María José Collado me ha honrado con este premio y contesto a sus preguntas con mi más profundo agradecimiento. Soy muy torpe para esto. Espero hacerlo bien.







1¿Qué personas te alentaron a escribir o influyeron en ello?
Llevo escribiendo desde que era pequeña. Cuentos, novelas o mis propios pensamientos. En mi familia nadie se dedicaba a nada parecido, así que no sé quién pudo animarme.
2¿Por qué abriste un blog?
Comencé a escribir poesía, que nunca lo había hecho, y me pareció un buen medio. Ahora estoy a punto de publicar mi primer poemario.
3¿Te identificas con algún personaje de ficción? 
Cuando era jovencita me encantaba el personaje de Jo de Mujercitas (Louise May Alcott) jajaja, ahora no sabría contestar esa pregunta.
4 Tus escritores favoritos. 
Ahora mismo me encanta Murakami, Cortázar, Galeano, Paul Auster, pero mis gustos cambian. Tienen que ver con el momento que vivo.
5 Libros preferidos
"El péndulo de Foucault" de Umberto Eco, "Un mundo feliz" de Huxley, "1Q84" de Murakami. Son tantos...
6¿Escribes con asiduidad?
Prácticamente a diario.
7¿Has asistido a talleres literarios?
No, nunca.
8¿Cuándo comenzaste a escribir?
Lo he contestado en la primera pregunta. Creo que comencé a escribir al tiempo que comenzaba a leer y en realidad a vivir. Como profesional, escribí mi primera novela para la radio a los 20 años.
9¿Con qué género te identificas más?
Me gusta el realismo mágico en la novela y también el ensayo. Pero sobre todo la poesía .
10¿Tienes alguna recomendación que hacerle a quien comienza a  escribir?
Que no piense en agradar al lector ni en seguir las modas. Ha habido épocas en que todos escribían sobre templarios, otras en que se recreaban ficciones históricas. Lo mejor es ser uno mismo y dejar que sea el corazón quien te dicte la historia.
11¿Algún libro que hayas releído?
Los hermanos Karamazov, La Iliada, algunas partes de El Quijote... Suelo releer los libros que me han impresionado.


LO IMPOSIBLE


Conseguir lo imposible
es detener el curso de las nubes,
olvidar aquellos ojos húmedos,
taladrantes, lejanos,
en un patio tranquilo de la Alhambra,
y a la meiga de Coiro diciendo “tú ya sabes”
sin dejar de mirarme.

Conseguir lo imposible es salir al jardín
para verte de nuevo abrazada a tu encina,
escuchar otra vez la risa incontenible de la abuela,
callejear con pasos diminutos el camino más largo
o salmodiar a dúo con mi madre la tabla del ocho.

Conseguir lo imposible es crear nuevos mundos
donde no haya un esclavo
y donde los caínes escojan por su cuenta
el exilio a la luna como hogar permanente.
Volver a acurrucarme arropada en tus brazos,
borrar los adjetivos que promuevan el odio
y fundir en las fraguas el metal de las armas.

Conseguir lo imposible es trasladar montañas
como ensayo de mi omnipotencia,
ignorar las barreras y los miedos,
que yo misma he creado protegiéndome
y cambiar el incapaz vocablo
por un POSIBLE duradero.
Estable.


LA NOCHE


He hablado con la noche y me ha contado
que no aguanta las sombras.
Se ha vestido de luna pues es muy reservada
y supone una fiesta para ella
el hacer confidencias.

Me ha dicho que la luz la sobrevive
aunque ella no la vea
y que en el plenilunio borra la oscuridad
en que se encuentra inmersa.

Se ha colado en los sueños de durmientes.
Muchos son pesadillas presididas
por cristos torturados desde sus crucifijos.
Arropa a las hetairas con pálidos neones
y reparte cartones
para hoteles de infinitas estrellas.

Dice que también charla con borrachos
y con desesperados que se asoman
a pretiles sin fondo.
Enjuga alguna lágrima tan negra como asfalto
y premia con orgasmos y con llantos de niños
a parejas insomnes que aguardan la mañana.

