ENCUENTROS





Te encuentro en los efímeros momentos
de la esquina del tiempo.
Allá donde la amnesia de los días perdidos
te cubre con la escarcha del otoño.

Y ya no eres quien eras.
Has perdido la piel de dios de la utopía
y al hacer inventario del pasado
se mezclan en la bruma
los inventos y el hambre no saciada.
Aunque lo cierto es que también soy otra,
y no me reconozco en quien tejía
sueños como Penélope su manto,
para romperlos luego en la vigilia.

Mas sabes que el relato pudo ser muy distinto.
Lo sabes, aunque temas y no mires de frente,
aunque solo nos duela lo que no hemos vivido
y la distancia calle las protestas.

He dejado el deseo almacenado
al fondo del desván de fracasos exiguos.
Frustraciones ridículas y pobres desengaños  
cubiertos por las telas de arañas perezosas
que ni acabar quisieron su trabajo.

Y en medio del silencio de las noches,
cuando vuelven los años a correr por la almohada,
tú clavas en mis ojos tus pupilas de agua
y me dices: cumpliremos los sueños otro día.   



FINAL DE "MUJER DEL SOMBRERO CON FLOR".
(CUENTOS DEL OTRO LADO)





            En la otra estancia no había más que una pareja de mediana edad, enfrascada en la contemplación de los autorretratos, que ni siquiera se volvió para mirarla. Ella se acercó trémula. Ahora el pintor la observaba con decenas de ojos, todos ellos inmóviles y torturados. Van Gogh con sombrero de campesino, Van Gogh con su pelo anaranjado y crespo, Van Gogh con su oreja vendada, Van Gogh suplicando ayuda al espectador para acabar con su insoportable soledad. La Mujer se sintió invadida por un mórbido sentimiento de amor que estremeció todas las fibras de su ser. Sus ojos estaban anegados en lágrimas y le pareció que la sala entera se había iluminado como resultado de algún efecto mágico. Ella estaba dentro de aquellos autorretratos, podía ver su propio rostro en las líneas concéntricas que rodeaban la imagen del pintor, podía adivinarse en el interior de las lúcidas pupilas del artista. Era cada uno de los astros de “La Noche Estrellada”, cada uno de los brillantes “Girasoles” que aquí y allá atraían las miradas, cada una de las vidrieras de “La Iglesia de Auvers”. Hasta el doctor Gachet palpitaba en su interior, sintiéndose unida a él en una gozosa compasión. Ya no precisaba explicaciones porque todo estaba allí: El gozo y la desesperación, la soledad y la unión, la realidad y la ficción, la vida y la muerte. Todo era lo mismo. Y el saber que pertenecía a un plan tan ingente, a la mente genial del auténtico Van Gogh, hacía vibrar cada una de las pinceladas que componían su figura. Qué importaba que el verdadero autor se le escondiera; sus innumerables rostros estaban ante ella y sus expresiones se habían dulcificado. En todas ellas había una amorosa invitación. Se sintió flotar sobre la sala y sobre aquellos dos espectadores, que aunque no hubieran advertido siquiera su presencia, también la pertenecían, también formaban parte de la magna pintura.
           Se tendió junto a los aldeanos en “La siesta” y revoloteó jubilosa entre los fanales del “Café de noche”. Luego, dulcemente, temblando de dicha, se fundió con las espirales que rodeaban los autorretratos de Van Gogh. Mientras se desvanecía sintió un enervante desfallecimiento...
           La pareja madura se encaminó despacio a las escaleras y en la sala de al lado Eloy contempló boquiabierto el cuadro de “Mujer del Sombrero con Flor”. Estaba vacío.
             El silencio lanzaba al aire su inimitable melodía. Reinaba la paz y el doctor Gachet languidecía eternamente en su tela.

