EL LUGAR DE LAS
COSAS INVISIBLES
Desde que se fue para siempre de
nuestro lado pasé muchas noches soñando con ella. La veía tan hermosa como
cuando vivía, me contaba historias, me preguntaba por familiares y amigos, me
decía que estaba bien – aunque no precisara dónde – o compartíamos ambas extrañas
aventuras. El despertar era duro porque yo siempre terminaba creyendo que su
vuelta era real. Luego, poco a poco, los sueños se fueron espaciando, siendo
sustituidos por la torturante sensación de que su rostro comenzaba a borrarse de mi memoria.
Por eso aquella noche, al verla, me
dije que esta vez no me dejaría engañar. La nostalgia por ella había elaborado en mi mente una nueva alucinación onírica. Estaba preciosa, su belleza y juventud se habían
intensificado a pesar de los años transcurridos. Sonreía feliz y cuando repetí
tozudamente que aquello era un sueño, ella afirmó con suavidad: “No es un
sueño, mamá, no es un sueño”.
La acompañaba una pareja, hombre y
mujer desconocidos que corroboraron lo que ella decía. Tanto
insistieron los tres que al final me convencieron. Me sentía tan feliz. ¡Esta
vez era real! ¡Por fin había vuelto! Su ausencia había sido larga y dolorosa,
pero su presencia sanaba cualquier herida. Mientras me mostraban un círculo
perfecto en medio del azul del cielo, alguien dijo: “El lugar de las cosas
invisibles”, y como a través de un gigantesco telescopio contemplé un valle
apacible brillantemente iluminado.
Desperté justo en ese momento. ¡Qué estúpida había sido, yo
tenía razón! También en esta ocasión la había soñado y lloré con amargura como si hubiera vuelto a perderla. Aún no había amanecido y me
sobresaltó la llamada de mi teléfono móvil. Me avisaban de que mi madre, que sufría un ligero resfriado hacía días, había empeorado gravemente durante la noche.
Falleció esa misma tarde.
Al cabo de un par de semanas inauguré este
blog como homenaje a ellas, mi hija y mi madre, utilizando el nombre de "El lugar de las cosas invisibles".
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