SE PASÓ LA EXISTENCIA

Se pasó la existencia sofocando
las quejas y recelos contra el hombre.
Él es el creador, le habían dicho,
tú eres débil, inculta, desvalida,
necesitas su empuje y su cuidado.

Le descargó en los brazos
su equipaje de ideas,
sus deseos,
su horizonte nuboso
y una fotografía amarillenta
de un muchacho con el que había soñado.

Y segundo a segundo,
instante tras instante, silenciosa,
caminó por un delgado cable
sobre un abismo de posibles errores.
Llorar lloraba sola
y si un día gozaba
ahogaba sus gemidos en la almohada.

Aprendió a consentir sus extravíos,
y buscó el beneplácito
en el imperceptible guiño de sus cejas.
Descifrando resoplidos y risas,
permaneció a la sombra de su hombría.
Anduvo entre pucheros y bayetas,
parió cuando era hora
y se secó su vida suavemente,
sin apenas notarlo.

Sólo al final,
desnuda ya de deberes y encargos,
miró allá adentro, en su nada infinita,
el transcurso anodino de los días
y comprendió sin miedo a equivocarse
que su simple presencia
había puesto en marcha un universo.






Jamás había estado en aquella ciudad devastada. Sólo la luna y las cercanas explosiones la iluminaban. La mayoría de los edificios se habían derrumbado y las huellas de los proyectiles y de las bombas en las fachadas, los cristales rotos, la falta absoluta de signos de vida, todo ello ponía de manifiesto que sus moradores habían huido a un sitio más seguro. Lo difícil era que hubieran podido encontrarlo porque seguían oyéndose las descargas de misiles y ametralladoras, y los aviones sobrevolaban incesantemente la zona evacuando su mortal excremento. La mujer se preguntaba cómo habría llegado hasta allí, y seguía caminando por entre las ruinas porque alguien la esperaba, aunque hubiera olvidado quién. En el centro de la destrozada urbe, un hotel, que en tiempos fuera un elegante alojamiento para turistas y que ahora tenía el mismo aspecto maltrecho del resto de las viviendas, permanecía milagrosamente en pie. En el vestíbulo se amontonaban los sacos terreros y un montón de trastos inservibles, y, repartidas por las mesas y el mostrador de recepción, las velas y lámparas de petróleo suplían la falta de fluido eléctrico. En un rincón del hall cuatro personajes se sentaban alrededor de una mesa. Junto a ellos había unos barreños con agua y unas ropas manchadas de sangre. Seguramente habían atendido allí a algún herido. Antes de acercarse, los observó sin ser descubierta: Un joven barbudo, tocado con un blanco turbante, una mujer cubierta por un burka, un hombre maduro de larga barba e imponente fisonomía, y... Hassan Liaqat. En aquel momento recordó que era la persona con quien debía entrevistarse, y le sorprendió el hecho de que encajara perfectamente con la idea que de él se había formado: de mediana edad y aspecto enfermizo, llevaba el largo cabello entrecano, recogido con una cinta en la nuca y vestía un sencillo atuendo deportivo.
-Hassan - lo llamó.
Él levantó la cabeza y le indicó, apenas sin mirarla, un taburete para que se sentara con ellos. Sobre la mesa, había cuatro medallones con unos caracteres en árabe. Era la tarjeta de presentación, y ella depositó el suyo, idéntico, junto a los otros. Entonces la mujer se levantó el sudario y la sonrió dulcemente. Muy morena de tez, tenía unos hermosos ojos oscuros. Los otros dos hombres inclinaron la cabeza en un respetuoso gesto de bienvenida.
-¿Estás bien? - le preguntó inquieta a Hassan. Había temido incluso por su vida.
Él asintió y explicó que apenas tenían tiempo. No tardarían en llegar.
-Oí aquellos gritos y pensé... - balbuceó ella, y luego señalando las telas manchadas de sangre - ¿Te han herido?
-No - se iluminó el rostro de Hassan con una sonrisa - Los gritos y la sangre son de una mujer que acaba de dar a luz a una criatura. En medio de la muerte: la vida. Es así. 

