DE "LA CONJURA DE LOS SABIOS"


          Una manifestación, formada por unas cincuenta personas, atravesó la calle interrumpiendo la marcha del vehículo. Eran hombres y mujeres que caminaban bajo la lluvia, totalmente en silencio. Los lemas de las pancartas hechas con lienzos de tela se habían transformado en borrones ilegibles por efecto del agua, pero ellos seguían portándolas en alto, confiados en que los transeúntes entendieran sus peticiones. Inútil propósito, pues apenas había gente por la calle, nadie que presenciara el fantasmal desfile. El taxista lanzó una carcajada sarcástica.
            -¡Como éstos! - dijo - ¿Qué pretenden? ¿Ocupar el sitio y quedarse con el trabajo de los que hemos nacido aquí?
            -¿Quiénes son? - preguntó Ramón, conmovido por la contemplación de aquellos rostros inexpresivos.
            -¿Es que no lo ve? Moros que vienen a oleadas cada día, montados en pateras, jugándose la vida en el Estrecho. Deben de pensar que aquí atamos los perros con longaniza. ¡Aquí hay que trabajar, señor mío! Y todos estos son unos mangantes.
            Ramón no contestó. Él conocía bien aquellas miradas, las había visto brillar en rostros de piel más oscura. Eran los mismos ojos, la misma tristeza de los desterrados, la misma súplica, el mismo desamparo.
            -Han habilitado unos barracones para ellos, pero están a punto de echarlos - seguía la arenga del indignado conductor - La Generalitat no puede cargar con todos los menesterosos del mundo. ¡Que exijan derechos en su país y así no tendrán que pedir aquí papeles y trabajo!
            Golpeó furioso el claxon y los últimos integrantes de la marcha saltaron asustados, lo que provocó el regocijo del taxista que bajó la ventanilla y les gritó entre risas:
            -Os gusta el agua, ¿eh? Salís de la patera y os ponéis a pasear bajo la lluvia.
            Decididamente, pensó Ramón, había algo que equiparaba las sociedades más dispares: La crueldad. Los verdugos eran idénticos en todas partes.

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