El recuerdo indeleble suele ser inquietante,
desarmónico,
como tú, mendicante innominado de mi
lejana infancia.
Paseabas tu imagen de soledad suicida
calle arriba y abajo, o te ocultabas en un
portal sombrío,
cercado por miradas suspicaces.
Apártate, cuidado, no te cruces con él.
La miseria resulta amenazante.
Arrastrabas contigo todo tu patrimonio:
un saco apolillado por el hambre de
siglos,
una botella amable para ayudar al sueño
y un can despeluchado que respondía
al nombre de Colega, un reconocimiento
para el único amigo al que no amedrentabas.
Apártate, cuidado, no te cruces con él.
La miseria puede ser contagiosa.
Algunos te llamaban El Caoba
porque tu oficio fue el de carpintero
cuando a nadie asustabas.
Una noche lidiaste al Minotauro de tus
desvaríos
y sucumbiste debajo de las ruedas
de un camión de reparto.
Sólo Colega acompañó con lúgubres aullidos
tu solitaria marcha al cementerio.
Yo respiré tranquila. A partir de aquel
día
ya no volví a cruzarme con el hombre del
saco.
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