Y esta última palabra ejecuta la magia
y la luz desvanece a la noche perpleja.
Mientras huye al oeste me grita con voz ronca
que la espere, que vuelve,
que sólo en la negrura más profunda
valora el invidente la claridad ansiada.




EQUILIBRIOS

En el corto camino,

que la lleva al colegio,
no puede pisar raya.
O debe caminar por el bordillo,
como un funambulista
por la cuerda del circo.
Sin red.
Sin protección.
En precoz desafío ante el peligro. 



Y todo es percibido como un juego.
Un juego de rayuela en el abismo.
Aventurado, ignoto.
Reiterada parodia de la vida.

NUESTRO TREN

EN MI RECUERDO


Seguramente me he quedado dormida. Siempre me pasa en el tren cuando voy a trabajar. Me levanto tan pronto… A veces, al llegar a mi parada, me despierta ese chico tan mono que se sienta frente a mí y que me sonríe de vez en cuando. Creo que le gusto. La verdad es que parece que quiere hablarme. Algunos días me dice “hola”, a lo que yo contesto con un movimiento de cabeza porque me da vergüenza mi acento, que se dé cuenta de que no soy de aquí. Además, ¿qué podría hablar con él, si apenas entiendo el español? Lleva siempre una carpeta y entre mirada y mirada hacia donde yo estoy consulta sus apuntes. Debe de ser estudiante. Otro impedimento. Aunque yo estuviese estudiando allá, en Rumania, ahora sólo voy a limpiar por las casas.
Soy una idiota. Me hago ilusiones con un muchacho que me ha saludado en un par de ocasiones. Pero es que me siento tan sola. El otro día les escribí a mis padres diciendo que quiero volver. Me está resultando más duro de lo que creí en un principio.
He perdido el hilo de mis pensamientos. Debí de quedarme dormida, sí, y aún estoy soñando. Estoy metida en una pesadilla porque me siento en medio de una guerra. Ha habido una tremenda explosión y todo el mundo grita. Hay gente destrozada, partida por la mitad a mi alrededor. Y él... Él está en su asiento de siempre, con la carpeta abierta sobre las piernas. Las hojas de los apuntes han volado por todas partes. Tiene sangre en la cabeza, ¡qué horror! Pero no parece preocupado por eso, sino por mí. Me mira, me mira con una extraña expresión... ¿de miedo?
No me gusta este sueño. Porque tiene que ser un sueño.
Junto a mí hay un hombre con las piernas seccionadas a la altura de las rodillas. Tiene los ojos cerrados, pero está vivo porque respira fatigosamente. ¡Dios mío, sácame de aquí!
El chico mono se ha levantado y se acerca a mí intentando no pisar los restos de cuerpos que hay esparcidos por todas partes. Me hace una caricia en la cara. ¿Es una declaración? ¿Qué debo hacer, qué debo decirle? El momento es demasiado horrible para que me haga confidencias. Aunque sea un sueño, es demasiado horrible. Pero le sonrío, y entonces me doy cuenta. Está llorando. Las lágrimas forman surcos en su rostro ensangrentado.
¿No podrían parar esos gritos? Me producen escalofríos.
Han empezado a oírse sirenas de ambulancias o de policía. Me parecía que alguien había encendido la luz, pero, no. Al levantar la cabeza compruebo que no hay techo.
El cielo es luminoso allá arriba, quizá porque él se ha arrodillado frente a mí y apoya la cabeza en mis rodillas. Yo le dejo hacer con mi mano entre las suyas. Me gustaría que su expresión fuese distinta, menos triste, y que no llorase, porque ahora llora como un niño y los sollozos estremecen sus hombros.
¿Por qué sólo llora? ¿Por qué no me habla? Su actitud resulta inquietante.
¿Qué importa que no sepa su idioma? Puedo aprenderlo. Mi estancia en este país será menos dura con él a mi lado. Y estoy segura de que a alguien tan tierno como él, no le importará que me gane la vida limpiando casas.
Aunque quizá estaba equivocada y esto no es un sueño, porque de pronto lo veo todo desde el techo del tren. Todo. También a mí misma. Estoy al lado del hombre que se ha quedado sin piernas, en medio del horror, con ese muchacho tan dulce que llora desconsoladamente y me coge las manos.
Que coge las manos de ese cuerpo que fue mío y que ahora está ahí, igual que los otros, inerte.
No sé lo que ha pasado, pero ya no importa.
La locura, la muerte, la pesadilla se precipitó sobre nuestro tren.
Ahora ya nunca podré decirle cuánto me gustaba.
Y ahora ya nunca volveré a Rumanía.

