EL TEATRO




El lugar más fascinante de mi colegio era el foso del teatro, un lugar mal iluminado y angosto,
situado debajo del escenario. Las monjas aseguraban que estaba lleno de ratas, aunque yo nunca
vi ninguna, supongo que sólo era una artimaña para que no bajáramos allí. Con el corazón palpitante,
alerta al menor ruido, aprovechaba los descuidos de sor Amparo, que además de mi profesora era
la directora del cuadro escénico, y bajaba de puntillas la escalerilla de madera que conducía a aquel
lugar de ensueño. Había trajes de época de brillantes brocados desgastados, túnicas de raso, alas de
plumas despeluchadas y un armario con puertas de cristal que contenía los más variados objetos:
cetros dorados, coronas de hojalata, puntiagudas babuchas, collares y abalorios de cuentas y piedras
que relucían en la semioscuridad del reducido cuartito.

Mi primer contacto con las tablas se produjo al poco de llegar a aquel colegio. Apenas tendría ocho años
y fue en una de las tantas celebraciones del centro con motivo de la llegada de la Superiora desde
Italia o de algún evento religioso, vaya usted a saber. Pidieron voluntarias para recitar un verso y
no lo dudé un segundo: me puse en pie y me ofrecí para una tarea desconocida, que me atraía
poderosamente. Sor Amparo me hizo salir en medio de la clase y me alargó una poesía de Gabriel
y Galán, “La Pedrada”, que relataba una procesión de Semana Santa con la estatua de un Nazareno
y la reacción de un niño, indignado por el sufrimiento de la imagen. Durante un par de semanas
recité aquellos versos a todas horas. No podía comer y dormía sobresaltada en medio de pesadillas,
que también sufriría de adulta, en las que me encontraba sola en un escenario, aterrorizada por no
recordar una sola frase de mi papel.

El día temido llegó por fin. ¿Y si en el último momento me caía, tropezaba, me equivocaba,
fallaba...? Media hora antes de dar la entrada al público, estaba ya en el escenario vestida con el
uniforme del colegio, que ese día mi madre había lavado y planchado impecablemente
recomendándome no sentarme, no mancharlo, no arrugarlo... Apartada, en un rincón, repetía bajito:

- Cuando pasa el Nazareno

de la túnica morada,

con la frente ensangrentada...

Llegaba hasta ahí, había olvidado el resto. Tenía que echar una ojeada al papel para leer aquello de:

-...la mirada de Dios bueno

y la soga al cuello echada...

Después podía seguir sin problemas, lo que no solucionaba el que siempre me atascase en el
mismo sitio.

El murmullo de la gente entrando en el teatro me devolvió a la realidad y agudizó mi angustia.
Con mucho cuidado, abrí una rendija por una esquina del telón y contemplé la creciente animación
del público que buscaba sitio. Movían las sillas, se saludaban, reían ajenos a la febril actividad y
nerviosismo que reinaba entre bambalinas. El escenario se había ido llenando con las alumnas de
segundo de bachillerato, vestidas con un traje regional de alguna zona imprecisa de Castilla o
Galicia, bastante conocido en el colegio porque era el único existente en los vestuarios del teatro.
Llevaban todas faldas rojas de paño sobre enaguas almidonadas, corpiños negros, blusas blancas
y zapatillas de esparto, atadas con cintas sobre las medias; sin olvidar los pololos, claro, que
tapaban pudorosamente sus piernas hasta las rodillas. Nos sabíamos de memoria aquel
baile, porque abría con frecuencia actos teatrales y celebraciones, al que llamábamos “El Paloteo”.
Sonaron tres timbres y el corazón me golpeó con fuerza en las sienes. Todavía estaba a tiempo.
Podía bajar disimuladamente por la escalerilla que desembocaba en el patio de butacas y
escabullirme hasta la salida. En aquel momento nadie lo notaría y estaría a salvo de la humillación
y el ridículo ante tanta gente. Se apagaron las luces y el murmullo del público fue decreciendo.
El telón empezó a abrirse pesadamente, con un sordo chirrido de poleas. Los focos del escenario
se encendieron y un rosado resplandor iluminó a las bailarinas que aguantaban inmóviles con
los palos sobre sus cabezas. Cuando sonó el primer acorde de la música, las chicas lo
acompañaron con un sordo golpe de los palos y empezó el baile. Yo intentaba recordar
la poesía inútilmente. Había dejado las hojas al otro lado del telón y no había paso por detrás
del decorado para poder recuperarlas. Miré a sor Amparo, que contemplaba el baile con una
sonrisa embobada y tiré con cuidado de la ancha manga de su hábito.

- No me acuerdo - dije.

Ella ni siquiera me miró. Mi susurro había sido ahogado por el ruido de la música y los golpes de
los palos. Me resigné a mi suerte. Me colocaría donde se me había dicho y, si no recuperaba
la memoria, saldría corriendo y jamás se me ocurriría volver a subirme a un escenario, lugar
que me parecía reservado para personas con un formidable talento, que a mí se me había negado.
Los aplausos del público me hicieron dar un respingo. Sor Amparo murmuró a mi oído:

- Preparada.

Se hizo un oscuro y noté que me empujaban. Salí tropezando en la oscuridad. Una luz mortecina
me llegaba de las cajas y me situé en mi lugar ante el telón. ¿”Cuando pasa el Nazareno”, qué?,
repetía yo mentalmente. La luz de un cenital, me cegó. Intenté mirar a través del resplandor, cosa
imposible, porque ante mí se abría una especie de agujero negro, silencioso, abismal. Era como si
toda la gente que ocupaba el recinto hubiera desaparecido, borrada por algún espíritu compasivo.
De reojo, veía a sor Amparo hacerme gestos y apuntarme el principio de la poesía, aquello de
“cuando pasa el Nazareno” con un tono urgente y preocupado. