EL VIAJE

          Tengo la sensación de que siempre se viaja en solitario, aunque te acompañen multitudes. No me gusta fijarme un destino. Ni proyectar visitas o recorridos. Puedo ver una y otra vez lo mismo, que parece cambiar a cada ojeada. Trasladarme sin rumbo. Dejar que el viento, un encuentro o un guiño cualquiera me señale el camino. Así me siento falsamente libre. 

          
           No huyo de cosa alguna ni vengo de ningún sitio, o más bien no recuerdo el sitio de donde vengo: el umbral del mundo por el que empecé a moverme.  Estoy aquí. Ni siquiera aquí. Me sobra el adverbio. Sólo estoy. Si pudiera saber adónde voy, sabría donde termina el camino, intentaría vencer el vértigo y me asomaría al abismo. Pero el camino se reinicia vaya adónde vaya. Es cierto que cambian colores y rostros, costumbres y clima, pero todo responde a una lógica inmutable e indiscutible. 
      
          Sin embargo en muchas ocasiones me gusta lo que veo y me asalta la duda: ¿Será esto un secuestro y estaré aquejada, como tantos otros, por el síndrome de Estocolmo?


GRIS


Mañana gris,
disuelta en soledades.
El ave picotea la corteza terrestre            
y yo busco a la musa que me huye,
que ha roto la baraja.

LA CATEDRAL DE JACA





            Cuentan que los peregrinos del Camino de Santiago entraban en Jaca por los Pyr-Eneos, que significa Montes Encendidos. Platón dice que el nombre deriva de la gran combustión provocada en las montañas por la caída de pavesas del carro de Faetón o carro solar. Bajo estos montes estaría la morada del Hades - dios de los infiernos - y la de Pluto - dios de las riquezas. Este último, apiadado por el incendio, regó metales y piedras preciosas sobre las llamas. El fuego devastador lleva a un renacimiento o transmutación que culmina para el iniciado con la llegada a Santiago.

              Hasta 1947 había en Jaca una procesión que reunía a los endemoniados de la zona. Su patrona, Santa Orosia, fue martirizada y descuartizada por los musulmanes. En la catedral está su cuerpo y su cabeza en una ermita de Yebra. En España estuvo muy extendida la macabra afición de desmembrar los cuerpos de los santos y repartir sus restos por nuestra geografía. Sin ir más lejos, en época muy reciente, el brazo de Santa Teresa era utilizado como amuleto por un dictador de cuyo nombre no quiero acordarme -  parafraseo al genio. Volviendo a la procesión de Jaca, los poseídos por el diablo, en su mayoría mujeres - ¡cómo no! -, iban detrás de la urna que portaba las reliquias de Santa Orosia, con los dedos atados con cordeles. Atacadas por fuertes convulsiones, las enfermas intentaban romper las ataduras de sus dedos. Si alguna lo lograba antes de entrar en la iglesia, se interpretaba que la santa había echado a los demonios de aquel cuerpo.

             La primera vez que visito Jaca me ataca una náusea al entrar en su catedral. Salgo de allí con una fuerte jaqueca, que desaparece de forma milagrosa nada más abandonar el templo. Al cabo de unos años vuelvo y me ocurre lo mismo. No puedo ver la iglesia por dentro. Con gran disgusto por mi parte, porque me encanta el románico. ¿Qué he olvidado? ¿Algo que ocurrió allí? Me asalta la idea inquietante de haber sido una de aquellas pobres endemoniadas. Extrañamente Jaca y jaqueca parecen provenir de idéntica raíz. 

                 Lo más probable es que yo no lograra desatarme los dedos.

LO INSERVIBLE


                El Depósito de lo Inservible había ido creciendo hasta convertirse en un gigantesco archivo que las paredes de aquel piso ya no podían albergar. A finales del siglo pasado apenas si contenía unos cuantos registros, pero una vez que los ciudadanos se enteraron de su existencia fueron incesantes las idas y venidas de la gente. Las gestiones y el papeleo eran de lo más simple: Una fotocopia del DNI o del pasaporte, la descripción somera de lo que se deseaba depositar y por supuesto tener más de dieciocho años. El funcionario, escogido entre los millones de desempleados que había en el país, cumplía ocho horas de jornada laboral: de ocho a cuatro. En este horario podía desayunar, comer, ir a hacer alguna gestión personal tras colgar el cartel de "Vuelvo en un momento", y hasta dejar abierta de par en par la puerta del registro. Nadie pensaba que hubiera cosa alguna que robar en un depósito de lo inservible. Y tampoco necesitaba ser muy listo, no se requerían estudios superiores ni buena presencia. Para su trabajo contaba con una fotocopiadora, un viejo ordenador, unos impresos y un sello que decía "Recibido". El sueldo era pequeño pero, teniendo en cuenta lo cómodo de su misión y la alta tasa de desempleo, había miles de personas que optaban al puesto.
                
