MISTERIOS INADMISIBLES
Cuando Marie y Juan se conocieron tenían ambos catorce años. Eran primos
hermanos, y él se enamoró de ella con todo el dramatismo de la adolescencia.
Marie era menuda, con unos ojos almendrados y rasgos delicados que recordaban
vagamente a una actriz que él adoraba: Audrey Hepburn. Además, ella venía de
París, ciudad que en la década de los sesenta tenía para muchos
españoles - no sólo para los jóvenes - el encanto de algo ansiado y
desconocido: la libertad.
Juan guardó secretamente una foto de
su prima en un libro de poemas que leía a escondidas por la noche. Marie
no tardó en echar en falta la foto y la madre de Juan, Dolores, dijo que se la
había llevado Pepito, un vecino tímido y enfermizo que miraba a la francesita
con ojos de cordero degollado. Ni corta ni perezosa, la madre de Juan acusó a
Pepito del robo. De nada sirvieron las protestas de inocencia del susodicho
ni de Valeria, su madre, pues todos estaban convencidos de que el culpable
era el desmedrado adolescente del cuarto piso.
Valeria, que practicaba el espiritismo y despertaba una malsana curiosidad
entre el vecindario, se presentó un día en la casa de Dolores. "Callad,
callad", susurró cuando le abrieron la puerta, "no digáis nada".
Y con las manos extendidas, como si hubiera entrado en trance, se dirigió al
dormitorio de Juan. Ante el asombro de todos, sacó el libro de poemas de debajo
del colchón, lo abrió y agitó triunfante sobre su cabeza la foto de
Marie. "Aquí está", exclamó, "Pepito no la había cogido".
Nadie supo explicar el misterio y Juan calló su culpa. No podía revelar su amor
imposible.
Han pasado cuarenta años y aquella pasión adolescente no es más que un inocente
recuerdo. En una animada fiesta familiar Juan cuenta entre risas el extraño
suceso. Sigue sin poderse explicar cómo encontró la foto la vidente, pero desde
luego Pepito no tuvo nada que ver porque fue él quien la robó. Hay un denso
silencio. Todos parecen incómodos, se remueven, carraspean, rehuyen su mirada.
A Juan le sorprende la reacción de los suyos. ¿Ha sido una confesión inoportuna? Y al fin, Dolores, anciana
ya, salva el momento con una difícil sonrisa.
-¿Alguien quiere postre? - exclama - Os he hecho un flan riquísimo.
Y las risas y conversaciones se
reanudan vehementes entre suspiros de alivio.
En algunas ocasiones, el silencio es la mejor, si es que la única, opción.
ResponderEliminarSaludos,
J.
Gracias, José. ¡Qué difícil es aceptar el misterio!
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