PRÓLOGO


                Me está pasando algo muy extraño. Normalmente si alguien te pide ayuda, te explica qué es lo que necesita y tú accedes a ello siempre que esté dentro de tus posibilidades. Lo que no es muy frecuente es que la gente acuda a ti y no te aclare qué es lo que quiere. Hablo de dos jóvenes. Él es alto, moreno, atractivo, con unos ojos oscuros y soñadores. La primera vez que lo vi me dijo que nos conocimos hace años, que he envejecido pero que le gusto  más ahora. Le agradecí el cumplido, que el espejo en su mezquindad no quiere regalarme, y le escuché. Tiene una voz cálida, adornada por un ligero acento catalán, ya que ha nacido en Girona y ha vivido allí desde los cinco años. Se llama Nadhir Dahmani y ha cumplido los treinta. Ha estudiado la carrera de medicina, está especializado en Cirugía y fue el número uno de su promoción. Ahora mismo está en Gaza, atendiendo con una ONG la terrible crisis humanitaria que han ocasionado los bombardeos del gobierno de Israel sobre los palestinos. Pero se irá pronto. Según me dijo, nunca se queda mucho tiempo en el mismo sitio. Hace un par de meses estaba en Betou, al norte del Congo. Formaba parte de Médicos sin Fronteras.
            -Necesito tu ayuda. Ya sabes que tengo un problema - afirmó muy serio.
         No, no sabía a qué problema se refería, pero preferí no hacer preguntas. Parecía tan seguro de que nos conocíamos que confié en que él mismo aclararía mis dudas en alguno de sus encuentros. Por ejemplo me he enterado de que su madre sigue viviendo en Girona.
¿Sigue viviendo?
Se llama Fátima. Es una auténtica locura, pero hay detalles que me resultan familiares. Forman parte de una historia que escribí hace más de veinte años. Claro que en esa novela anticipé la terrible crisis que está viviendo ahora la humanidad y sigo sin saber cómo lo hice.
Nadhir suele esperarme en la puerta de casa o en el supermercado cuando voy a comprar. Hoy lo he visto por última vez.
-Empiezo a pensar que estoy enloqueciendo - le he dicho algo irritada -. Es imposible que, como tú aseguras, estés en Gaza y aquí hablando conmigo.
Él no ha contestado. Sonreía. No he tenido más remedio que preguntarle en qué podía ayudarle y me ha respondido sin abandonar la sonrisa:
-Tienes que contar mi historia.
-¿Tu historia? No la conozco.
-Pero eres escritora. Y los escritores cuentan historias.
A continuación se ha despedido. Ha pasado una semana y no he vuelto a verlo.
            He dicho que son dos jóvenes. La otra es una chica. Tiene como Nadhir treinta años y se llama Norah Adams. A ella no la he visto nunca, pero me ha llamado al móvil varias veces. Ha nacido en Fort de France, en la isla Martinica, pero lleva viajando más de cuatro años. Es fotógrafa, tiene varios premios internacionales y colabora en periódicos y revistas. Se mueve siempre por zonas en conflicto. Ahora hace un reportaje en Ucrania. No dice como Nadhir que me conoce pero, según ella, soy la única persona que puede ayudarla. Y asegura que tiene un problema. Esta mañana me ha despertado temprano. Se ha disculpado por la hora y me ha soltado sin más preámbulos que tengo que contar su historia.
            -¿Conoces a Nadhir Dahmani? – le pregunto.
            -¿Tendría que conocerlo?
            -Él también quiere que cuente su historia.
            Se ha hecho el silencio al otro lado del hilo. Debía de estar pensando una respuesta. ¿He oído un suspiro? Después su voz sonaba distinta. ¿Temerosa?
            -Somos nueve los que necesitamos que escribas nuestra historia.
            -¿Nueve? Pero, ¿qué dices?
            Me ha interrumpido. Tiene una cita, se le ha hecho tarde, no puede seguir hablando. Yo he protestado. No entendía nada.
Ha sido inútil. Ya había colgado.






A UN GATO

(Jorge Luís Borges)



No son más silenciosos los espejos 
ni más furtiva el alba aventurera; 
eres, bajo la luna, esa pantera 
que nos es dado divisar de lejos. 
Por obra indescifrable de un decreto 
divino, te buscamos vanamente; 
más remoto que el Ganges y el poniente, 
tuya es la soledad, tuyo el secreto. 
Tu lomo condesciende a la morosa 
caricia de mi mano. Has admitido, 
desde esa eternidad que ya es olvido, 
el amor de la mano recelosa. 
En otro tiempo estás. Eres el dueño 
de un ámbito cerrado como un sueño.



EL LUGAR DE LAS COSAS INVISIBLES

    
        Desde que se fue para siempre de nuestro lado pasé muchas noches soñando con ella. La veía tan hermosa como cuando vivía, me contaba historias, me preguntaba por familiares y amigos, me decía que estaba bien – aunque no precisara dónde – o compartíamos ambas extrañas aventuras. El despertar era duro porque yo siempre terminaba creyendo que su vuelta era real. Luego, poco a poco, los sueños se fueron espaciando, siendo sustituidos por la torturante sensación de que su rostro comenzaba a borrarse de mi memoria.

            Por eso aquella noche, al verla, me dije que esta vez no me dejaría engañar. La nostalgia por ella había elaborado en mi mente una nueva alucinación onírica. Estaba preciosa, su belleza y juventud se habían intensificado a pesar de los años transcurridos. Sonreía feliz y cuando repetí tozudamente que aquello era un sueño, ella afirmó con suavidad: “No es un sueño, mamá, no es un sueño”.

        La acompañaba una pareja, hombre y mujer desconocidos que corroboraron lo que ella decía. Tanto insistieron los tres que al final me convencieron. Me sentía tan feliz. ¡Esta vez era real! ¡Por fin había vuelto! Su ausencia había sido larga y dolorosa, pero su presencia sanaba cualquier herida. Mientras me mostraban un círculo perfecto en medio del azul del cielo, alguien dijo: “El lugar de las cosas invisibles”, y como a través de un gigantesco telescopio contemplé un valle apacible brillantemente iluminado.

      Desperté justo en ese momento. ¡Qué estúpida había sido, yo tenía razón! También en esta ocasión la había soñado y lloré con amargura como si hubiera vuelto a perderla. Aún no había amanecido y me sobresaltó la llamada de mi teléfono móvil. Me avisaban de que mi madre, que sufría un ligero resfriado hacía días, había empeorado gravemente durante la noche.

Falleció esa misma tarde. 

Al cabo de un par de semanas inauguré este blog como homenaje a ellas,  mi hija y mi madre, utilizando el nombre de "El lugar de las cosas invisibles".