EXTRAVÍOS



Sobrevoló desiertos y sabanas
tratando de encontrarle.
Se extravió en su nombre y no localizó
el camino de vuelta a su biografía.
Se extrañó de sí misma y de su suerte
colgada en el abismo de sus labios.
Y vio que sus pupilas no la reflejaban
y tuvo miedo de ser un fantasma.

Tiritaba en sus letras
y se abrigó con antiguos cobertores de besos,
que aun llenos de polilla,
todavía guardaban
un aroma lejano a hierba seca,
aquella hierba que vistió sus cuerpos.

La acogió hospitalaria una vocal
que años atrás había participado
en frívolos romances de tenorio,
más también en sonrisas y ayudas solidarias.

Y se quedó a vivir en medio de su nombre,
sin saber regresar al mundo que habitaba.
Además, ¿cómo hacerlo?
En el errante vuelo por buscarle
eran muñones calcinados sus alas.



PATERAS



Naufragan las pateras en mares displicentes
cargadas de mil almas olvidadas.
Hambre, miseria y miedo
se arrojan por la borda
ante la indiferencia
de los que intentan poner puertas al aire.

Animales acuáticos se nutren
de ilusiones y sueños descompuestos,
de esperanzas futuras,
de planes malogrados
y de un sin fin de finales utópicos,
que son perjudiciales para cualquier sirena.

Mas hay humanos ciegos que no ven nada de eso.
En su cómodo Matrix
andan encandilados con pantallas de plasma,
con artefactos móviles,
productos desechables
y enigmáticas cuentas de intereses bancarios.

Y el mar sigue entre tanto vomitando,
en un mundo concreto y específico,
escombros y despojos de otras tierras
huérfanas y esquilmadas
por los mismos que enumeran los mundos,
que levantan murallas de inclemencia
y engendran Lampedusas
con hábitos mezquinos y asesinos.





FRAGMENTO DE "CHAMA"
(CUENTOS DEL OTRO LADO)
Chama, refugiada en su precaria vivienda, acostó a sus hijos y preparó la cena de Nakuk. Luego lió un fardo con comida y algunos enseres y lo escondió entre unos arbustos. Llenó un cuenco con agua y echó dentro el contenido de una bolsa que llevaba oculta entre los pechos. Eran unas hierbas y hongos que había recogido cuando oyeron hablar por primera vez de la llegada de los hombres blancos. Conocía bien las propiedades de aquella mezcla que les habría evitado a los suyos caer vivos en manos de los invasores. Ahora el veneno tendría un único destinatario. Agitó bien el cocimiento y lo puso ante el plato de Nakuk en el momento en que éste entraba en la gruta.
- No voy a comer nada - dijo él, dirigiéndose a donde dormían los niños.
Chama le miró muy seria. Luchaba por contener el temblor de sus manos y el corazón saltaba en su pecho tan violentamente que temía que Nakuk pudiese oír sus latidos. Lo veía inclinarse sobre Xacnite y por un momento le pareció que sus ojos estaban llenos de lágrimas.
-¿No tienes sed? - le preguntó Chama con una voz que le llegó de muy lejos. Ajena, desconocida.
Él se volvió. La mujer le ofrecía suplicante el cuenco y sintió compasión de aquella pobre madre desesperada. Tomó la escudilla que ella le tendía, reteniendo sus manos un instante, y luego bebió hasta la última gota del líquido. De pronto se llevó la mano al pecho, la miró y un gesto de asombro se dibujó en sus ojos desorbitados.
-¿Qué has...? - balbuceó Nakuk, pero no pudo terminar la frase. Retorciéndose en el suelo como un animal herido, lanzaba gemidos que subían gradualmente de intensidad.
Chama, pegada a la pared, lo contemplaba con horror. ¿Y si alguien le oía? ¿Y si descubrían su crimen, aún antes de que fuera consumado? Lo vio arrastrarse por el suelo. Intentaba aferrarse a ella, que se retiró al último rincón de la cueva. Sus manos arañaban la tierra y su rostro fue adquiriendo una palidez cadavérica. Abierta la boca, mostraba una lengua hinchada y ennegrecida. No logró alcanzarla. En un último estertor quedó enroscado sobre sí mismo, como si hubiera vuelto al mismísimo vientre materno. 
DESPEDIDA





