EL
VIAJE
Tengo la sensación de que siempre se viaja en
solitario, aunque te acompañen multitudes. No me gusta fijarme un destino. Ni
proyectar visitas o recorridos. Puedo ver una y otra vez lo mismo, que parece
cambiar a cada ojeada. Trasladarme sin rumbo. Dejar que el viento, un encuentro
o un guiño cualquiera me señale el camino. Así me siento falsamente
libre.
No huyo de cosa alguna ni vengo de ningún
sitio, o más bien no recuerdo el sitio de donde vengo: el umbral del mundo por
el que empecé a moverme. Estoy aquí. Ni siquiera aquí. Me sobra el
adverbio. Sólo estoy. Si pudiera saber adónde voy, sabría donde termina el
camino, intentaría vencer el vértigo y me asomaría al abismo. Pero el camino se
reinicia vaya adónde vaya. Es cierto que cambian colores y rostros, costumbres
y clima, pero todo responde a una lógica inmutable e indiscutible.
Sin embargo en muchas ocasiones me gusta lo que veo
y me asalta la duda: ¿Será esto un secuestro y estaré aquejada, como tantos
otros, por el síndrome de Estocolmo?
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