MUERTES ROBADAS


Me robaron la muerte una madrugada.
Acechaba la peste en los cementerios
cuando me encontraron.
Los ángeles dormían
y la luna cerraba sus pupilas al miedo.
Miles de humillaciones se arrastraban por los arrabales,
revestidas de invierno.
Perseguí a los ladrones
y hallé óbitos ajenos que me quedaban grandes.
Y fui muerto sin muerte, cadáver sin sudario que ponerse.

Hoy me han amanecido las fronteras
sin una sola nube.
El cielo azul ha descendido un poco
y la esperanza ha vuelto.
La empujan cisnes blancos,
que dibujan mi nombre en lápidas de agua.



DEJAS EN MI CONCIENCIA



Dejas en mi conciencia
mil ansias de tu esencia indescifrable.
Apuntas un atisbo de luz y eternidad
y encierras mis preguntas
en túneles oscuros sin salida.

No sé dónde perdí mis alas como Ícaro.
Desde entonces me arrastro cuerpo a tierra,
y esquivo proyectiles que enmudecen y ciegan,
que silencian respuestas a todas mis demandas.

Nadie me preparó para mi nacimiento
y encontré sin señales la senda de la vida.
Tampoco me enseñaron a llorar, sin embargo  
resultan incontables las lágrimas vertidas.

Sin estudiar salieron risas de mi garganta,
palabras de mis labios, besos desde mi alma
y sin maestro alguno alumbré a nuevos seres
que no necesitaron ni una guía minúscula
para hacer su camino.

Nadie me ha apercibido para la ancianidad
y aun así mi organismo día a día me muestra
el indisimulado cansancio de sus células,
que morirán un día como vienen haciéndolo
desde el alba del tiempo, perfectas e inequívocas.

Responden a una ley sin duda inalterable.

Pero en lo más profundo seguirán las preguntas,
las ansias, el suspense,
esa intriga que oculta el desenlace.

Y tú continuarás misterioso, aguardando,
distraído en tus cosas.


SOLEDADES

A veces el amor es una soledad que comparte
con otro desamparo su baúl
en una gira por el norte de España.
Suben  los dos a trenes sin estaciones termini
y buscan el suicidio en unos besos de papel sin lengua,
atormentados.

Duermen en camas king size dos por dos
con edredones de cubitos de hielo.
Sus disputas ahuyentan a las golondrinas
y hay avisos de bomba por todo el edificio.
Me hundes con tu tristeza, dice la soledad desguarnecida.
A veces me merezco una sonrisa, reprocha el desamparo.

Luego, el silencio se sienta vestido de etiqueta
y preside una mesa, donde no hay comensales.
La arena del desierto alfombra los salones
y se rasgan las fotos
de un antiguo paseo por los puentes del Sena.

Tu soledad y la mía las hemos enganchado en el perchero.




(DE "LA CONJURA DE LOS SABIOS")


      

       Se abrochó los pantalones vaqueros sobre las mallas, estremecido por el recuerdo. Sadhu... Los dos se habían apuntado a las clases de ballet del internado, al tiempo que exploraban sentimientos y emociones, exaltados por el secreto y la transgresión de toda norma. Descubrían el placer del amor y de la danza al ritmo de Chaikovski, sintiéndose diferentes y aun superiores al resto de sus compañeros. Los demás, obsesionados por el mundo femenino, tan ajeno al internado, buceaban en vulgares publicaciones y se enfrascaban en charlas groseras que no calmaban sus ansias ni su curiosidad. Sadhu y él se habían fabricado otro universo. Un mundo etéreo, presidido por la música, en el que hasta la lujuria tenía un halo de misticismo.