Te fuiste tan deprisa

que no me dio ni tiempo de decirte un adiós.
Ni tiempo de besarte,
ni tiempo de entregarte un pequeño recuerdo
para reconocerte,
para poder hallarte entre los que se fueron
y perdieron su rostro,
para recuperarte
para desanudarte la pesada mordaza
que supone el olvido,
y volver a tenerte
y volver a estrecharte,
volver a hablar contigo con los ojos del alma
sin precisar palabras.


Te fuiste tan deprisa
que parece mentira que ya no estés aquí,
que no estés escondida en un simple destello,
disfrazada de encina
u oculta entre la niebla del nuevo amanecer,
desmigada en las cosas,
disuelta en los sonidos,
brillando en la pupila de algún niño
o en el pujante brote de los bulbos en flor.

Te fuiste tan deprisa,
tan rauda fue tu huida,
que empiezo a sospechar 
que fingiste tu marcha para poder quedarte,
para así entronizarte,
para perpetuarte viva en nuestro interior.

LA VIEJA DEL FARO





               Volvía cada día al faro sin recordar ya su vida anterior. ¿Hubo otra vida o había visto por primera vez la luz frente a aquel mar que la reflejaba como un espejo? Le gustaba volar hacia la confusa línea del horizonte, difuminada en dos tonos de azul. Pero esto era con su imaginación porque el horizonte era algo que se alejaba siempre, aun permaneciendo inmóvil en el espacio. Sólo su mente la permitía acercarse a aquel punto de fuga. Su cuerpo estaba demasiado cansado y no disponía ni de una miserable barca. Y sin embargo era capaz de sobrevolar las olas como el más moderno de los yates, superando la velocidad de la luz.

            Aquella mañana voló como siempre a caballo de las blancas crestas de espuma, patinando sobre el agua plateada. Intentaba recordar algo de su vida: quién era, cómo se llamaba, si había algún afecto que la uniera a la existencia. Pero alguien había pasado un borrador sobre el encerado de sus recuerdos y no lo consiguió. De pronto notó algo distinto, una luminosidad perfecta que la envolvía más allá del tiempo y del espacio. Se hundió en una paleta de azules, flotando en el celeste, en el índigo o en el cobalto del mar, acercándose al fin a aquella línea de unión. ¿La entrada misteriosa a otro universo? No había imaginado que fuera posible jugar al escondite con las gaviotas, ni que pudieran acariciarte peces de mil colores. Disolverse en la luz era una gozosa sensación. Ya no era la vieja del Faro. Era la ingravidez: sístole y diástole de todo lo creado. Era el amor. Su sangre, transmutada en energía luminosa, daba impulso a los planetas y los hacía girar. Y la vida y la muerte se confundían, se alternaban sin principio ni fin. Convertida en un presente sin secuencia, cobró sentido por fin la eternidad.

Muy cerca, en un mugriento transistor, Machín cantaba “Dos gardenias” y un hombre descargaba de una furgoneta unas cajas de botellas. Ruidos vacíos de significado. Ruidos lejanos, amortiguados por la distancia que hay entre lo cotidiano y lo eterno.  El móvil, su móvil, le mandaba mensajes de algún espacio raquítico y sin importancia. Sabía que en alguna parte seguían reclamando su presencia, pero si puedes elegir, ¿vas a abandonar el Palacio para volver a la caverna?

            Por la tarde, con el sol escondiéndose a su espalda tras las montañas, alguien dio la voz de alarma:

            -¡Llamen a un médico!

            Inútil petición. La vieja del Faro había muerto.