LA PALABRA

     Dicen que en un principio todos los hombres hablaban la misma lengua y decidieron construir una gran torre que llegase hasta el cielo. Supongo yo que sería para resolver el enigma de Dios, cuya solución ha sido siempre bastante esquiva. Con un "fiat" la Gran Madre había construido el universo en su seno. Una simple palabra configuró estrellas y planetas, ordenó las galaxias, hizo brotar las fuentes y cascadas, y en los días de estío dio fragancia a las flores y voces a las aves. 


    Todo iba bien pero poco después aquello, que parecía tan sencillo, comenzó a complicarse.

     Un personaje llamado Yaveh, con un talante más que discutible, se sintió atacado en su alta dignidad por 
semejante empresa. Se consideraba un dios único y, como los grandes poderes están reñidos con la transparencia, no le gustaba a él que hurgaran en sus cosas. Paralizó la empresa, haciendo que surgieran mil lenguajes y ahí empezó el problema: Nadie conseguía entenderse y la torre quedó abandonada. La llamaron Babel, que más o menos significa confusión en hebreo y ahí seguimos sumidos.

      Algunos aseguran que así empezó la guerra porque no había manera de concertar las citas ni ponerse de acuerdo en lo que cada uno tenía que comer. "Este es el límite de mis tierras", decía un aldeano y el vecino entendía "te voy a borrar del mapa". O bien "necesito tu ayuda", que el otro traducía "no me gusta tu cara, forastero".

    Y, aunque parezca imposible, la cosa se enredó todavía más. En la actualidad, en un mismo idioma, surgen vocablos que despistan del todo al ciudadano. A privatización se le llama externalización, en lugar de recortes se dice reformas, en un tiempo no muy lejano desaceleración ocultó la palabra crisis y la expresión "marca España" encubre que pertenecemos a un simple mercado, cuyo único fin es el dinero.

      Espero que Yaveh, a estas alturas, se haya arrepentido de haber confundido las lenguas.
               


CUESTA UNA PASTA

Cuesta una pasta, escucho.

Cuesta una pasta.
Todo cuesta una pasta en este mundo,
Cuesta una pasta el arte,
La amistad,
Cualquier don que antes era regalado.
Los papeles, pasaportes y timbres
Que hacen legal a un hombre.
El amor,
La inocencia,
Dignidad,
O una segura senectud en calma.
La atención en la muerte y el respeto
Cuestan siempre una pasta.
Huyó la gratuidad a un universo
Repleto de fantasmas.

No sé yo si también la fantasía,
El vagar de una mente ensimismada,
El idear mil sueños imposibles
Terminarán costando en el futuro
Una pasta como tasa obligada
De lo inútil.



AL PRINCIPIO YO FUI

Al principio yo fui un almohadón de miraguano.
¿Cómo se va a llamar?
preguntaban algunos,
poniéndole la mano en la barriga.
Y ella, en tenue susurro, pronunciaba
mi nombre,
un poco avergonzada,
porque nunca se ha visto
que algún cojín tuviera identidad.
Y mientras en las sombras yo esperaba impaciente
sin saber ni siquiera que había llegado al mundo.
La Vida es caprichosa y no atiende a razones.
Tal vez en el futuro yo estaba destinada
a servir de reposo
para mentes borradas, sumergidas
en el tenaz olvido de uno mismo.







LA MENTE

        
             La mente es aquello de lo que el ego es inconsciente. Nosotros somos inconscientes de nuestras mentes. Nuestras mentes no son inconscientes. Nuestras mentes son conscientes de nosotros. Pregúntese a sí mismo quién es el que - o qué es lo que - sueña nuestros sueños. ¿Nuestras mentes inconscientes? El Soñador que sueña nuestros sueños conoce mucho más de ellos que nosotros mismos. Sólo desde una posición singular de alienación puede experimentarse como "Eso" el origen de la vida, la Fuente de la Vida. La mente de la que somos inconscientes es consciente de nosotros. Somos nosotros los que estamos fuera de nuestras mentes. No tenemos por qué ser inconscientes de nuestro mundo interno, (pero) la mayor parte del tiempo no nos damos cuenta de su existencia.

R.D. Laing



LA MUJER DEL TIEMPO



      Ayer conocí a la mujer del tiempo. Sé que era ella porque, antes de verla, recibí una llamada de teléfono y una de esas grabaciones que te piden que pulses números me dijo que me estaba esperando en la plaza del pueblo. La curiosidad me pierde e inmediatamente me dirigí al lugar convenido. La verdad es que no la había visto nunca, no salía en ninguna de las cadenas de televisión y ni siquiera tenía el aspecto de las chicas que desempeñan esa tarea. Parecía contar más de sesenta años y debía de haber estado guisando. Lo digo porque llevaba un delantal lleno de manchas de harina, cubriendo un sencillo jersey y unos pantalones de chándal. Me llamó por mi nombre, como si me conociera de toda la vida,  y nos refugiamos las dos bajo mi paraguas porque llovía a cántaros.
      - Perdona que venga así. Es que estoy haciendo rosquillas - dijo, ratificando mi primera impresión.
     - No deja de llover - observé -. ¿Van a seguir afectándonos las borrascas atlánticas?
          Para mi sorpresa, me contestó que ella no entendía de borrascas, no era lo suyo, que quería hablarme del final de nuestro tiempo. Como me veía preocupada por corrupciones, banqueros acaparadores e injusticias sin fin, quería tranquilizarme.
         - El agua lo limpia todo y es necesaria mucha agua para que desaparezca lo que habéis organizado.
       Ante mi sorpresa, porque yo no creo haber organizado nada, insistió en que todos habíamos contribuido de alguna manera a la situación que estamos viviendo y continuó diciendo:
         - Que no pare de llover es la señal de un cambio de era. ¿Recuerdas el diluvio?
            Bueno, recordarlo es más bien una figura retórica, pero le contesté que más o menos en todas las culturas se hablaba de un diluvio que había terminado con alguna civilización anterior. Ella asintió muy seria a mis palabras mientras miraba sus pies empapados, calzados con unas sencillas zapatillas de paño:
       - Efectivamente. Aquel diluvio acabó con la Atlántida. Y ahora te dejo porque voy a coger un buen resfriado con tanta agua. Además tengo que terminar las rosquillas. Debes estar tranquila. Esto se acabó.
        Salió corriendo sin darme ocasión de preguntarle qué es lo que se había acabado y desapareció. Decidí volver a casa y llamar al teléfono que me había informado de que ella me esperaba. Como de costumbre, me contestó una grabación y esta vez no me pedía pulsar ningún número. "Todas las líneas de empresas de telefonía están clausuradas" - decía -. "No vamos a vender nunca más productos telefónicos". Colgué, envuelta en la mayor de las confusiones. La mujer del tiempo no había mentido. Nuestro mundo, en verdad, había acabado. 
       Lancé un hondo suspiro. La lluvia golpeaba los cristales con más fuerza que nunca.