                 Melquiades Madera, el último empleado del archivo, era un joven de unos treinta años, con unas gruesas gafas y enormes brakets que levantaban su labio de arriba y le daban una expresión despectiva. Y nada más lejos. Sentado en una banqueta detrás de la ventanilla de "Ingresos" - por cierto, la única - prodigaba sonrisas a los clientes, que el aparato de su dentadura trocaba en extraña mueca. Le hubiese gustado hablar con la gente, interesarse por su vida, preguntar por ejemplo qué quería decir el título de "Ideales" a algún ciudadano que lo depositase. Eran los  más frecuentes y a la vez los menos voluminosos, apenas un par de folios. Los que más espacio ocupaban eran los denominados "Amor Imposible", que se extendían a lo largo de miles de legajos. Y por supuesto se leían también encabezamientos curiosos: "Gusto por el baile", "Comer pipas de calabaza", "El horóscopo", "Acordarme de Luís" y otros igual de extraños. Melquiades jamás los había consultado. Su trabajo no incluía esa exigencia.
                
                   Una mañana el aburrimiento hizo presa en él. Sólo había tenido que atender a una anciana con el registro de "El maquillaje". Paseó por entre los archivadores y cogió una carpeta al azar. Llevaba el título de "Ideales". Ya he comentado que esas eran las que más abundaban. Algo desconcertado, tuvo que leer varias veces la descripción de lo depositado como inservible porque le costó comprenderlo a la primera. Quizá es que la lectura no figuraba entre las aficiones de Melquiades. Al final volvió a colocar el dossier en su sitio con un hondo suspiro.
                
                     Ese día presentó su carta de despido.


OLVIDOS

El Consejero baja de su fastuoso deportivo. Exultante. Es un gran día, van a bautizar a su nieto. Saluda al cura, que lo espera cortés en la puerta de la iglesia, y luego al anciano. Dos besos al aire, que no a las mejillas. Después se aleja, dándonos la espalda. Nos olvida. Están llegando egregios invitados y debe saludarles. Sonrisa condescendiente, traje impecable, corbata de seda, hombros caídos y pelo de nieve. El viejo lo observa abstraído. Lo tuvo sentado en sus rodillas, le salpicó el traje con un vómito de leche y lo despertó a media noche con sus llantos infantiles. Qué precioso, parece un ángel, decían entonces las mujeres al verlo.
           -¿Quién es ese señor? – la voz quebrada del anciano, agotada por el tiempo.
            -Es tu hijo – le contesto mientras lo sujeto por el brazo.
            -Ah.
Sin asombro. Ya no lo conoce. La niebla de su mente ha sepultado para siempre sus recuerdos.




                       








INFANCIA

                        Mi infancia es un aroma a churros y a domingo,
                       
                        a su voz susurrante que me saca del sueño,
                         
                        a sus senos mullidos,
                       
                        a su regazo cálido.
                       
                        Mi infancia me visita al ritmo de sus pasos,
                       
                        unos pasos cansados pero firmes.
                        
                        Los pasos de la abuela.

EL TESTIGO

                Ella sabe que hay dobles de su persona perdidos por ahí, que atraviesan distintos momentos del espacio tiempo. Lo sabe porque se ha visto cubierta de harapos a las puertas de palacios imperiales o trasladada en carrozas, ataviada como princesa de algún cuento de Andersen. También se ha visto perdida por caminos polvorientos o aplastada por cuadrigas romanas; como amante de pintores bohemios o como impúber soldado en la Gran Guerra.
           
                    La que más le gustó fue la existencia en un cenobio retirado de una monjita con cara de boba. En una vieja caja guardaba las misivas de amor de algún muchacho que conoció lustros atrás en su pueblo. Las releía cada noche en su pequeña celda tras rezar en la capilla las Completas. Y después, ya dormida, en sus pestañas quedaba apresada alguna lágrima indiscreta.
                  
