Me
he visto en un sueño desgraciado, donde la calva insomne laboraba sin tregua y la
injusticia se multiplicaba como una pandemia catastrófica. En un frío escenario
futurista, que recordaba a Blade Runner, me había bastado con apretar un
dispositivo para poner en marcha la película. Asombrada, yo misma la veía en
una gran pantalla y me contemplaba dentro y fuera de una cinta plagada de
tragedias. Bajo los tejados de aquel mundo fabricado por mi mente, se agitaban
los debates, las múltiples cópulas, los llantos de niños y las
torpezas de los ancianos, que habían pasado a ser los hijos de aquellos que
lloraban. Y también hombres y mujeres, bebiendo soledad de una botella; vigilantes nocturnos, que habían olvidado la luz del sol; soldados, haciendo prácticas de tiro sobre muñecos con forma humana, y ladrones asaltando joyerías. Todos ellos atados a una noria de la que no
podían escapar.
Gobernantes
toscos e incapaces llevaban a la humanidad al desastre, ungidos a otra dantesca rueda
desde donde únicamente podían verse entre ellos. Encerrados en sus despachos, dividían el orbe entre amigos y
enemigos, pobres y ricos, productores y consumidores, y enfrentaban con
colores, banderas y muros a unos hombres contra otros. También creaban guerras, inventaban crisis económicas y gestionaban la información,
ocultando datos y divulgando hasta la extenuación peligros de todo tipo,
Pero
había un círculo que les abarcaba a todos, por encima de razas, prestigio e
incluso capacidad mental: el Miedo. Un círculo oscuro que a los poderosos les
obligaba a reprimir y castigar y a los otros les paralizaba y embrutecía.
No
me gustaba aquella historia y decidí apagar la proyección. Al fin y al cabo lo
único que tenía que hacer era apretar un botón para mudar de universo.
Y
entonces desperté.
Ni siquiera he abierto las ventanas todavía. Me da miedo comprobar que no ha cambiado la película.