(FRAGMENTO DE "LA CONJURA DE LOS SABIOS")
PRÓLOGO DE NOVELA



            No sé qué hacer, porque me sigue a todas partes. Cuando paseo al perro, cuando leo un libro, cuando cocino, incluso cuando trato de coger el sueño, cansada de las idas y venidas del día. Se llama Babel. Es un nombre raro, lo sé, pero en realidad fui yo quien la bauticé, poniendo de manifiesto, quizá, mi propia confusión y también porque ella me ha asegurado que quiere ocultar su verdadera identidad: lleva mucho tiempo huyendo de su pasado.
           Tiene casi setenta años y es una anciana atractiva, aunque no se acicale ni vista ropa de marca, es más bien descuidada en su atuendo. Unos viejos vaqueros y un jersey amplio cubren un cuerpo tal vez excesivamente delgado, ágil todavía. Nunca se ha teñido, su cabello es gris, rizoso, y constituye el marco ideal para su cutis claro y unos ojos azul metálico. Ha sido una mujer hermosa. La frente amplia, los labios carnosos y un óvalo perfecto guardan el recuerdo de un rostro clásico y atrayente, a pesar de las arrugas de su cuello y de las comisuras de su boca que, como flechas, señalan hacia abajo. Pero no sé por qué me molesto en describirla, puesto que soy yo quien la ha creado. La he hecho orgullosa de sí misma y de su actitud ante la vida, a pesar de los dolorosos acontecimientos que padeció en España a finales de los años sesenta y que la hicieron trasladarse a París. Ha conseguido tener la mejor tienda de antigüedades de la ciudad de la luz en Montmatre. Es respetada y admirada por muchos, sobre todo por Adele, la persona que la ha ayudado en todo y  comparte su vida.
            Un día descubre una noticia en el periódico, encabezada por la fotografía de una joven recientemente desaparecida. La muchacha es americana, hija de una conocida actriz, y Babel contempla con sorpresa que es su vivo retrato de hace cincuenta años. Compara esa imagen con fotos de cuando ella era joven y comprueba que ambas parecen la misma persona. La lectura de la noticia rompe la paz que Babel creía haber conseguido por fin.
            La verdad es que yo había abandonado esta historia y ahora ella quiere que la continúe. Se embarca en interminables monólogos, animándome a ello a cualquier hora del día o de la noche. Esta mañana, al despertarme, la he descubierto sentada a los pies de mi cama.
            -¿Qué haces aquí?- le he preguntado pacientemente- Vives en París.
            -No - me contesta ella con cierta altanería-. Vivo en tu mente.
            Y así ha empezado todo.





FRAGMENTO DE "ANJALI"
(CUENTOS DEL OTRO LADO)





    Los problemas de Anjali comenzaron cuando su padre no pudo completar el pago de su dote. Tiene otras dos hermanas y casar a tres hijas es una tarea casi imposible para una familia india de escasos recursos. Apenas fue satisfecha la mitad de la cantidad acordada con Mukesh, y a partir de aquel momento, la joven se vio envuelta en un torbellino de humillaciones y golpes. Desde entonces intenta pasar desapercibida, obedece las órdenes que le dan sin rechistar y complace en todo a Mukesh, aunque sea una tarea difícil sonreír con naturalidad frente a sus continuos desprecios. Lo conoció una semana antes de la boda y desde el primer momento se sintió cohibida por su voz ronca, su mirada inquisitiva y ese corpachón de gigante que la hace sentir insignificante. Jamás ha recibido una frase amable ni una caricia de su marido. La primera noche le arrancó la ropa sin decir una palabra, se echó sobre ella y la partió en dos, sofocándola con broncos gemidos. Luego le dio la espalda y se hundió en un pesado sueño. Y Anjali estuvo llorando durante largo rato, muy quedo para no despertarle, preguntándose por qué se sentía tan triste.


