NO ME ACUERDO





 

           No me acuerdo porque los rostros se borran como pisadas en la arena de la playa y las mentiras las arrastra el viento como orgasmos fingidos.


     No me acuerdo, pero mis labios me queman y su rostro se dibuja en el embozo.


      No me acuerdo, pero mis entrañas se dividen en un alarido sin epidural.


            No me acuerdo, pero hemos desaparecido de nuevo tú y yo al sobrevolar el Triángulo de las Bermudas.


            No me acuerdo, así que deja de mostrarme ese antiguo contrato porque tampoco me acuerdo de las palabras.


           No me acuerdo de los besos en la fila de los mancos no viendo a Clark Gable en "Lo que el viento se llevó".

 

         Se han llenado de olvidos mis armarios.


        Tengo que hacer limpieza y poner bolsitas de naftalina porque la polilla está hambrienta de recuerdos.

         

 

 

 

 

 

 

 


A VECES

A veces se me cuela en el cerebro

como una sabandija

que repta por debajo de la puerta,

la sospecha inquietante

de que es quimérico todo lo vivido.

Que no hay otro momento real e inabarcable

que el presente sin tiempo,

en donde mi persona es menos que la nada,

apenas un compendio de recuerdos filtrados

por alguien que me sueña distraído y apático.

Y enumero segundos, nombres, risas y lágrimas,

plantada ante el abismo del mar interminable

de las inexistencias.

Siempre invento razones, algún rostro y mil traumas,

y tiemblo por el miedo de volver a encontrarme

escondida en la broza de un camino

carente de sentido.

Mas al fondo del alma hay alguien que palpita,

hay alguien que me mira y que rubrica

que mi realidad es el deseo,

que mi única verdad es la esperanza.

 


EL TRONCO DEL BRASIL

Mi abuela materna llevaba tres meses en silencio, fijos los ojos en el techo de la habitación, ausente de lo que la rodeaba y de sí misma. El día en el que decidió abandonar aquel cuerpo provecto y cansado floreció mi viejo tronco del Brasil. En lo alto de sus hojas nació un hermoso ramo de flores blancas, que durante muchos días esparció su perfume por la casa, desde el atardecer hasta la salida del sol, como si se hubiesen vertido litros de alguna esencia penetrante. La planta llevaba en casa más de veinte años y jamás había hecho semejante alarde, pero lo cierto - ahora lo tengo claro - es que era capaz de percibir algunas muertes.

    Durante más de tres lustros el tronco volvió a comportarse como una discreta planta de interior. Yo lo regaba, le quitaba las hojas secas, le abonaba en primavera y hasta le cambiaba de tiesto y regalaba sus vástagos a los amigos, ya que se había convertido en un formidable árbol. Pero lo que no advertí es que encima de sus últimas hojas había aparecido de nuevo una vara de la que nacían unas pequeñas bolas. Mi anciana suegra llevaba meses refugiada en sí misma, sin comunicación alguna con los que la rodeaban. Y un día se fue, sencilla y silenciosamente como había vivido. Y entonces, la vara surgida del tronco del Brasil se abrió de nuevo. Esta vez sus flores eran más pequeñas y menos fragantes, pero allí estaban conmemorando con toda solemnidad la muerte de un ser querido.

    Aquel nuevo esfuerzo tuvo sus consecuencias en el árbol. Uno de sus tallos se secó, perdió hojas y él y yo luchamos juntos para que no pereciera. Por fortuna a los pocos meses recuperó su fuerza y primitivo verdor como si nada hubiera sucedido. Y de nuevo cayeron páginas del calendario, sumándose seis años más al reloj de la vida, hasta que mi padre, enfermo de Alzheimer desde hacía muchos años, decidió por fin abandonar un mundo en el que todo le era ajeno: ni siquiera era capaz de reconocer su propia imagen en el espejo. Mi viejo tronco acudió de nuevo a esta cita. Volvió a regalarme un hermoso ramo de flores blancas y perfumadas, que se abrieron el mismo día en que mi progenitor cerró los ojos.

    Durante este tiempo me han abandonado otros seres queridos por edad, o por esa cita con la muerte a la que todos acudimos puntualmente. Mi querida planta sólo ha florecido cuando el que abandonaba este mundo llevaba ya un tiempo al otro lado del espejo. Quizá es el mensaje de que pertenecemos a todo lo que existe y una pequeña parte de la Mente Universal se encierra en nuestro cerebro.

 








EL ÁNGEL DE LA VIDA

Tuve miedo en la infancia.

Mucho miedo.

Incomprensibles lenguas gritaban,

se insultaban, envenenaban el ritmo de la noche.

Las ropas se agitaban en las perchas,

cuervos amenazantes, y

el silencio ansiado aleteaba lejos,

remotamente, tránsfuga de mi alcance.

Ni siquiera el embozo me volvía invisible.

No fue nunca un escudo

contra el odio ni adarga contra un monstruo

y, apretando los párpados y doblando las piernas,

retornaba hacia el útero materno.

 

Y de pronto, allí dentro, en el fondo del cosmos,

surgió lo inesperado, lo imposible:

la sonrisa tranquila y luminosa

del ángel de la vida.

Yo le seguí despacio a las estrellas,

 él me cerró los párpados,

y el miedo recogió sus amenazas,

de vuelta a los armarios.

 

 

 

 

 

 

NUEVO AÑO

 

Aquí estoy aguardando que retorne

la musa a visitarme.

Esquiva como nunca se oculta entre los pliegues

de un terciopelo negro sin luna que lo alumbre.

Rabilargos, torcaces y petirrojos varios

juegan al pilla pilla y van de árbol en árbol.

Recitan el poema de la vida que fluye.

Se burlan de mi espera,

colgando de sus picos un almíbar de risas

y notas de esperanza al batir de sus alas.

 

El horizonte, que huye como siempre acostumbra,

anuncia el nuevo año,

más de trescientos días reservados, ocultos.

De momento es novato, sonriente,

aprendiz de destrezas y sorpresas sin cuento.

No espero sus caricias,

tampoco quiero premios ni distinción alguna.

Me conformo con transitar sus días

con la llave que abra la puerta de otra historia.

Sin agrios sobresaltos.