FRAGMENTO DE "TRAS LA PUERTA" DE CUENTOS DEL OTRO LADO.
El chorro que le
empapaba fue enfriándose y empezó a tiritar con violencia. Cerró el grifo y buscó
inútilmente una toalla. Decidió volver al dormitorio dejando un reguero de agua
tras de sí. Sacó de la maleta una camisa y un pantalón limpios y volvió al
cuarto de baño para terminar su aseo. En sus idas y venidas procuraba apartar
sus ojos de la botella de vino aún intacta que le llamaba a gritos desde la
mesilla.
-Ni una gota más.
Lo prometí. Ni una gota más.
Su propia voz le
sobresaltó. Pasó el peine por el rebelde cabello intentando pensar en otra
cosa. Tiraría aquella botella y emprendería una vida normal.
¿Cómo eran las
vidas normales? ¿La de Lola y la de su compañero eran vidas normales? ¿Era
normal que ella calificara de inocente su antigua relación? Sí, sin duda los
revolcones en las canteras habían sido inocentes. La novedad había sido la única
perversidad. Luego, ella habría conocido al gigante y se habría hundido para
siempre en la más absoluta normalidad, atendiendo a los borrachos en la
taberna y pariendo hijos en momentos fugaces de descanso.
A través del
espejo le sobresaltó una imagen imposible. Un niño delgado y pálido lo miraba
desde la puerta. Iba descalzo y toda su persona tenía un aire de patético
abandono. Esteban se volvió precipitadamente y los dos quedaron frente a
frente.
-¿Quién eres? –
preguntó con un hilo de voz.
El pequeño no
contestó. Fijaba en él sus ojos llorosos. El terror reflejado en sus pupilas.
Sus propias pupilas, su propio terror. Porque él se reconocía en aquel niño.
Era su imagen de cuarenta años atrás, su imagen temerosa observándole como si
fuera un fantasma. Seguramente el mismo niño al que había oído gritar y golpear
la puerta el día anterior.
Hizo intención de
aproximarse al pequeño y éste se echó a correr por el pasillo. El eco de sus menudos
pasos repiqueteó sobre el viejo entarimado y Esteban quedó inmóvil, convencido
de no poder darle alcance. Al volver a su habitación, apiló las cajas aún
dispersas por el suelo, las empujó al interior del cuartucho y cerró la puerta con rabia. El sudor le empapaba
sienes y espalda como si hubiese realizado un gran esfuerzo. Luego cogió la
botella de la mesilla, pero cuando estaba a punto de llevársela a la boca, la
arrojó contra la pared. Contempló fascinado cómo resbalaba por el papel
pintado, gota a gota, su contenido oscuro y una lluvia de cristales se esparcía
sin ruido lanzando mil destellos a la luz del sol.
-¡Se acabó! ¡Esto
se acabó!
Y su grito
desesperado tuvo el efecto de una plegaria que le devolvió la cordura.