   Las manos de la muchacha acarician maquinalmente las hojas de té antes de echarlas al canasto. Después escoge otras a toda velocidad. Recuerda a su amiga Uma y sus ojos se llenan de lágrimas. La ve frente a ella con aquel andar pausado, la hermosa figura, apenas desdibujada por el sari, el rostro perfecto y la sonrisa generosa. Era un ángel, se dice Anjali por lo bajo. Y ocurrió la tragedia. Tampoco el padre de Uma pudo completar su dote y una mañana salió envuelta en llamas de la casa y murió en el patio. Delante de todos. Sin que nadie la auxiliase. Su marido y su suegra dijeron a la policía que se le había incendiado el sari mientras cocinaba. Aseguraron que era una mujer muy descuidada. Pero Anjali sabe que no es así, que la rociaron con gasolina y le prendieron fuego para que Sudhir, su marido, pudiera buscar otra mujer en una familia más acomodada.


   Anjali tiene miedo. Ella puede correr la misma suerte que Uma, aunque en la actualidad atraviese un momento de relativa calma a la espera de que nazca su hijo… o hija. Un violento escalofrío recorre el cuerpo de la joven, a pesar de que el sol, ya en lo alto del cielo, ha hecho subir la temperatura varios grados. No quiere ni pensar en la posibilidad de que sea una niña, y sin embargo la idea se abre camino en su cerebro continuamente, dejando a un lado consideraciones y razonamientos. Ha soñado varias veces con una pequeña de ojos oscuros, que le pide ayuda en lo más profundo de una gruta.

DESEOS

Te vi piruetear de lucero en lucero
devolviendo la luz a estrellas moribundas.
Con las plumas azules de tus alas
esparcías el polvo de cometas fugaces.
Envidiaban las nubes tu gentil arabesco
y tu brillo en la niebla de jornadas de invierno.
Y tú, regocijada, besabas las melenas
                             de sauces cavilosos,
que ensayaban sonrisas,
                            quizá por vez primera.

Y yo quise seguirte para danzar contigo
pero mis pies de barro
se adhirieron al suelo empapado de lágrimas.
Y quise abandonar los panoramas lóbregos
y marchar hacia mundos venturosos
donde las risas lustran las arrugas del alma.
Y quise delirar con los ojos abiertos
y cubrir de ambrosía pueblos arrinconados.
Y deseé expandirme
y transformarme en náyade de ríos de favores.

Entonces tú te aproximaste a mí
me amparaste, 
sosteniendo mi miedo entre tus manos,
y yo ansié el olvido
y yo ansié 
y yo 
y...


Un cuento de O.Henry, que habla de la similitud que existe entre el sueño y la muerte.


El sueño


[Cuento. Texto completo]

