DE "LA CONJURA DE LOS SABIOS"


      Cuando Julia abrió los ojos, el sol iluminaba generosamente la habitación del hotel. Se incorporó en la cama. Daniel dormía a su lado, apenas cubierta su desnudez con un extremo de la colcha. Se levantó con cuidado para no despertarlo y se envolvió con la primera ropa que encontró, presa de un incontenible pudor. Refugiada en el baño, sentada en el borde de la bañera, se preguntó aturdida qué había pasado. Según su reloj eran las doce y media. Habían pasado dos horas desde que llegaran y sólo podía recordar el acto amoroso más increíble que realizara en su vida. Luego se había hundido en un profundo sopor o tal vez se había desmayado. ¿Cómo podía saberlo? Devuelta bruscamente a la vigilia, a las rígidas coordenadas de lo cotidiano, todo lo ocurrido le parecía una locura. No sabía cómo enfrentarse a aquel hombre que seguía siendo un perfecto desconocido a pesar de lo ocurrido entre ellos. 
      Se duchó y se vistió de nuevo, intentando elaborar frases coherentes para el encuentro que se avecinaba. Pero se sentía ridícula en su afán por normalizar la situación. Aquel encuentro no había sido producto de la lujuria ni del deseo. Ni siquiera estaba segura de que aquel hombre le gustase. Un impulso irrefrenable la había lanzado en los brazos de un extraño que seguramente estaba casado y del que era lo más aconsejable despedirse cuanto antes. Haciendo acopio de todo su aplomo, entró en la habitación. Daniel se había despertado y la esperaba, completamente vestido ya, de pie en medio del cuarto. A juzgar por su difícil sonrisa, se sentía tan desconcertado como ella.
-No sé qué decir - murmuró con pueril sinceridad.
Julia suspiró e intentó poner un poco de orden en la habitación. Pero enseguida se dio por vencida. Se sentó en la cama y lo miró francamente a los ojos.
-¿Qué ha pasado? - su voz revelaba estupor - No soy ninguna niña, pero nunca en mi vida me había ocurrido algo semejante.
Daniel se sentó a su lado. Acarició sus cabellos, húmedos aún por la reciente ducha, con una profunda ternura.
          -¿Quién eres? - preguntó, pero continuó hablando antes de que ella contestase -   No me refiero a tu actividad profesional ni a tu estado civil. Las circunstancias que rodeen tu vida son irrelevantes. Hace más de un año que no me acerco a ninguna mujer. No creí que volviera a interesarme por ninguna. Y de pronto hoy... 

MIRADAS



Como en una matrioska disgregada
mi rostro se propaga en versiones idénticas
al romperse el espejo en que me miro.

Contingencias posibles, paralelas,
que no van a encontrarse en este mundo
y descubren caminos infinitos
al ser que me conforma.

Me han convertido miles de pupilas
en un caleidoscopio incomprensible.
Desde ojos que me ven como alarmante bruja
a otros en polo opuesto como hada bienhechora.

Yo no me reconozco.
No me veo.
No sé quién soy si no me mira nadie
ni en ningún vidrio me veo reflejada.

Es posible que toda mi existencia
descanse en la mirada de los otros.










(De "Los autorretratos". CUENTOS DEL OTRO LADO)



          En la otra estancia no había más que una pareja de mediana edad, enfrascada en la contemplación de los autorretratos, que ni siquiera se volvió para mirarla. Ella se acercó trémula. Ahora el pintor la observaba con decenas de ojos, todos ellos inmóviles y torturados. Van Gogh con sombrero de campesino, Van Gogh con su pelo anaranjado y crespo, Van Gogh con su oreja vendada, Van Gogh suplicando ayuda al espectador para acabar con su insoportable soledad. La Mujer se sintió invadida por un mórbido sentimiento de amor que estremeció todas las fibras de su ser. Sus ojos estaban anegados en lágrimas y le pareció que la sala entera se había iluminado como resultado de algún efecto mágico. Ella estaba dentro de aquellos autorretratos, podía ver su propio rostro en las líneas concéntricas que rodeaban la imagen del pintor, podía adivinarse en el interior de las lúcidas pupilas del artista. Era cada uno de los astros de “La Noche Estrellada”, cada uno de los brillantes “Girasoles” que aquí y allá atraían las miradas, cada una de las vidrieras de “La Iglesia de Auvers”. Hasta el doctor Gachet palpitaba en su interior, sintiéndose unida a él en una gozosa compasión. Ya no precisaba explicaciones porque todo estaba allí: El gozo y la desesperación, la soledad y la unión, la realidad y la ficción, la vida y la muerte. Todo era lo mismo. Y el saber que pertenecía a un plan tan ingente, a la mente genial del auténtico Van Gogh, hacía vibrar cada una de las pinceladas que componían su figura. Qué importaba que el verdadero autor se le escondiera; sus innumerables rostros estaban ante ella y sus expresiones se habían dulcificado. En todas ellas había una amorosa invitación. Se sintió flotar sobre la sala y sobre aquellos dos espectadores, que aunque no hubieran advertido siquiera su presencia, también la pertenecían, también formaban parte de la magna pintura.

   Se tendió junto a los aldeanos en “La siesta” y revoloteó jubilosa entre los fanales del “Café de noche”. Luego, dulcemente, temblando de dicha, se fundió con las espirales que rodeaban los autorretratos de Van Gogh. Mientras se desvanecía sintió un enervante desfallecimiento...



