FINAL DE "MUJER DEL SOMBRERO CON FLOR".
(CUENTOS DEL OTRO LADO)
En la otra
estancia no había más que una pareja de mediana edad, enfrascada en la
contemplación de los autorretratos, que ni siquiera se volvió para mirarla.
Ella se acercó trémula. Ahora el pintor la observaba con decenas de ojos, todos
ellos inmóviles y torturados. Van Gogh con sombrero de campesino, Van Gogh con su
pelo anaranjado y crespo, Van Gogh con su oreja vendada, Van Gogh suplicando
ayuda al espectador para acabar con su insoportable soledad. La Mujer se sintió invadida por
un mórbido sentimiento de amor que estremeció todas las fibras de su ser. Sus
ojos estaban anegados en lágrimas y le pareció que la sala entera se había
iluminado como resultado de algún efecto mágico. Ella estaba dentro de aquellos
autorretratos, podía ver su propio rostro en las líneas concéntricas que
rodeaban la imagen del pintor, podía adivinarse en el interior de las lúcidas
pupilas del artista. Era cada uno de los astros de “La Noche Estrellada ”,
cada uno de los brillantes “Girasoles” que aquí y allá atraían las miradas,
cada una de las vidrieras de “La
Iglesia de Auvers”. Hasta el doctor Gachet palpitaba en su
interior, sintiéndose unida a él en una gozosa compasión. Ya no precisaba
explicaciones porque todo estaba allí: El gozo y la desesperación, la soledad y
la unión, la realidad y la ficción, la vida y la muerte. Todo era lo mismo. Y
el saber que pertenecía a un plan tan ingente, a la mente genial del auténtico
Van Gogh, hacía vibrar cada una de las pinceladas que componían su figura. Qué
importaba que el verdadero autor se le escondiera; sus innumerables rostros
estaban ante ella y sus expresiones se habían dulcificado. En todas ellas había
una amorosa invitación. Se sintió flotar sobre la sala y sobre aquellos dos
espectadores, que aunque no hubieran advertido siquiera su presencia, también
la pertenecían, también formaban parte de la magna pintura.
Se tendió junto a
los aldeanos en “La siesta” y revoloteó jubilosa entre los fanales del “Café de
noche”. Luego, dulcemente, temblando de dicha, se fundió con las espirales que
rodeaban los autorretratos de Van Gogh. Mientras se desvanecía sintió un
enervante desfallecimiento...
La pareja madura
se encaminó despacio a las escaleras y en la sala de al lado Eloy contempló
boquiabierto el cuadro de “Mujer del Sombrero con Flor”. Estaba vacío.
El silencio
lanzaba al aire su inimitable melodía. Reinaba la paz y el doctor Gachet
languidecía eternamente en su tela.
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