alma queda a la espera del encuentro. Porque el único sentido de repetir una experiencia de vida es completar aquello que has dejado de hacer.
Quizá, es muy posible, quizá nos encontremos al otro lado del río. Allí donde las ranas encienden sus lumbres.

-Llevas mucho tiempo aquí. ¿Has visto a Carmen?
Le digo que sí con la cabeza. No puedo hablar, en mi voz él advertiría las lágrimas que me ahogan por dentro. Y se le antojaría excesiva mi congoja. Siempre creyó que eras un amigo ocasional. Me cojo de su brazo y me aparto del cristal que me separa de ti.
Está bien que hayan dejado tu ataúd cerrado. Así puedo recordarte como serás para siempre en mi mente: joven, bello, apasionado.
Me despido de Carmen. Está deshecha. La abrazo en silencio, con mimo, con sincero afecto. Las dos te hemos compartido y jamás tuve celos de ella. En lo que a ti concierne, no cabe un sentimiento negativo.
Ahora tengo que ir con mi marido. Espérame. No será mucho tiempo, amor mío. Mientras, explora las galaxias. Así podrás guiarme por entre las estrellas cuando nos encontremos.  




EL CAÑÓN A SU PESAR SONRÍE



Cincelaron mi mente a golpe de mentiras
en épocas oscuras en que la libertad
fue palabra extirpada de nuestro diccionario.
Las historias fantásticas de conquistas y honores
poblaban nuestros días.
Santiago y cierra España y el Cid ganando lides
hasta después de muerto.

Tardé en edificar un refugio a cubierto
del pegajoso odio hacia el hermano
y escapé del destino del pensamiento único.
Sondeé en las raíces de mi sangre,
menesterosos y pobres jornaleros,
y traicioné la pasiva indolencia de la clase media.

Discordante e incómoda, 
vadeé el mar abyecto de las indiferencias,
me atormentó la duda en cada certidumbre
y me inventé a mí misma con mil contradicciones.

Hay que seguir, me digo,
aunque lo inútil de tu voz se pierda entre las piedras.
Hay que seguir denuncia tras denuncia,
hundiéndose tu fe en el desengaño.

Tambaleante e insegura,
hay que continuar creyendo en la utopía.
Una flor no detiene las balas
pero el cañón, a su pesar, sonríe
y las sonrisas taponan el camino hasta el gatillo.