PAPÁ




Mi hermano baja del Jaguar. Exultante. Van a bautizar a su nieta. Saluda al cura, que ha salido a esperarlo a la puerta de la iglesia, y luego a mi padre. Dos besos al aire, que no a las mejillas. Se aleja para recibir a los invitados que van llegando. Sonrisa condescendiente, traje impecable, corbata de seda, hombros caídos y pelo de nieve. Papá lo observa intrigado. Lo tuvo sentado en sus rodillas, le manchó el traje con un vómito de leche y lo despertó a media noche con sus llantos infantiles. Qué precioso, parece un ángel, decían las mujeres al verlo.

            -¿Quién es ese señor? –la voz de papá, agotada por el tiempo.

            -Es tu hijo Alberto –le contesto mientras lo sujeto por el brazo.

            -Ah.

Sin asombro.

 

 

 

EL FIN DEL MUNDO

Soy de un mundo que clama en el destierro,

buscando la semilla de su origen,

la vuelta al resplandor, a la clara evidencia,

el regreso al hogar de aquel que fue expulsado.

 

Soy de un mundo perdido en nebulosas,  

en caminos cerrados de vuelta a la inconsciencia,

un mundo de cadáveres, que igual que marionetas,

se desplazan movidos por unos pocos hilos,

y cantan y proclaman que están vivos,

ignorando el hedor que lanzan a su paso.

 

La vil inteligencia de mi especie

ha teñido de gris el rosicler del alba

e igual que aquel flautista de mi infantil recuerdo

extirpa la inocencia de la faz de la tierra.

 

Sin duda es que ha llegado el fin del mundo.

¿Por qué el ave ignorante prosigue con sus trinos?

 

 

 

LA VOZ DE TODO UN PUEBLO



Recorrí los caminos de mi tierra

hollando con mis pasos sin saberlo

tantas vidas hundidas en el barro.

Tanto dolor, humillaciones tantas,

tanta sangre vertida,

tanto silencio impuesto.

Y al oído los muertos me dijeron

que la aciaga victoria

fue mucho más amarga que las bombas,

más despiadada y cruel que la contienda.

Los llamaron rebeldes

aquellos que acallaban con las armas

la voz de todo un pueblo.

 

Intentaron ahogar el pensamiento

enterrándolo bajo la tierra yerma

sin saber que hay clamores que levantan al viento

mil voces que creyeron silenciadas.

Y los muertos gritaron al unísono

que hay que volver la vista a la memoria,

honrar a los caídos y olvidados,

masacrados con furia incomprensible

solo por defender la ley y la justicia,

que hay que escuchar después de tantos años

la voz de todo un pueblo.

 HACE YA MUCHO TIEMPO


Hace ya mucho tiempo me dijeron

que yo pertenecía al sexo débil.

Tenía que buscar un protector,

una mano segura que guiara mi vida

a través del peligro y, por supuesto,

que fuera un elemento

de esos que integran lo que han dado en llamar

el sexo fuerte.

 

Y pasaron las hojas de un montón de anuarios

y los vi silenciar lágrimas y sollozos.

Los vi despedazados por el miedo,

desconcertados por no entender nada,

fingiendo una entereza de la que carecían,

escondiendo temores y aprensiones

por no ser despreciados ni anulados

por aquellos que dictan actitudes y normas.

 

No llores, les decían desde niños.

El llanto, la emoción y la ternura eran sensiblería

y eso estaba prohibido si eras un hombre íntegro.

 

Aún no lo tengo claro:

quizás el patriarcado destrozó más al macho

que a la hembra.


 

 

LA INDIFERENCIA


La infame indiferencia se despertó de golpe

con un sabor de leche en los labios resecos.

Caían una a una las negras efemérides

y una veloz paloma se detuvo agotada

frente al muro de hierro.

¡Amalec!

¡Amalec!,  

resonó en las cloacas

y el gusano del odio se arrastró por el lodo

borrando con sus heces los cuerpos de los niños.

 

Y se quebró el silencio

en medio de un paseo mirando escaparates.

La luz se hizo de pronto en pantallas de plasma

y nos manchó de sangre los zapatos.

Pero algunas conciencias revestidas de plástico,

siguieron con el cálculo de ganancias y débitos

en ágil parloteo de transacciones varias.

Llenaron de limosnas los cepillos

y sonaron plegarias envueltas en banderas rojigualdas.

Les esperaba un cielo con ángeles y cítaras

mientras nubes oscuras ocultaban atroces holocaustos.