                   Hay otra existencia más reciente, que ve algunas veces. En esa escribe un blog contando vaguedades. Pero siempre, siempre, viéndose desde fuera. Ninguna de esas existencias parece ser real.
             
                     ¿Será que solo es un testigo de sí misma? 
IDENTIDAD




Identidad...
¿Hay algo así llamado?
¿Qué es lo que la conforma?
¿Una historia, un registro,
o unos concisos datos de genética?

Yo no sé lo que nace,
tampoco lo que muere.
Si hay algo permanente
o si es la impermanencia 
         lo que me tiene atada
al flujo inagotable de la vida.



            
                               DOÑA ROSA

            -Dile a tu madre que te ponga sostén, que se te están separando los pechos y se te mueven mucho al andar.
            Es doña Rosa, la madre de mi mejor amiga del bachillerato. Dice esto mientras me palpa las tetas. Examina las dos pequeñas protuberancias como quien toca los tomates en la verdulería, por ver si están ya maduros para la ensalada. Y a mí me sube el calor a la cara y deseo estar fuera de su alcance. La odio con toda la pasión de mis doce años.
Ella tampoco me tiene simpatía. Asegura que soy “Antoñita la Fantástica”, aunque yo no me llame Antonia. Y en su voz hay un tono de desprecio cuando lo dice.
Su hija nunca ha sabido inventar cuentos.


EL UNICORNIO

            Me despierta la luz anaranjada del amanecer. Los dos soles, el rojo por el oeste y el dorado por el este, se elevan lentamente, coinciden en el centro del cielo y unen sus rayos para saludarme. Me levanto y sacudo mis crines. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? En mi mente no hay recuerdos anteriores, por eso supongo que una eternidad, pero mis músculos siguen fuertes y elásticos, como si mi existencia atravesase centurias y no conociera la muerte. Tengo sed y bajo despacio al río de miel. Antes galopaba de aquí para allá a través de los campos azules, teniendo cuidado de no aplastar las flores con mis pezuñas de plata. Algunas veces llegaba hasta las montañas blancas, donde los soles acarician la nieve con cuidado para no derretirla. Vivo en un sitio hermoso, donde hay alimento, no existen las luchas ni más estación que la primavera.
          
            Hace varias eras conocí a un ser llamado Mujer. Me dijo que en el lugar que ella había abandonado había lágrimas y muerte. Sabía llorar. Sí, era sorprendente: gotas de agua resbalaban por su rostro al recordar el sufrimiento de sus congéneres. Y también reía. El sonido que salía de su garganta era como la música que lanzan aquí las cascadas. Un repiqueteo de cascabeles. Luego desapareció y desde entonces languidezco. Soy único, irrepetible y bello, Mujer lo dijo, por eso el precio de mi belleza es la soledad. También dijo que yo era producto de su sueño, me dejó reposar la cabeza en su regazo y acarició con cariño mi único cuerno. Se marchó por la Puerta de Gaia que hay bajo el sol del oeste y me advirtió que no la siguiera porque, si lo hacía, tendría que morir para volver al paraíso. Así llamó a mi mundo: El paraíso.
           
              Hoy lo he decidido. Voy a ir tras Mujer. Quiero aprender a reír y llorar como ella.
           
        La Puerta de Gaia es una arcada grabada con seres fantásticos como yo: dragones, titanes, hidras, hadas, duendes y elfos. Seres míticos, que en otro tiempo existieron y que ahora solo son relieves coloreados. No se ve nada al otro lado y muy despacio atravieso el umbral. Lo último que veo al cruzarlo es que mi imagen se plasma en la piedra del arco, tallada por una mano invisible.  
           
           El sol de la mañana me despierta. Ella se acurruca en mis brazos. Huele a canela, a vida, a algo cálido y tonificante. "He soñado que era un unicornio", susurro en su oído. "Me alegro de que hayas cruzado la puerta", me contesta.     