O. Henry
La psicología vacila cuando intenta explicar las aventuras de nuestro mayor inmaterial en sus andanzas por la región del sueño, "gemelo de la muerte". Este relato no quiere ser explicativo: se limitará a registrar el sueño de Murray. Una de las fases más enigmáticas de esa vigilia del sueño, es que acontecimientos que parecen abarcar meses o años, ocurren en minutos o instantes.
Murray aguardaba en su celda de condenado a muerte. Un foco eléctrico en el cielo raso del comedor iluminaba su mesa. En una hoja de papel blanco una hormiga corría de un lado a otro y Murray le bloqueaba el camino con un sobre. La electrocutación tendría lugar a las nueve de la noche. Murray sonrió ante la agitación del más sabio de los insectos.
En el pabellón había siete condenados a muerte. Desde que estaba ahí, tres habían sido conducidos: uno, enloquecido y peleando como un lobo en una trampa; otro, no menos loco, ofrendando al cielo una hipócrita devoción; el tercero, un cobarde, se desmayó y tuvieron que amarrarlo a una tabla. Se preguntó cómo responderían por él su corazón, sus piernas y su cara; porque ésta era su noche. Pensó que ya casi serían las nueve.
Del otro lado del corredor, en la celda de enfrente, estaba encerrado Carpani, el siciliano que había matado a su novia y a los dos agentes que fueron a arrestarlo. Muchas veces, de celda a celda, habían jugado a las damas, gritando cada uno la jugada a su contrincante invisible.
La gran voz retumbante, de indestructible calidad musical, llamó:
-Y, señor Murray, ¿cómo se siente? ¿Bien?
-Muy bien, Carpani -dijo Murray serenamente, dejando que la hormiga se posara en el sobre y depositándola con suavidad en el piso de piedra.
-Así me gusta, señor Murray. Hombres como nosotros tenemos que saber morir como hombres. La semana que viene es mi turno. Así me gusta. Recuerde, señor Murray, yo gané el último partido de damas. Quizás volvamos a jugar otra vez.
La estoica broma de Carpani, seguida por una carcajada ensordecedora, más bien alentó a Murray; es verdad que a Carpani le quedaba todavía una semana de vida.
Los encarcelados oyeron el ruido seco de los cerrojos al abrirse la puerta en el extremo del corredor. Tres hombres avanzaron hasta la celda de Murray y la abrieron. Dos eran guardias; el otro era Frank -no, eso era antes- ahora se llamaba el reverendo Francisco Winston, amigo y vecino de sus años de miseria.
-Logré que me dejaran reemplazar al capellán de la cárcel -dijo, al estrechar la mano de Murray.
En la mano izquierda tenía una pequeña biblia entreabierta.
Murray sonrió levemente y arregló unos libros y una lapicera en la mesa. Hubiera querido hablar, pero no sabía qué decir. Los presos llamaban la Calle del Limbo a este pabellón de veintitrés metros de longitud y nueve de ancho. El guardia habitual de la Calle del Limbo, un hombre inmenso, rudo y bondadoso, sacó del bolsillo un porrón de whisky, y se lo ofreció a Murray diciendo:
-Es costumbre, usted sabe. Todos lo toman para darse ánimo. No hay peligro de que se envicien.
Murray bebió profundamente.
-Así me gusta -dijo el guardia-. Un buen calmante y todo saldrá bien.
Salieron al corredor y los siete condenados lo supieron. La Calle del Limbo es un mundo fuera del mundo y si le falta alguno de los sentidos, lo reemplaza con otro. Todos los condenados sabían que eran casi las nueve, y que Murray iría a su silla a las nueve. Hay también, en las muchas calles del Limbo, una jerarquía del crimen. El hombre que mata abiertamente, en la pasión de la pelea, menosprecia a la rata humana, a la araña y a la serpiente. Por eso sólo tres saludaron abiertamente a Murray cuando se alejó por el corredor, entre los guardias: Carpani y Marvin, que al intentar una evasión habían matado a un guardia, y Bassett, el ladrón que tuvo que matar porque un inspector, en un tren, no quiso levantar las manos. Los otros cuatro guardaban humilde silencio.
Murray se maravillaba de su propia serenidad y casi indiferencia. En el cuarto de las ejecuciones había unos veinte hombres, entre empleados de la cárcel, periodistas y curiosos que...

Nota del Editor


Aquí, en medio de una frase, "El sueño" quedó interrumpido por la muerte del autor O. Henry. Se conoce, sin embargo, el final:
Murray, acusado y convicto del asesinato de su esposa, enfrentaba su destino con inexplicable serenidad. Lo conducen a la silla eléctrica, lo atan. De pronto, la cámara, los espectadores, los preparativos de la ejecución, le parecen irreales. Piensa que es víctima de un error espantoso. ¿Por qué lo han sujetado a esa silla? ¿Qué ha hecho? ¿Qué crimen ha cometido? Se despierta: a su lado están su mujer y su hijo. Comprende que el asesinato, el proceso, la sentencia de muerte, la silla eléctrica, son parte de un sueño. Aún trémulo, besa en la frente a su mujer. En ese momento, lo electrocutan.
La ejecución interrumpe el sueño de Murray.
EXTRAVÍOS



Sobrevoló desiertos y sabanas
tratando de encontrarle.
Se extravió en su nombre y no localizó
el camino de vuelta a su biografía.
Se extrañó de sí misma y de su suerte
colgada en el abismo de sus labios.
Y vio que sus pupilas no la reflejaban
y tuvo miedo de ser un fantasma.

Tiritaba en sus letras
y se abrigó con antiguos cobertores de besos,
que aun llenos de polilla,
todavía guardaban
un aroma lejano a hierba seca,
aquella hierba que vistió sus cuerpos.

