FRAGMENTO DE "CHAMA"
(CUENTOS DEL OTRO LADO)
Chama, refugiada
en su precaria vivienda, acostó a sus hijos y preparó la cena de Nakuk. Luego
lió un fardo con comida y algunos enseres y lo escondió entre unos arbustos.
Llenó un cuenco con agua y echó dentro el contenido de una bolsa que llevaba
oculta entre los pechos. Eran unas hierbas y hongos que había recogido cuando
oyeron hablar por primera vez de la llegada de los hombres blancos. Conocía
bien las propiedades de aquella mezcla que les habría evitado a los suyos caer
vivos en manos de los invasores. Ahora el veneno tendría un único destinatario.
Agitó bien el cocimiento y lo puso ante el plato de Nakuk en el momento en que
éste entraba en la gruta.
- No voy a comer
nada - dijo él, dirigiéndose a donde dormían los niños.
Chama
le miró muy seria. Luchaba por contener el temblor de sus manos y el corazón
saltaba en su pecho tan violentamente que temía que Nakuk pudiese oír sus
latidos. Lo veía inclinarse sobre Xacnite y por un momento le pareció que sus
ojos estaban llenos de lágrimas.
-¿No tienes sed? -
le preguntó Chama con una voz que le llegó de muy lejos. Ajena, desconocida.
Él se volvió. La
mujer le ofrecía suplicante el cuenco y sintió compasión de aquella pobre madre
desesperada. Tomó la escudilla que ella le tendía, reteniendo sus manos un
instante, y luego bebió hasta la última gota del líquido. De pronto se llevó la
mano al pecho, la miró y un gesto de asombro se dibujó en sus ojos
desorbitados.
-¿Qué has...? -
balbuceó Nakuk, pero no pudo terminar la frase. Retorciéndose en el suelo como
un animal herido, lanzaba gemidos que subían gradualmente de intensidad.
Chama, pegada a la
pared, lo contemplaba con horror. ¿Y si alguien le oía? ¿Y si descubrían su
crimen, aún antes de que fuera consumado? Lo vio arrastrarse por el suelo.
Intentaba aferrarse a ella, que se retiró al último rincón de la cueva. Sus
manos arañaban la tierra y su rostro fue adquiriendo una palidez cadavérica.
Abierta la boca, mostraba una lengua hinchada y ennegrecida. No logró
alcanzarla. En un último estertor quedó enroscado sobre sí mismo, como si
hubiera vuelto al mismísimo vientre materno.
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