LA ELECCIÓN

-¿Por qué me mira así?
-No toque ese texto. No puede cambiar el argumento de la obra.
Ella vuelve a consultar la sinopsis general y la descripción de su personaje y luego mira la larga fila de intérpretes que se dirige al escenario. Se enfrenta de nuevo al director:
-Entonces prefiero no actuar.
-Lleva mucho tiempo esperando.
-Tiempo es lo que me sobra.
Los actores se alejan. Cuando la puerta se cierre tras ellos, quizá tarde en aparecer otra oportunidad. Pero ella no va a entrar sin estar de acuerdo con la función que va a representar.
Sabe de sobra - por propia experiencia - que esta vez es imprescindible que elija su vida.





Tiernos ojos heridos por el hierro
de escarabajos ávidos de sangre.
Tiernos ojos, ahítos de terrores,
ahogada la inocencia por el miedo.

Preguntas sin respuesta en sus pupilas
dilatadas por rojos resplandores.
Para cada estallido un parpadeo,
un grito de dolor,
una imagen de muerte
detenida en el fondo de límpidas miradas.

Tiernos ojos de niños,
de niños de mil guerras,
soñando con volver al útero materno
para huir del demonio impenitente
del odio
y abandonar la negra compañía
de la sombría muerte.

Tiernos ojos que no idearon juegos,
ni siguieron el vuelo de una mosca,
ni contemplaron el cauce del arroyo.
Tiernos ojos resecos y asombrados,
que ni siquiera derramaron lágrimas
antes de ser cerrados por las bombas.

EL CINE ESPAÑOL

El cine español de los años 50 y 60 me devuelve a una época infantil, embellecida por el paso del tiempo. La primera imagen que me viene a la mente son aquellas tardes de los jueves, tarde de vacación escolar, en los que asistía a un cine del barrio con mi abuela. Vestida de negro de pies a cabeza, viudez permanente y desesperanzada de las mujeres de la época, cargaba con nietos y allegados, que ocupaban con su paciente cuidadora toda una fila de butacas. A partir de las tres o tres y media de la tarde veíamos una y otra vez las dos películas que ofrecía el programa, hasta que la abuela ordenaba la vuelta a casa que obedecíamos a regañadientes. De la mitad del cine para adelante – recomendaba la mujer al acomodarnos. Y aunque todavía éramos pequeños, sabíamos que la oscuridad de las últimas filas, las de los mancos, estaba reservada para los novios; sorprendente permisividad de la dictadura, que sin embargo vigilaba cualquier demostración amorosa en la calle. Lo más probable es que semejante condescendencia dependiese únicamente de los acomodadores del local. El pueblo siempre fue más tolerante que los prebostes del infortunado régimen.
“Bienvenido, mister Marshall”, “Maravillas”, “Los ladrones somos gente honrada”, “La fiel infantería”, “¿Dónde vas Alfonso XII?”, son películas que acuden al reclamo de mi memoria unidas al sabor del bocadillo de mortadela o a furtivos roces con la mano de Roberto – primo de mi mejor amiga, once años, pantalón corto, rizos oscuros, varios centímetros más bajo que yo, y ¡ay!, asombroso parecido a Robert Taylor, circunstancia que lo convirtió inmediatamente en mi primer amor. Reíamos con los diálogos de José Luis Ozores en “Recluta con niño”, o llorábamos con la muerte de Pablito Calvo en “Marcelino, pan y vino”. Las niñas copiábamos los cancanes de Conchita Velasco en “Las chicas de la Cruz Roja”, que crujían estrepitosos en la misa del domingo del colegio, almidonados por nuestras madres con cola de pescado. Y los chicos, no sé, supongo que soñarían con imitar el atractivo de Jorge Mistral o de Vicente Parra. En una España gris y a espaldas del mundo, aquellas tardes de los jueves eran una ventana abierta a la fantasía, al amor, a la música, a la libertad: el escape de una realidad mucho menos atrayente. Cierto es que muchas de las cintas mostraban sin pudor el ardor doctrinal y represivo de la dictadura, pero en muchas otras la voz del pueblo resonaba potente burlando la censura, o se filtraba entre líneas mostrando historias solidarias o dolientes, satíricas o divertidas.
En este momento en que los acontecimientos se suceden a un ritmo vertiginoso y el día de ayer es pasado obsoleto a golpe de teletipo o de sucesos desafortunados de nuestros políticos, volver la vista atrás es un ejercicio imprescindible. Para no cometer errores o para aprender de los ya cometidos. Para entender el momento presente. Para eliminar las telarañas del olvido. En definitiva, para conocernos a nosotros mismos.