La acogió hospitalaria una vocal
que años atrás había participado
en frívolos romances de tenorio,
más también en sonrisas y ayudas solidarias.

Y se quedó a vivir en medio de su nombre,
sin saber regresar al mundo que habitaba.
Además, ¿cómo hacerlo?
En el errante vuelo por buscarle
eran muñones calcinados sus alas.



PATERAS



Naufragan las pateras en mares displicentes
cargadas de mil almas olvidadas.
Hambre, miseria y miedo
se arrojan por la borda
ante la indiferencia
de los que intentan poner puertas al aire.

Animales acuáticos se nutren
de ilusiones y sueños descompuestos,
de esperanzas futuras,
de planes malogrados
y de un sin fin de finales utópicos,
que son perjudiciales para cualquier sirena.

Mas hay humanos ciegos que no ven nada de eso.
En su cómodo Matrix
andan encandilados con pantallas de plasma,
con artefactos móviles,
productos desechables
y enigmáticas cuentas de intereses bancarios.

Y el mar sigue entre tanto vomitando,
en un mundo concreto y específico,
escombros y despojos de otras tierras
huérfanas y esquilmadas
por los mismos que enumeran los mundos,
que levantan murallas de inclemencia
y engendran Lampedusas
con hábitos mezquinos y asesinos.





FRAGMENTO DE "CHAMA"
(CUENTOS DEL OTRO LADO)
Chama, refugiada en su precaria vivienda, acostó a sus hijos y preparó la cena de Nakuk. Luego lió un fardo con comida y algunos enseres y lo escondió entre unos arbustos. Llenó un cuenco con agua y echó dentro el contenido de una bolsa que llevaba oculta entre los pechos. Eran unas hierbas y hongos que había recogido cuando oyeron hablar por primera vez de la llegada de los hombres blancos. Conocía bien las propiedades de aquella mezcla que les habría evitado a los suyos caer vivos en manos de los invasores. Ahora el veneno tendría un único destinatario. Agitó bien el cocimiento y lo puso ante el plato de Nakuk en el momento en que éste entraba en la gruta.
- No voy a comer nada - dijo él, dirigiéndose a donde dormían los niños.
Chama le miró muy seria. Luchaba por contener el temblor de sus manos y el corazón saltaba en su pecho tan violentamente que temía que Nakuk pudiese oír sus latidos. Lo veía inclinarse sobre Xacnite y por un momento le pareció que sus ojos estaban llenos de lágrimas.
-¿No tienes sed? - le preguntó Chama con una voz que le llegó de muy lejos. Ajena, desconocida.
Él se volvió. La mujer le ofrecía suplicante el cuenco y sintió compasión de aquella pobre madre desesperada. Tomó la escudilla que ella le tendía, reteniendo sus manos un instante, y luego bebió hasta la última gota del líquido. De pronto se llevó la mano al pecho, la miró y un gesto de asombro se dibujó en sus ojos desorbitados.
-¿Qué has...? - balbuceó Nakuk, pero no pudo terminar la frase. Retorciéndose en el suelo como un animal herido, lanzaba gemidos que subían gradualmente de intensidad.
Chama, pegada a la pared, lo contemplaba con horror. ¿Y si alguien le oía? ¿Y si descubrían su crimen, aún antes de que fuera consumado? Lo vio arrastrarse por el suelo. Intentaba aferrarse a ella, que se retiró al último rincón de la cueva. Sus manos arañaban la tierra y su rostro fue adquiriendo una palidez cadavérica. Abierta la boca, mostraba una lengua hinchada y ennegrecida. No logró alcanzarla. En un último estertor quedó enroscado sobre sí mismo, como si hubiera vuelto al mismísimo vientre materno. 
DESPEDIDA





Te fuiste tan deprisa

que no me dio ni tiempo de decirte un adiós.
Ni tiempo de besarte,
ni tiempo de entregarte un pequeño recuerdo
para reconocerte,
para poder hallarte entre los que se fueron
y perdieron su rostro,
para recuperarte
para desanudarte la pesada mordaza
que supone el olvido,
y volver a tenerte
y volver a estrecharte,
volver a hablar contigo con los ojos del alma
sin precisar palabras.


