ALELUYA

Me encuentro una aleluya con cara de domingo,
transportando en sus labios historias infantiles,
aquel beso robado en la Estación de Atocha,
el sueño de una Inés con botas militares, 
tu voz, la llave del portal en mi bolsillo,
la niña repetida en sendos nacimientos
y tu inefable ausencia llenando los rincones.

Y la perplejidad nos amanece
y paraliza los arcos de las cejas.

¿Está todo tan cerca o ha venido a mi encuentro la alegría?
TE QUIERO MUCHO
(a mi madre)


Ábrete Sésamo, gritaron tus células
y salieron de ti nuevas vidas,
abriéndote en canal de parte a parte.
Y muy quedo dijiste te quiero mucho, hija,
y tu voz discurrió por las aguas del tiempo.
Suspendida.
Por siempre.
Como una confesión de amor
prohibida por pretéritos acuerdos,
un clamor por la paz
o el último estertor del moribundo.

Susurraste sin voz te quiero mucho
y fue el revoloteo de una falda de baile,
fue un pañuelo secando las lágrimas de un niño,
una flor de jazmín cegando los fusiles,
fue una gota de leche en mis labios lactantes,
un cordón que ligó la suerte de dos vidas.
La tuya con la mía.

Inseparables, madre.



OLVIDOS


          Se han llenado de olvidos mis armarios.

         No me acuerdo de los rostros que se borran como pisadas en la arena de la playa ni de las mentiras que suenan como orgasmos fingidos.

         No me acuerdo, pero mis labios me queman y tu rostro se dibuja en el embozo de la sábana.

       No me acuerdo, pero mis entrañas se dividen a veces en un alarido sin anestesia epidural.

         No me acuerdo, pero tú y yo hemos desaparecido de nuevo  al sobrevolar el Triángulo de las Bermudas.

           No me acuerdo de los besos en la fila de los mancos no viendo a Clark Gable en "Lo que el viento se llevó".

        No me acuerdo de gran cosa, así que deja de mostrarme ese antiguo contrato porque tampoco me acuerdo de cómo leerlo.

            Se han llenado de olvidos mis armarios.  

         Tengo que hacer limpieza y poner bolsitas de naftalina porque la polilla está hambrienta de recuerdos.

         
UNA HISTORIA REAL


             Mi abuela materna llevaba tres meses en silencio, fijos los ojos en el techo de la habitación, ausente de lo que la rodeaba y de sí misma. El día en el que decidió abandonar aquel cuerpo viejo y cansado floreció mi viejo tronco del Brasil. En lo alto de sus hojas nació un hermoso ramo de flores blancas, que durante muchos días esparció su perfume por la casa, desde el atardecer hasta la salida del sol, como si se hubiesen vertido litros de alguna esencia penetrante. La planta llevaba en casa más de veinte años y jamás había hecho semejante alarde, pero lo cierto - ahora lo tengo claro - es que su floración no era casual.

                Durante más de tres lustros el tronco volvió a comportarse como una discreta planta de interior. Yo lo regaba, le quitaba las hojas secas, le abonaba en primavera y hasta le cambiaba de tiesto y regalaba sus vástagos a los amigos, ya que se había convertido en un formidable árbol. Pero lo que no advertí es que encima de sus últimas hojas había aparecido de nuevo una vara de la que nacían unas pequeñas bolas. Mi anciana suegra llevaba meses refugiada en sí misma, sin comunicación alguna con los que la rodeaban. Y un día se fue, sencilla y silenciosamente como había vivido. Y entonces, la vara surgida del tronco del Brasil se abrió de nuevo. Esta vez sus flores eran más pequeñas y menos fragantes, pero allí estaban conmemorando con toda solemnidad la muerte de un ser querido.

                Aquel nuevo esfuerzo tuvo sus consecuencias en el árbol. Uno de sus tallos se secó, perdió hojas y él y yo luchamos juntos para que no pereciera. Por fortuna a los pocos meses recuperó su fuerza y primitivo verdor como si nada hubiera sucedido. Y de nuevo cayeron páginas del calendario, sumándose seis años más al reloj de la vida, hasta que mi padre, enfermo de Alzheimer desde hacía muchos años, decidió por fin abandonar un mundo en el que todo le era ajeno, ni siquiera era capaz de reconocer su propia imagen en el espejo. Mi viejo tronco acudió de nuevo a esta cita. Volvió a regalarme un hermoso ramo de flores blancas y perfumadas, que se abrieron el mismo día que mi progenitor cerró los ojos.

                Durante este tiempo me han abandonado otros seres queridos por edad, o por esa cita con la muerte a la que todos acudimos puntualmente. Mi querida planta sólo ha florecido cuando el que abandona este mundo llevaba ya un tiempo al otro lado del espejo. Quizá es el mensaje de que pertenecemos a todo lo que existe y sólo una pequeña parte de la Mente Universal se encierra en nuestro cerebro.  

                
LA LUNA

Siempre se declaró lunática ferviente.
La blanquinosa linterna del satélite
le mostraba el camino,
le borraba las huellas, la apariencia, los rasgos,
la emborronaba y confundía en sombras,
argentaba el fulgor de sus pupilas.

Escogió como faro a esa luna,
que sólo se sonroja
cuando el sol la rehúye,
que contempla impasible las batallas,
ya sean provocadas por el odio,
o por las empapadas carantoñas
ocultas en la umbría de los lechos adúlteros.

Y una noche de abril la vio en el cielo,
dominando el astral,
henchida y plena.
No hacían falta postes kilométricos
para saberla cerca y así, sin miedo,
trepó por el fulgor de su melena
y se bañó en su mar que dicen que es tranquilo.

Con la frecuencia de la luna nueva
conversa en morse desde algún lucero
para calmar la lobreguez de mi alma.
Después, noche tras noche, barre la penumbra
y exhibe el esplendor del reverbero.

Ha aprendido a recorrer arcoíris
y baila con auroras boreales,
y cuando ve que surge algún parhelio
se viste con la luz del triple sol
y luego, refulgente,
transmutada en la plata que la acoge,
entra por la ventana hasta mi cama.