EL
PRIMER MUNDO
Llegamos a El Paso, Texas, de
madrugada, después de múltiples escalas de avión y de comidas de plástico.
Buscamos un lugar donde cenar algo y encontramos un pequeño local en donde
apenas había clientes: algunos hombres en las mesas y cuatro o cinco mujeres
diminutas y muy pintadas, todas mexicanas, en la barra. En el centro del
establecimiento se alzaba una tarima bajo una iluminada esfera de
pequeños cristales, que giraba sobre sí misma. Un camarero flaco y verdoso se
acercó a nosotros. Nos miraba con desconfianza y a la petición de cenar nos
contestó que solo podía servirnos bebida y quizá unos frutos secos. Consumimos
resignadamente unos refrescos mientras una mujer delgada, de edad indefinida,
se subía al estrado. Tenía una larga melena oscura y llevaba un sucinto top
sobre unas mallas negras de látex, que marcaban los huesos de sus caderas y un
trasero aplastado. El camarero manipuló una grabadora y la voz susurrante de
Madonna comenzó a cantar Justify My Love. Los hombres de las mesas, hasta aquel
momento bebedores concienzudos e indiferentes, se volvieron para mirar a la
mujer que se contorsionaba al ritmo de las notas. La delgada estructura de su
cuerpo se volvía ondulante y sinuosa como la de una serpiente, perdía ángulos y
huecos y ofrecía la pelvis mientras se despojaba del top que arrojó a una de
las mesas. Sus senos eran pequeños, con oscuros pezones, unos pechos impúberes.
Los silenciosos espectadores rodearon la tarima, lanzando roncas exclamaciones.
La bailarina, con una sonrisa crispada, empezó a despojarse de las mallas sin dejar de contonearse. Las agudas
risitas de la chicas de la barra, pendientes también del espectáculo, llamaron
mi atención y entonces me di cuenta. Eran niñas. Incluida la que bailaba, ninguna tendría más de doce
años aunque ocultasen su puericia bajo el exagerado maquillaje y su escasa
estatura con ayuda de unos altos tacones. Mis compañeros y yo abonamos nuestra consumición y huimos
de aquel antro como si fuéramos los culpables del repulsivo espectáculo.
Días después, alguien me contó que la
policía estadounidense proporcionaba pases nocturnos a chiquillas mexicanas
para que amenizaran las noches de aquellos degenerados. Por la mañana volvían a
sus casas con unos pocos dólares, que permitían a su familia no morirse de
hambre.