A LUIS EDUARDO AUTE




Recuerdo aquellas tardes en tu estudio.
Se nos colaba un sol de primavera
por el balcón de tu casa en Rosales.
Tenías la belleza de un héroe del Olimpo
al rasguear las cuerdas de tu vieja guitarra.
Desde múltiples lienzos la hermosura materna
observaba nuestras charlas impúberes
y la ciega esperanza en un futuro
que despejara sombras de aquel largo presente,
que oscurecía abriles e ilusiones.

Yo andaba enamorada de un muchacho
al que tú retratabas, utilizando pardos y morados.
Pero nada más lejos de la melancolía
de una Semana Santa sin canciones.
Mientras sobrias familias recorrían
los túmulos marchitos de terciopelo oscuro
y los niños sonaban sus carracas,
nosotros ideábamos locuras, hundiendo las pupilas
en el verde horizonte del Parque del Oeste.

¿Adónde has ido, Edi, en otro abril robado?
No sé por qué se empeñan en trocarme en adioses
 un mes del calendario donde brota la vida.
Y sin embargo ninguna despedida es para siempre.
En LA BELLEZA de tu actual Olimpo,
A LAS CUATRO Y DIEZ o AL ALBA eterna,
seguirás rasgueando tu guitarra.




  SOY

(JORGE LUÍS BORGES)




Soy el que sabe que no es menos vano
que el vano observador que en el espejo
de silencio y cristal sigue el reflejo
o el cuerpo (da lo mismo) del hermano.

Soy, tácitos amigos, el que sabe
que no hay otra venganza que el olvido
ni otro perdón. Un dios ha concedido
al odio humano esta curiosa llave.

Soy el que pese a tan ilustres modos
de errar, no ha descifrado el laberinto
singular y plural, arduo y distinto,

del tiempo, que es uno y es de todos.
Soy el que es nadie, el que no fue una espada
en la guerra. Soy eco, olvido, nada.

EL BISCUTER

  




            -¿Qué prefieres, una moto con sidecar o un coche?
            -Un coche. La moto es demasiado peligrosa.
            Así es como lo recuerdo, un día papá le dio una sorpresa a mamá, llamándola por teléfono desde la misma fábrica en la que compró el Biscuter. Un sencillo artefacto, con carrocería de color y consistencia de hojalata, que iba a llevar de aquí para allá a seis personas: mis padres y cuatro niños. Calificarlo de "coche" era un tanto pretencioso, era más bien una moto scooter con cuatro ruedas. Había que tirar con energía de una manivela para encenderlo y no contaba con marcha atrás, lo que por otra parte no suponía un grave inconveniente. Dada su liviandad, sus conductores lo levantaban por el parachoques trasero para arrimarlo a la acera. En invierno la gente hacía corro para ver bajar del mínimo vehículo a una familia tan numerosa como la nuestra y cuando hacía calor se quitaba la capota y nos parecía un magnífico deportivo. Tenía solo dos asientos, pero entre estos y la parte de atrás quedaba un pequeño espacio donde mi hermano de ocho años y yo de doce nos sentábamos de lado. El pequeño de tres iba en una sillita plegable delante de mi madre, que a su vez llevaba encima a mi hermana de un par de meses. Sería divertido ver las caras de los actuales creadores de normas de seguridad para llevar a los niños en el coche, si se enfrentaran a semejantes prácticas.
            Papá consideró que dejar el Biscuter aparcado en la calle podía ser una tentación para los ladrones y buscó un garaje cercano para guardarlo. Ya no había que ir al campo en el tranvía, cargados con la tortilla y los filetes empanados, y muchos fines de semana subíamos hasta el puerto de los Leones. En el recorrido debíamos parar varias veces porque el coche se ahogaba y se calaba en el ascenso. Pero no tardamos mucho en encontrar la solución. Mi hermano y yo nos bajábamos, calzábamos las ruedas traseras con piedras, mi padre lo ponía en marcha, retirábamos las piedras y nos subíamos de nuevo a la carrera y en marcha. Toda una aventura.
            El Biscuter creó una red de cordialidad y camaradería, y nos saludábamos con alborozo al cruzarnos con nuestros iguales como si fuéramos descubridores de un nuevo método de locomoción.
            No me gusta nada la nostalgia ni la practico, pero añoro aquella actitud nuestra de disfrutar con lo más sencillo, seguramente fruto de tantas carencias. Nada que ver con la frivolidad de una clase social que actualmente solo busca acumular bienes cada vez más sofisticados e inservibles.

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MISTERIOS INADMISIBLES




      
       Cuando Marie y Juan se conocieron tenían ambos catorce años. Eran primos hermanos, y él se enamoró de ella con todo el dramatismo de la adolescencia. Marie era menuda, con unos ojos almendrados y rasgos delicados que recordaban vagamente a una actriz que él adoraba: Audrey Hepburn. Además, ella venía de París, ciudad que en la década de los sesenta tenía para muchos españoles - no sólo para los jóvenes - el encanto de algo ansiado y desconocido: la libertad.
            
              Juan guardó secretamente una foto de su prima en un libro de poemas que leía a escondidas por la noche. Marie no tardó en echar en falta la foto y la madre de Juan, Dolores, dijo que se la había llevado Pepito, un vecino tímido y enfermizo que miraba a la francesita con ojos de cordero degollado. Ni corta ni perezosa, la madre de Juan acusó a Pepito del robo. De nada sirvieron las protestas de inocencia del susodicho ni de Valeria, su madre, pues todos estaban convencidos de que el culpable era el desmedrado adolescente del cuarto piso.

            Valeria, que practicaba el espiritismo y despertaba una malsana curiosidad entre el vecindario, se presentó un día en la casa de Dolores. "Callad, callad", susurró cuando le abrieron la puerta, "no digáis nada". Y con las manos extendidas, como si hubiera entrado en trance, se dirigió al dormitorio de Juan. Ante el asombro de todos, sacó el libro de poemas de debajo del colchón, lo abrió y agitó triunfante sobre su cabeza la foto de Marie. "Aquí está", exclamó, "Pepito no la había cogido". Nadie supo explicar el misterio y Juan calló su culpa. No podía revelar su amor imposible.

            Han pasado cuarenta años y aquella pasión adolescente no es más que un inocente recuerdo. En una animada fiesta familiar Juan cuenta entre risas el extraño suceso. Sigue sin poderse explicar cómo encontró la foto la vidente, pero desde luego Pepito no tuvo nada que ver porque fue él quien la robó. Hay un denso silencio. Todos parecen incómodos, se remueven, carraspean, rehuyen su mirada. A Juan le sorprende la reacción de los suyos. ¿Ha sido una confesión inoportuna? Y al fin, Dolores, anciana ya, salva el momento con una difícil sonrisa.

            -¿Alguien quiere postre? - exclama - Os he hecho un flan riquísimo.

         Y las risas y conversaciones se reanudan vehementes entre suspiros de alivio.