EL CAMBIO


Balas de plata aciertan en el núcleo rojo
del vampiro sin nombre.
Ojos desorientados buscan con persistencia
cuencas que les acojan.


Gruñidos inclementes se pierden en las bocas
de las alcantarillas de ciudades vacías.
Y el monstruo maloliente que rapiña las vidas
se va de vacaciones a una playa desierta.

Los caminos se han hecho laberintos
y las nubes aguardan sentadas en el monte.
La oveja disimula disfrazada de lobo
y los muertos se arrancan los sudarios.

Se detienen en verde los semáforos
y a la palabra odio la engullen las cloacas.
Los árboles se apartan para mostrar el bosque
y expiden poesías los contables bancarios.

Hoy escuché redoble de tambores,
anunciando que llega el anhelado cambio.
Me he sentado a esperarlo en el umbral de casa.
Lo acogeré en mis brazos cuando caiga la tarde.







MIRÓ AL SOSLAYO


Miró al soslayo, fuese y no hubo nada,
que diría Miguel, el manco más insigne,
sugiriendo quizá miradas altaneras.
Porque hay mucha soberbia
disfrazada de pulcras encomiendas.

Todo un cúmulo de vistazos sesgados,
que miran y no ven con cruel indiferencia
el inmenso dolor que se arrastra en la tierra,
tanto llanto callado, formando torrenteras.

No soy nada ni nadie me ha llamado
a arreglar este mundo destruido,
pero dejadme que grite mi disgusto
contra el desinterés
que brota a cada paso del camino.

Dejadme que en un sueño les devuelva la vista
a aquellos que presumen de invidentes
para que al fin contemplen cómo es el desamparo,
los graneros vacíos
y la desesperanza que infecta las heridas.

Dejadme deshacer el hielo de sus torres
con la mirada ardiente de tantos invisibles,
que rodeen el orbe en una larga marcha
y llenen de bullicio sus estradas tranquilas.

Caigan las fortalezas de crueles concertinas.
Luzca el piadoso sol debajo de los puentes.
Vuelva a llover maná en medio del desierto
y la palabra hermano brote de las gargantas
que ayer permanecían mudas y amordazadas.

Y quede clausurada para siempre,
como una inmunda lacra perdida en el olvido,
la mirada al soslayo entre seres idénticos.





ENTELEQUIAS


Echo de menos caricias que no hubo
y recuerdos de un beso
perdido en el umbral de los deseos,
secretos sofocados en sábanas de seda
y susurros colgados de los árboles,
inaudibles en noches turbulentas.


Los cúmulos y nimbos arrastran nuestros nombres
y dibujan con ellos en el aire figuras legendarias.
Desde el vacío de una caracola
llega tu voz diáfana a mi oído
con rumores de mar y chasquidos de olas
tan innegables como tu inexistencia.

Sueño que te conozco y no te veo,
mejor quedo contigo para próximas vidas,
en que el mar me vomite lo mismo que a Afrodita.

Te inventaré de nuevo como las poetisas

escribiendo una historia en mil y un hemistiquios
y pondré a buen recaudo el manuscrito.
Quizá nadie lo lea, ni siquiera nosotros
porque pienso escribirlo en papeles mojados.
Así continuaremos existiendo de incógnito.

SONAMBULISMO

            Me he visto en un sueño desgraciado, donde la calva insomne laboraba sin tregua y la injusticia se multiplicaba como una pandemia catastrófica. En un frío escenario futurista, que recordaba a Blade Runner, me había bastado con apretar un dispositivo para poner en marcha la película. Asombrada, yo misma la veía en una gran pantalla y me contemplaba dentro y fuera de una cinta plagada de tragedias. Bajo los tejados de aquel mundo fabricado por mi mente, se agitaban los debates, las múltiples cópulas, los llantos de niños y las torpezas de los ancianos, que habían pasado a ser los hijos de aquellos que lloraban. Y también hombres y mujeres, bebiendo soledad de una botella; vigilantes nocturnos, que habían olvidado la luz del sol; soldados, haciendo prácticas de tiro sobre muñecos con forma humana, y ladrones asaltando joyerías. Todos ellos atados a una noria de la que no podían escapar.  
       
       Gobernantes toscos e incapaces llevaban a la humanidad al desastre, ungidos a otra dantesca rueda desde donde únicamente podían verse entre ellos. Encerrados en sus despachos, dividían el orbe entre amigos y enemigos, pobres y ricos, productores y consumidores, y enfrentaban con colores, banderas y muros a unos hombres contra otros. También creaban guerras, inventaban crisis económicas y gestionaban la información, ocultando datos y divulgando hasta la extenuación peligros de todo tipo, 
      
      Pero había un círculo que les abarcaba a todos, por encima de razas, prestigio e incluso capacidad mental: el Miedo. Un círculo oscuro que a los poderosos les obligaba a reprimir y castigar y a los otros les paralizaba y embrutecía.
     
       No me gustaba aquella historia y decidí apagar la proyección. Al fin y al cabo lo único que tenía que hacer era apretar un botón para mudar de universo.
    
        Y entonces desperté. 
   
    Ni siquiera he abierto las ventanas todavía. Me da miedo comprobar que no ha cambiado la película.