“Se venden hombres”, había voceado el anciano del sueño como una alusión directa a su vida, marcada por la frivolidad. En los escasos momentos de ocio, se había refugiado en sórdidas relaciones, despertando en camas prestadas y olvidando al momento los rostros y los nombres de sus propietarios. No había vuelto a conocer la pasión fuera del baile. La danza representaba para él una especie de huida, su posibilidad de redención. Tras ensayar durante horas al límite de sus fuerzas, con los músculos doloridos y los pies sangrantes, intentaba una última pirueta y de pronto el cansancio desaparecía; se sentía ligero, grácil, su cuerpo dejaba de estar compuesto de burda materia y sus átomos se transformaban en notas que brincaban por un imaginario pentagrama.

            Se subió bruscamente la cremallera de la cazadora y el fantasma del amigo se desvaneció. Cerró las maletas, ignoró la ropa esparcida por el cuarto - ya la recogería la camarera - y salió al pasillo. No quiso esperar al ascensor, bajó de dos en dos las escaleras y cruzó el vestíbulo deprisa hasta la calle haciendo un suave gesto negativo con la mano a dos jovencitas que intentaban conseguir un autógrafo. El día era gris, tan plomizo como aquel cielo de la campiña inglesa que presidiera la marcha de Sadhu. Tan lóbrego como el callejón de su sueño. La familia de su amigo, alarmada por las insinuaciones de compañeros y profesores, decidió sacarle del colegio. No podía entender su afición por el baile, y mucho menos otras aficiones en extremo reprobables. Los padres de Ahmed, en cambio, jamás se habían preocupado por su moral ni sus costumbres. Ajenos a su vida, se limitaban a mandar alguna carta desde lugares cada vez más distantes, sin olvidarse, eso sí, de que dispusiese de dinero sobrado para conseguir todos sus caprichos. Sadhu utilizó todas sus armas: amenazó, lloró, se humilló y sus súplicas se estrellaron contra la férrea determinación de sus progenitores. En aquel día funesto, bajo nubes cargadas de lluvia, aquel coche del cuerpo diplomático lo alejó de su lado para siempre. Y Ahmed permaneció allí durante horas, calado hasta los huesos, sin entender por qué la vida le arrancaba a su único amigo, por qué lo separaba de la única persona con quien podía compartir los temores y deseos de sus quince años.

              Aquel teatro de Girona estaba cerca del hotel. Le habría gustado dar una vuelta por la ciudad, que no conocía y que tendría que aplazar para más tarde. La marcha de una silenciosa manifestación de inmigrantes lo detuvo un momento en la acera. Eran magrebíes. Hombres y mujeres que portaban pancartas escritas en un torpe español, pidiendo papeles y ayudas con expresión de desesperanza. Fijaban los ojos en el suelo con la vergüenza de quien sabe que no le apoya ningún derecho, ni siquiera el de pedir un trabajo. Algunos eran muy jóvenes, pero todos ellos parecían al borde de sus fuerzas, agotados de llamar a puertas que jamás se abrían. Era un éxodo cada vez más numeroso de parias, de víctimas expulsadas de la vida, del mundo. “Se venden hombres”, había dicho el anciano. A aquéllos nadie quería comprarlos.
HUECOS



No me gustan los huecos.
Me inquietan y marean los vacíos sin fondo.
Son agujeros negros, esos que Stephen Hawking
ha dicho que no existen,
por más que continúen enterrando ilusiones.

No me gustan los huecos de sótanos oscuros.
Sepultan utopías
y cierran los caminos a cualquier esperanza.
Esas caras promesas que no encuentras en saldos,
que sólo las consigues
en las millas de oro de las grandes metrópolis.

No me gustan los huecos
ni las tristes bodegas de los barcos negreros,
desnudadas de cielo y hundidas en la nada,
que siguen transportando el hambre y la derrota
por mares enemigos de olas ensangrentadas.

No me gustan los huecos de los hombres impíos,
repletos de efectivo y vacíos de ética.
Ni me gustan tampoco los gobernantes hueros
que alzan muros de odio y los llaman fronteras.

No me gustan los huecos donde se esconden sueños,
esos que no hay valiente que se atreva a soñar.
Yo investigué una vez y sufrí mi castigo. 

¡Ten cuidado! ¡No bajes!
En huecos tan profundos se agazapa el desastre.






