Jamás había estado en aquella ciudad devastada. Sólo la
luna y las cercanas explosiones la iluminaban. La mayoría de los edificios se
habían derrumbado y las huellas de los proyectiles y de las bombas en las
fachadas, los cristales rotos, la falta absoluta de signos de vida, todo ello
ponía de manifiesto que sus moradores habían huido a un sitio más seguro. Lo
difícil era que hubieran podido encontrarlo porque seguían oyéndose las
descargas de misiles y ametralladoras, y los aviones sobrevolaban
incesantemente la zona evacuando su mortal excremento. La mujer se preguntaba
cómo habría llegado hasta allí, y seguía caminando por entre las ruinas porque
alguien la esperaba, aunque hubiera olvidado quién. En el centro de la
destrozada urbe, un hotel, que en tiempos fuera un elegante alojamiento para
turistas y que ahora tenía el mismo aspecto maltrecho del resto de las
viviendas, permanecía milagrosamente en pie. En el vestíbulo se amontonaban los
sacos terreros y un montón de trastos inservibles, y, repartidas por las mesas
y el mostrador de recepción, las velas y lámparas de petróleo suplían la falta
de fluido eléctrico. En un rincón del hall
cuatro personajes se sentaban alrededor de una mesa. Junto a ellos había unos
barreños con agua y unas ropas manchadas de sangre. Seguramente habían atendido
allí a algún herido. Antes de acercarse, los observó sin ser descubierta: Un
joven barbudo, tocado con un blanco turbante, una mujer cubierta por un burka,
un hombre maduro de larga barba e imponente fisonomía, y... Hassan Liaqat. En
aquel momento recordó que era la persona con quien debía entrevistarse, y le
sorprendió el hecho de que encajara perfectamente con la idea que de él se
había formado: de mediana edad y aspecto enfermizo, llevaba el largo cabello
entrecano, recogido con una cinta en la nuca y vestía un sencillo atuendo
deportivo.
-Hassan - lo llamó.
Él levantó la cabeza y le indicó, apenas sin mirarla, un
taburete para que se sentara con ellos. Sobre la mesa, había cuatro medallones
con unos caracteres en árabe. Era la tarjeta de presentación, y ella depositó
el suyo, idéntico, junto a los otros. Entonces la mujer se levantó el sudario y
la sonrió dulcemente. Muy morena de tez, tenía unos hermosos ojos oscuros. Los
otros dos hombres inclinaron la cabeza en un respetuoso gesto de bienvenida.
-¿Estás bien? - le preguntó inquieta a Hassan. Había temido
incluso por su vida.
Él asintió y explicó que apenas tenían tiempo. No
tardarían en llegar.
-Oí aquellos gritos y pensé... - balbuceó ella, y luego
señalando las telas manchadas de sangre - ¿Te han herido?
-No - se iluminó el rostro de Hassan con una sonrisa -
Los gritos y la sangre son de una mujer que acaba de dar a luz a una criatura.
En medio de la muerte: la vida. Es así.
(FRAGMENTO DE "LA CONJURA DE LOS SABIOS")
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