LA VIEJA DEL FARO
Volvía cada día al faro sin recordar ya su vida anterior.
¿Hubo otra vida o había visto por primera vez la luz frente a aquel mar que la
reflejaba como un espejo? Le gustaba volar hacia la confusa línea del
horizonte, difuminada en dos tonos de azul. Pero esto era con su imaginación
porque el horizonte era algo que se alejaba siempre, aun permaneciendo inmóvil
en el espacio. Sólo su mente la permitía acercarse a aquel punto de fuga. Su
cuerpo estaba demasiado cansado y no disponía ni de una miserable barca. Y sin
embargo era capaz de sobrevolar las olas como el más moderno de los yates, superando
la velocidad de la luz.
Aquella
mañana voló como siempre a caballo de las blancas crestas de espuma, patinando
sobre el agua plateada. Intentaba recordar algo de su vida: quién era, cómo se
llamaba, si había algún afecto que la uniera a la existencia. Pero alguien
había pasado un borrador sobre el encerado de sus recuerdos y no lo consiguió.
De pronto notó algo distinto, una luminosidad perfecta que la envolvía más allá
del tiempo y del espacio. Se hundió en una paleta de azules, flotando en el celeste,
en el índigo o en el cobalto del mar, acercándose al fin a aquella línea de
unión. ¿La entrada misteriosa a otro universo? No había imaginado que fuera
posible jugar al escondite con las gaviotas, ni que pudieran
acariciarte peces de mil colores. Disolverse en la luz era una gozosa
sensación. Ya no era la vieja del Faro. Era la ingravidez: sístole y diástole
de todo lo creado. Era el amor. Su sangre, transmutada en energía luminosa,
daba impulso a los planetas y los hacía girar. Y la vida y la muerte se
confundían, se alternaban sin principio ni fin. Convertida en un presente sin
secuencia, cobró sentido por fin la eternidad.
Muy cerca, en un mugriento
transistor, Machín cantaba “Dos gardenias” y un hombre descargaba de una
furgoneta unas cajas de botellas. Ruidos vacíos de significado. Ruidos lejanos,
amortiguados por la distancia que hay entre lo cotidiano y lo eterno. El móvil, su móvil, le mandaba mensajes de
algún espacio raquítico y sin importancia. Sabía que en alguna parte seguían
reclamando su presencia, pero si puedes elegir, ¿vas a abandonar el Palacio
para volver a la caverna?
Por
la tarde, con el sol escondiéndose a su espalda tras las montañas, alguien dio
la voz de alarma:
-¡Llamen
a un médico!
Inútil
petición. La vieja del Faro había muerto.
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