Estoy
a punto de declararme hambrienta. En los últimos tiempos, casi
sin darnos cuenta, nos quitan la comida de la boca. El culpable es un
ser invisible, un ente fenoménico de una voracidad ilimitada.
No sabemos su nombre ni hemos visto su rostro, se oculta bajo siglas
como alienígena venido de otros mundos. Escuchamos sus pasos,
retumban en el silencio de la noche, espía nuestros sueños,
controla la existencia y al amanecer vemos los resultados. Con tono
monocorde, bustos parlantes nos los comunican en pantallas de plasma.
Y a veces nos reprenden: Gastábamos demasiado, reíamos
demasiado, comíamos demasiado. Y también, vivíamos
demasiado. Por eso están estableciendo las medidas para que
muramos antes. Ese ser oculto está capacitado para poner freno
a lo que considera un desafuero. Tiene en nómina a los bustos
parlantes y los premia cuando hacen bien las cosas. Sonrisas, buenas
notas y nóminas y sobres abultados. Y los bultos parlantes se
sienten satisfechos. No hay que ir tanto al médico, no es
necesario un techo, ni siquiera un trabajo bien retribuido. Quizá,
si somos buenos, un mini job
y una ración escasa para poder cumplir jornadas leoninas sin
desmayo. Y rezar mucho, eso sí, sus dioses siempre han sido poderosos y amenazan con feroces infiernos a los que piensan, dudan o
pretenden vivir al margen de las normas que ellos dictan. Y lo más
importante: los ciudadanos deben procrear con abundancia para dar a
la patria futuros esclavos que sirvan de carnaza barata. Ya he dicho
que la gula del monstruo es infinita.
Por
eso estoy a punto de declararme hambrienta. Hambrienta de justicia,
ansiosa de otro mundo sin seres invisibles, sin monstruos que nos
priven del aire y de la vida.