NACIMIENTO




Atravesaba aquel túnel oscuro con dificultad. Empujaba con todas mis fuerzas, guiándome por la luz que se adivinaba al fondo. Había abandonado la cápsula que fuera mi refugio durante nueve meses. Un cálido y húmedo refugio desde donde percibía cada una de las reacciones del ser que me daba cabida: su rebeldía juvenil, su amor, sus dudas, hasta sus lágrimas por la posición en que mi llegada la ponía ante su mundo estrecho y convencional. Podía sentir cada una de sus emociones en los fluidos que corrían por sus venas y las mías. Su desconsuelo me entristecía, sus amorosas palabras eran como una caricia para mi rostro de esfinge, su rabia me asustaba y hacía que me encogiera sobre mí misma, buscando inútilmente consuelo. Yo sabía que ella había olvidado nuestro pacto y que me había colado por la puerta de atrás de una sociedad llena de rígidas normas. Y aunque en aquel pequeño espacio que me albergaba sólo mandasen las sensaciones, una palabra empezaba a abrirse paso en mis células: Madre.

Los dos eran hermosos y jóvenes. Nada más conocerse les había unido aquella pasión: una fatal atracción de la especie que derribaba muros y obstáculos. El dinero, las dificultades, las familias, la falta de trabajo, quedaban aplastados por el hechizo del amor donde el tiempo, la razón o el cálculo estaban excluidos. Se habían postrado pronunciando su “Fiat” ante la presencia inefable del Ser que les había elegido, concibiéndome en una eterna ceremonia de vida. 

Pero en su dimensión ellos no recordaban. Yo también olvidaría en cuanto llegara al final del túnel. Siempre había sido así, desde el principio de los tiempos. Habría que volver a caminar con paso lento, aprender a andar, tambaleante primero, más segura después, con asombrado estupor al final. Habría que aprender a amar y a despedir, a gozar y a sufrir de nuevo. Y quizá, si me esforzaba, si estaba atenta, si confiaba, quizá consiguiera caminar sin bastón alguno, tirando las muletas. 

La luz estaba más cerca. Un resplandor que no cegaba y que me llenaba de un sin fin de temores no definidos, mezclados con la impaciencia. El túnel se estrechaba y la presión de mis sienes se hacía insoportable. Un poco más, un poco mas... El ruido rítmico de dos corazones se fundía hasta parecer uno solo. Un poco más... La luz era más intensa. 

De repente me sentí arrojada al aire, al frío, a un vacío olvidado que golpeó con fuerza mis pulmones. Mi grito se mezcló con el de ella. Era un alarido desgarrado de dolor, de vida. Y una voz desconocida resonó en mis oídos: 

- Es una niña- dijo. 

En mi mente se borraban poco a poco los recuerdos. 





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