El cine español de los
años 50 y 60 me devuelve a una época infantil, embellecida por el paso del
tiempo. La primera imagen que me viene a la mente son aquellas tardes de los
jueves, tarde de vacación escolar, en los que asistía a un cine del barrio con
mi abuela. Vestida de negro de pies a cabeza, viudez permanente y
desesperanzada de las mujeres de la época, cargaba con nietos y allegados, que
ocupaban con su paciente cuidadora toda una fila de butacas. A partir de las
tres o tres y media de la tarde veíamos una y otra vez las dos películas que
ofrecía el programa, hasta que la abuela ordenaba la vuelta a casa que
obedecíamos a regañadientes. De la mitad del cine para adelante –
recomendaba la mujer al acomodarnos. Y aunque todavía éramos pequeños, sabíamos
que la oscuridad de las últimas filas, las de los mancos, estaba reservada para los novios; sorprendente permisividad de la dictadura, que sin
embargo vigilaba cualquier demostración amorosa en la calle. Lo más probable es
que semejante condescendencia dependiese únicamente de los acomodadores del
local. El pueblo siempre fue más tolerante que los prebostes del infortunado
régimen.
“Bienvenido, mister
Marshall”, “Maravillas”, “Los ladrones somos gente honrada”, “La fiel
infantería”, “¿Dónde vas Alfonso XII?”, son películas que acuden al reclamo de
mi memoria unidas al sabor del bocadillo de mortadela o a furtivos roces con la
mano de Roberto – primo de mi mejor amiga, once años, pantalón corto, rizos
oscuros, varios centímetros más bajo que yo, y ¡ay!, asombroso parecido a
Robert Taylor, circunstancia que lo convirtió inmediatamente en mi primer amor.
Reíamos con los diálogos de José Luis Ozores en “Recluta con niño”, o
llorábamos con la muerte de Pablito Calvo en “Marcelino, pan y vino”. Las niñas
copiábamos los cancanes de Conchita Velasco en “Las chicas de la Cruz Roja”,
que crujían estrepitosos en la misa del domingo del colegio, almidonados por
nuestras madres con cola de pescado. Y los chicos, no sé, supongo que soñarían
con imitar el atractivo de Jorge Mistral o de Vicente Parra. En una España gris
y a espaldas del mundo, aquellas tardes de los jueves eran una ventana abierta
a la fantasía, al amor, a la música, a la libertad: el escape de una realidad
mucho menos atrayente. Cierto es que muchas de las cintas mostraban sin pudor
el ardor doctrinal y represivo de la dictadura, pero en muchas otras la voz del
pueblo resonaba potente burlando la censura, o se filtraba entre líneas
mostrando historias solidarias o dolientes, satíricas o divertidas.
En este momento en que los
acontecimientos se suceden a un ritmo vertiginoso y el día de ayer es pasado
obsoleto a golpe de teletipo o de sucesos desafortunados de nuestros políticos,
volver la vista atrás es un ejercicio imprescindible. Para no cometer errores o
para aprender de los ya cometidos. Para entender el momento presente. Para
eliminar las telarañas del olvido. En definitiva, para conocernos a nosotros
mismos.
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