ALELUYA

Me encuentro una aleluya con cara de domingo,
transportando en sus labios historias infantiles,
aquel beso robado en la Estación de Atocha,
el sueño de una Inés con botas militares, 
tu voz, la llave del portal en mi bolsillo,
la niña repetida en sendos nacimientos
y tu inefable ausencia llenando los rincones.

Y la perplejidad nos amanece
y paraliza los arcos de las cejas.

¿Está todo tan cerca o ha venido a mi encuentro la alegría?
TE QUIERO MUCHO
(a mi madre)


Ábrete Sésamo, gritaron tus células
y salieron de ti nuevas vidas,
abriéndote en canal de parte a parte.
Y muy quedo dijiste te quiero mucho, hija,
y tu voz discurrió por las aguas del tiempo.
Suspendida.
Por siempre.
Como una confesión de amor
prohibida por pretéritos acuerdos,
un clamor por la paz
o el último estertor del moribundo.

Susurraste sin voz te quiero mucho
y fue el revoloteo de una falda de baile,
fue un pañuelo secando las lágrimas de un niño,
una flor de jazmín cegando los fusiles,
fue una gota de leche en mis labios lactantes,
un cordón que ligó la suerte de dos vidas.
La tuya con la mía.

Inseparables, madre.



OLVIDOS


          Se han llenado de olvidos mis armarios.

         No me acuerdo de los rostros que se borran como pisadas en la arena de la playa ni de las mentiras que suenan como orgasmos fingidos.

         No me acuerdo, pero mis labios me queman y tu rostro se dibuja en el embozo de la sábana.

       No me acuerdo, pero mis entrañas se dividen a veces en un alarido sin anestesia epidural.

         No me acuerdo, pero tú y yo hemos desaparecido de nuevo  al sobrevolar el Triángulo de las Bermudas.

           No me acuerdo de los besos en la fila de los mancos no viendo a Clark Gable en "Lo que el viento se llevó".

        No me acuerdo de gran cosa, así que deja de mostrarme ese antiguo contrato porque tampoco me acuerdo de cómo leerlo.

            Se han llenado de olvidos mis armarios.  

         Tengo que hacer limpieza y poner bolsitas de naftalina porque la polilla está hambrienta de recuerdos.

         
UNA HISTORIA REAL


             Mi abuela materna llevaba tres meses en silencio, fijos los ojos en el techo de la habitación, ausente de lo que la rodeaba y de sí misma. El día en el que decidió abandonar aquel cuerpo viejo y cansado floreció mi viejo tronco del Brasil. En lo alto de sus hojas nació un hermoso ramo de flores blancas, que durante muchos días esparció su perfume por la casa, desde el atardecer hasta la salida del sol, como si se hubiesen vertido litros de alguna esencia penetrante. La planta llevaba en casa más de veinte años y jamás había hecho semejante alarde, pero lo cierto - ahora lo tengo claro - es que su floración no era casual.

                Durante más de tres lustros el tronco volvió a comportarse como una discreta planta de interior. Yo lo regaba, le quitaba las hojas secas, le abonaba en primavera y hasta le cambiaba de tiesto y regalaba sus vástagos a los amigos, ya que se había convertido en un formidable árbol. Pero lo que no advertí es que encima de sus últimas hojas había aparecido de nuevo una vara de la que nacían unas pequeñas bolas. Mi anciana suegra llevaba meses refugiada en sí misma, sin comunicación alguna con los que la rodeaban. Y un día se fue, sencilla y silenciosamente como había vivido. Y entonces, la vara surgida del tronco del Brasil se abrió de nuevo. Esta vez sus flores eran más pequeñas y menos fragantes, pero allí estaban conmemorando con toda solemnidad la muerte de un ser querido.

                Aquel nuevo esfuerzo tuvo sus consecuencias en el árbol. Uno de sus tallos se secó, perdió hojas y él y yo luchamos juntos para que no pereciera. Por fortuna a los pocos meses recuperó su fuerza y primitivo verdor como si nada hubiera sucedido. Y de nuevo cayeron páginas del calendario, sumándose seis años más al reloj de la vida, hasta que mi padre, enfermo de Alzheimer desde hacía muchos años, decidió por fin abandonar un mundo en el que todo le era ajeno, ni siquiera era capaz de reconocer su propia imagen en el espejo. Mi viejo tronco acudió de nuevo a esta cita. Volvió a regalarme un hermoso ramo de flores blancas y perfumadas, que se abrieron el mismo día que mi progenitor cerró los ojos.