Te fuiste tan deprisa
que parece mentira que ya no estés aquí,
que no estés escondida en un simple destello,
disfrazada de encina
u oculta entre la niebla del nuevo amanecer,
desmigada en las cosas,
disuelta en los sonidos,
brillando en la pupila de algún niño
o en el pujante brote de los bulbos en flor.

Te fuiste tan deprisa,
tan rauda fue tu huida,
que empiezo a sospechar 
que fingiste tu marcha para poder quedarte,
para así entronizarte,
para perpetuarte viva en nuestro interior.

LA VIEJA DEL FARO





               Volvía cada día al faro sin recordar ya su vida anterior. ¿Hubo otra vida o había visto por primera vez la luz frente a aquel mar que la reflejaba como un espejo? Le gustaba volar hacia la confusa línea del horizonte, difuminada en dos tonos de azul. Pero esto era con su imaginación porque el horizonte era algo que se alejaba siempre, aun permaneciendo inmóvil en el espacio. Sólo su mente la permitía acercarse a aquel punto de fuga. Su cuerpo estaba demasiado cansado y no disponía ni de una miserable barca. Y sin embargo era capaz de sobrevolar las olas como el más moderno de los yates, superando la velocidad de la luz.

            Aquella mañana voló como siempre a caballo de las blancas crestas de espuma, patinando sobre el agua plateada. Intentaba recordar algo de su vida: quién era, cómo se llamaba, si había algún afecto que la uniera a la existencia. Pero alguien había pasado un borrador sobre el encerado de sus recuerdos y no lo consiguió. De pronto notó algo distinto, una luminosidad perfecta que la envolvía más allá del tiempo y del espacio. Se hundió en una paleta de azules, flotando en el celeste, en el índigo o en el cobalto del mar, acercándose al fin a aquella línea de unión. ¿La entrada misteriosa a otro universo? No había imaginado que fuera posible jugar al escondite con las gaviotas, ni que pudieran acariciarte peces de mil colores. Disolverse en la luz era una gozosa sensación. Ya no era la vieja del Faro. Era la ingravidez: sístole y diástole de todo lo creado. Era el amor. Su sangre, transmutada en energía luminosa, daba impulso a los planetas y los hacía girar. Y la vida y la muerte se confundían, se alternaban sin principio ni fin. Convertida en un presente sin secuencia, cobró sentido por fin la eternidad.

Muy cerca, en un mugriento transistor, Machín cantaba “Dos gardenias” y un hombre descargaba de una furgoneta unas cajas de botellas. Ruidos vacíos de significado. Ruidos lejanos, amortiguados por la distancia que hay entre lo cotidiano y lo eterno.  El móvil, su móvil, le mandaba mensajes de algún espacio raquítico y sin importancia. Sabía que en alguna parte seguían reclamando su presencia, pero si puedes elegir, ¿vas a abandonar el Palacio para volver a la caverna?

            Por la tarde, con el sol escondiéndose a su espalda tras las montañas, alguien dio la voz de alarma:

            -¡Llamen a un médico!

            Inútil petición. La vieja del Faro había muerto.




El camino más largo


La escuela de la señorita Felisa estaba en el interior de un piso lóbrego, situado en un edificio vecinal de dos plantas. La escalera estrecha y oscura, con pasamanos de hierro, lucía casi con orgullo los desconchones y las manchas de sus paredes, que nadie había pintado en muchos años. No me gustaba el sitio y me asustaba la profesora, pequeña y malhumorada, perennemente vestida de negro, con los cabellos blancos y ralos, anudados en la nuca en un descuidado moño. Yo no había cumplido los cuatro años y era incapaz de hacer los palotes que me ordenaba como única y tediosa tarea. Interminables planas de rayitas, que empezaban más o menos rectas y se iban torciendo como resultado de mi torpeza, desgana o aburrimiento, vaya usted a saber.

