PRÓLOGO DE NOVELA
No sé qué hacer, porque me sigue a todas partes. Cuando
paseo al perro, cuando leo un libro, cuando cocino, incluso cuando trato de
coger el sueño, cansada de las idas y venidas del día. Se llama Babel. Es un
nombre raro, lo sé, pero en realidad fui yo quien la bauticé, poniendo de
manifiesto, quizá, mi propia confusión y también porque ella me ha asegurado
que quiere ocultar su verdadera identidad: lleva mucho tiempo huyendo de su
pasado.
Tiene casi setenta años y es una anciana atractiva,
aunque no se acicale ni vista ropa de marca, es más bien descuidada en su
atuendo. Unos viejos vaqueros y un jersey amplio cubren un cuerpo tal vez
excesivamente delgado, ágil todavía. Nunca se ha teñido, su cabello es gris,
rizoso, y constituye el marco ideal
para su cutis claro y unos ojos azul metálico. Ha sido una mujer hermosa. La
frente amplia, los labios carnosos y un óvalo perfecto guardan el recuerdo de
un rostro clásico y atrayente, a pesar de las arrugas de su cuello y de las
comisuras de su boca que, como flechas, señalan hacia abajo. Pero no sé por
qué me molesto en describirla, puesto que soy yo quien la ha creado. La he
hecho orgullosa de sí misma y de su actitud ante la vida, a pesar de los dolorosos
acontecimientos que padeció en España a finales de los años sesenta y que la
hicieron trasladarse a París. Ha conseguido tener la mejor tienda de
antigüedades de la ciudad de la luz en Montmatre. Es respetada y admirada por
muchos, sobre todo por Adele, la persona que la ha ayudado en todo y comparte su vida.
Un día descubre una noticia en el
periódico, encabezada por la fotografía de una joven recientemente desaparecida.
La muchacha es americana, hija de una conocida actriz, y Babel contempla con sorpresa
que es su vivo retrato de hace cincuenta años. Compara esa imagen con fotos de
cuando ella era joven y comprueba que ambas parecen la misma persona. La
lectura de la noticia rompe la paz que Babel creía haber conseguido por fin.
La verdad es que yo había abandonado
esta historia y ahora ella quiere que la continúe. Se embarca en interminables
monólogos, animándome a ello a cualquier hora del día o de la noche. Esta mañana,
al despertarme, la he descubierto sentada a los pies de mi cama.
-¿Qué haces aquí?- le he preguntado
pacientemente- Vives en París.
-No - me contesta ella con cierta
altanería-. Vivo en tu mente.
Y así ha empezado todo.
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