                Durante este tiempo me han abandonado otros seres queridos por edad, o por esa cita con la muerte a la que todos acudimos puntualmente. Mi querida planta sólo ha florecido cuando el que abandona este mundo llevaba ya un tiempo al otro lado del espejo. Quizá es el mensaje de que pertenecemos a todo lo que existe y sólo una pequeña parte de la Mente Universal se encierra en nuestro cerebro.  

                
LA LUNA

Siempre se declaró lunática ferviente.
La blanquinosa linterna del satélite
le mostraba el camino,
le borraba las huellas, la apariencia, los rasgos,
la emborronaba y confundía en sombras,
argentaba el fulgor de sus pupilas.

Escogió como faro a esa luna,
que sólo se sonroja
cuando el sol la rehúye,
que contempla impasible las batallas,
ya sean provocadas por el odio,
o por las empapadas carantoñas
ocultas en la umbría de los lechos adúlteros.

Y una noche de abril la vio en el cielo,
dominando el astral,
henchida y plena.
No hacían falta postes kilométricos
para saberla cerca y así, sin miedo,
trepó por el fulgor de su melena
y se bañó en su mar que dicen que es tranquilo.

Con la frecuencia de la luna nueva
conversa en morse desde algún lucero
para calmar la lobreguez de mi alma.
Después, noche tras noche, barre la penumbra
y exhibe el esplendor del reverbero.

Ha aprendido a recorrer arcoíris
y baila con auroras boreales,
y cuando ve que surge algún parhelio
se viste con la luz del triple sol
y luego, refulgente,
transmutada en la plata que la acoge,
entra por la ventana hasta mi cama.





(FRAGMENTO DE "CHAMA" DE "CUENTOS DEL OTRO LADO")

Chama, refugiada en su precaria vivienda, acostó a sus hijos y preparó la cena de Nakuk. Luego lió un fardo con comida y algunos enseres y lo escondió entre unos arbustos. Llenó un cuenco con agua y echó dentro el contenido de una bolsa que llevaba oculta entre los pechos. Eran unas hierbas y hongos que había recogido cuando oyeron hablar por primera vez de la llegada de los hombres blancos. Conocía bien las propiedades de aquella mezcla que les habría evitado a los suyos caer vivos en manos de los invasores. Ahora el veneno tendría un único destinatario. Agitó bien el cocimiento y lo puso ante el plato de Nakuk en el momento en que éste entraba en la gruta.
- No voy a comer nada - dijo él, dirigiéndose a donde dormían los niños.
Chama le miró muy seria. Luchaba por contener el temblor de sus manos y el corazón saltaba en su pecho tan violentamente que temía que Nakuk pudiese oír sus latidos. Lo veía inclinarse sobre Xacnite y por un momento le pareció que sus ojos estaban llenos de lágrimas.
-¿No tienes sed? - le preguntó Chama con una voz que le llegó de muy lejos. Ajena, desconocida.
Él se volvió. La mujer le ofrecía suplicante el cuenco y sintió compasión de aquella pobre madre desesperada. Tomó la escudilla que ella le tendía, reteniendo sus manos un instante, y luego bebió hasta la última gota del líquido. De pronto se llevó la mano al pecho, la miró y un gesto de asombro se dibujó en sus ojos desorbitados.
-¿Qué has...? - balbuceó Nakuk, pero no pudo terminar la frase. Retorciéndose en el suelo como un animal herido, lanzaba gemidos que subían gradualmente de intensidad.

Chama, pegada a la pared, lo contemplaba con horror. ¿Y si alguien le oía? ¿Y si descubrían su crimen, aún antes de que fuera consumado? Lo vio arrastrarse por el suelo. Intentaba aferrarse a ella, que se retiró al último rincón de la cueva. Sus manos arañaban la tierra y su rostro fue adquiriendo una palidez cadavérica. Abierta la boca, mostraba una lengua hinchada y ennegrecida. No logró alcanzarla. En un último estertor quedó enroscado sobre sí mismo, como si hubiera vuelto al mismísimo vientre materno.