Tiernos ojos heridos por el hierro
de escarabajos ávidos de sangre.
Tiernos ojos, ahítos de terrores,
ahogada la inocencia por el miedo.

Preguntas sin respuesta en sus pupilas
dilatadas por rojos resplandores.
Para cada estallido un parpadeo,
un grito de dolor,
una imagen de muerte
detenida en el fondo de límpidas miradas.

Tiernos ojos de niños,
de niños de mil guerras,
soñando con volver al útero materno
para huir del demonio impenitente
del odio
y abandonar la negra compañía
de la sombría muerte.

Tiernos ojos que no idearon juegos,
ni siguieron el vuelo de una mosca,
ni contemplaron el cauce del arroyo.
Tiernos ojos resecos y asombrados,
que ni siquiera derramaron lágrimas
antes de ser cerrados por las bombas.

EL CINE ESPAÑOL

El cine español de los años 50 y 60 me devuelve a una época infantil, embellecida por el paso del tiempo. La primera imagen que me viene a la mente son aquellas tardes de los jueves, tarde de vacación escolar, en los que asistía a un cine del barrio con mi abuela. Vestida de negro de pies a cabeza, viudez permanente y desesperanzada de las mujeres de la época, cargaba con nietos y allegados, que ocupaban con su paciente cuidadora toda una fila de butacas. A partir de las tres o tres y media de la tarde veíamos una y otra vez las dos películas que ofrecía el programa, hasta que la abuela ordenaba la vuelta a casa que obedecíamos a regañadientes. De la mitad del cine para adelante – recomendaba la mujer al acomodarnos. Y aunque todavía éramos pequeños, sabíamos que la oscuridad de las últimas filas, las de los mancos, estaba reservada para los novios; sorprendente permisividad de la dictadura, que sin embargo vigilaba cualquier demostración amorosa en la calle. Lo más probable es que semejante condescendencia dependiese únicamente de los acomodadores del local. El pueblo siempre fue más tolerante que los prebostes del infortunado régimen.
“Bienvenido, mister Marshall”, “Maravillas”, “Los ladrones somos gente honrada”, “La fiel infantería”, “¿Dónde vas Alfonso XII?”, son películas que acuden al reclamo de mi memoria unidas al sabor del bocadillo de mortadela o a furtivos roces con la mano de Roberto – primo de mi mejor amiga, once años, pantalón corto, rizos oscuros, varios centímetros más bajo que yo, y ¡ay!, asombroso parecido a Robert Taylor, circunstancia que lo convirtió inmediatamente en mi primer amor. Reíamos con los diálogos de José Luis Ozores en “Recluta con niño”, o llorábamos con la muerte de Pablito Calvo en “Marcelino, pan y vino”. Las niñas copiábamos los cancanes de Conchita Velasco en “Las chicas de la Cruz Roja”, que crujían estrepitosos en la misa del domingo del colegio, almidonados por nuestras madres con cola de pescado. Y los chicos, no sé, supongo que soñarían con imitar el atractivo de Jorge Mistral o de Vicente Parra. En una España gris y a espaldas del mundo, aquellas tardes de los jueves eran una ventana abierta a la fantasía, al amor, a la música, a la libertad: el escape de una realidad mucho menos atrayente. Cierto es que muchas de las cintas mostraban sin pudor el ardor doctrinal y represivo de la dictadura, pero en muchas otras la voz del pueblo resonaba potente burlando la censura, o se filtraba entre líneas mostrando historias solidarias o dolientes, satíricas o divertidas.
En este momento en que los acontecimientos se suceden a un ritmo vertiginoso y el día de ayer es pasado obsoleto a golpe de teletipo o de sucesos desafortunados de nuestros políticos, volver la vista atrás es un ejercicio imprescindible. Para no cometer errores o para aprender de los ya cometidos. Para entender el momento presente. Para eliminar las telarañas del olvido. En definitiva, para conocernos a nosotros mismos.



Anagrama para mi amado Cortazar








CORTARÉ RAYA AZUL



            Los bordes del libro estaban doblados y amarillentos y por sus márgenes desfilaban a lápiz diminutas palabras, como hormigas en busca de alimento. Del tipo de: “Cuando mi vida acabe, ¿acabará también ese algo que me vive?” En fin, pura mística. ¿Cuántas veces habría leído la novela? Le gustaba sentirse la Maga y hasta enamorarse algunos días de Oliveira. Elaboraba historias imposibles en su mente y las vertía luego en su diario como si fueran tan reales como la existencia. No, mucho más reales. Su existencia era evanescente como el sueño.
            “Cortaré el horizonte con mis manos, la raya azul que une el mar y el cielo. Y miraré allí dentro, bien adentro”.
            Era la última anotación del diario de Lena. La titulaba: Cortaré Raya Azul. Extraño título. Fecha: 12 de noviembre. El 13 de noviembre entró en el mar, se alejó caminando por entre las olas y no volvió nunca.
            Yo me llevé su libro de Rayuela. Al fin y al cabo, cuando lo presenté, yo mismo se lo había dedicado y a ella le habría gustado que lo guardase.  




EL DETECTOR DE METALES

Espero en el aeropuerto para pasar por el arco de metales. Algunos bromean. Otros se impacientan. Los más aguantan resignados. La humanidad aguarda, como en la vida.
Un hombre explota de pronto, vocifera, ¡es humillante tanta sospecha!, ¿a dónde vamos a ir a parar con tanta protección?, ¡qué sociedad tan absurda!, ¡todo está prohibido, todo legislado, todo previsto!
La gente ni lo mira. Siguen todos con sus conversaciones, con sus bromas, pero yo sé que se sienten incómodos.
En el arco todo pita. Antes de pasar me quito el cinturón, me descalzo. Estoy inquieta.
¿Suenan los malos pensamientos? ¿La codicia, la intransigencia, la negatividad?
¿Suena la rebeldía?
            Atravieso el arco, cercada por el silencio. A mi paso nada pita.
Me hicieron obediente hasta la náusea.

Esperemos que vuelva aquel momento en que el tiempo dio paso al infinito