La señorita Felisa contemplaba horrorizada los garabatos, los tachones o mis intentos de borrar con saliva, que sólo conseguían agujerear el papel. Mostraba mi sucio cuaderno a la clase y golpeaba mi mano con una regla de madera, que más que dolor físico me infligía una humillación difícil de superar. Todos eran mayores que yo y dominaban el envidiable arte de la línea recta, y las ahogadas risitas que me dedicaban me hacían desear algún terrible cataclismo que los borrara del mundo, acompañados por aquella viejuca malhumorada. Era la única solución que se me ocurría para liberarme de su presencia y de la odiosa labor de los palotes.

A mi lado se sentaba una niña, Marta, un par de años mayor que yo. Era la única que se dignaba a dirigirme la palabra. Trataba de animarme cuando me veía a punto de llorar por la impotencia y me aseguraba, cargada de experiencia, que aprendería a hacer los palotes y hasta a escribir. Su familia tenía una carnicería, con casa en la trastienda, en una calle cercana a la escuela. Mi padre y yo recogíamos a mi amiga de camino al colegio y las dos compartíamos bromas y confidencias, cosa imposible en clase bajo la vigilancia de la señorita Felisa. Pero aquello no duró mucho porque un día mi padre decidió cambiar el recorrido, arguyendo que tenía prisa, y cogió un atajo para dejarme en el portal de la escuela, poniendo así fin a los inocentes juegos con mi amiga. 

A partir de entonces no volvimos a recoger a Marta y yo elaboré un arriesgado plan. Una mañana, subí como siempre el primer tramo de escalera, me volví para despedirme de mi padre y desaparecí de su vista en el recodo. Allí me detuve y esperé con el corazón palpitante de angustia, agazapada en los peldaños. Después de unos minutos, que me parecieron eternos, volví a ponerme en pie y con mucho cuidado me asomé para mirar el portal. Estaba desierto. Más tranquila, bajé sigilosamente y salí con mil precauciones a la calle. No se veía a nadie. El corazón saltaba como un loco en mi pecho, pero esta vez de alegría. Respiré a pleno pulmón el aire fresco de la mañana y emprendí el camino hacia la carnicería de mi amiga. 

Mis días cambiaron. Cada mañana mi padre me dejaba en el portal y cada mañana yo emprendía el "camino más largo" en busca de Marta, tras esperar a que él desapareciese. Día a día me hacía más arriesgada y una mañana repetí, ya de forma rutinaria, mi conato de subir la escalera, esperé unos segundos y salí a la calle sin mirar previamente. Balanceando mi pequeño cabás, me dirigí a la carnicería de mi amiga sin sospechar siquiera que mi padre me contemplaba boquiabierto desde la otra acera. Apenas caminé unos metros, cuando él surgió ante mí con todo el empaque de un juez implacable. 

-¿Adónde vas? - preguntó con una voz de trueno. 

Balbuceé algo sobre el “camino más largo”, sobre mi amiga, disculpas y lamentaciones inconexas que sabía destinadas al fracaso. Él me tomó de la mano, ignorando mis lágrimas, me llevó a rastras hasta mi casa y me hizo acostar con las persianas bajadas y la luz apagada para el resto del día. Era el castigo habitual para las faltas importantes. 

A partir de entonces encontrar el “camino más corto” se convirtió en la primera regla de mi vida. 

No creo haberlo conseguido.





EL TIEMPO



El péndulo del tiempo cayó herido de muerte
y enmudecieron los altos campanarios.
Las aguas de los ríos contemplaron absortas
las orillas
y los copos de nieve quedaron detenidos
en el aire.

El sol no persiguió a la luna alrededor del mundo
porque olvidó cual era su camino,
la luz y las tinieblas faltaron a su cita
y los enamorados quedaron en suspenso
a la espera de un beso,
pues un te quiero enmudeció en sus labios.

No supieron despertar los durmientes
y los insomnes contemplaron un rebaño de ovejas.
El escritor suspendió su relato de un suicidio
con la protagonista colgada de un alfeizar,
y una nana calló en su nota más tierna.

La esperanza enojada reparó la hecatombe
y la luz y la sombras se alternaron de nuevo
y otra vez los pequeños jugaron con la nieve
y los besos volvieron a sellar juramentos.

Y a mi alma retornó la ilusión de encontrarte
aunque el momento ansiado esté fuera del tiempo.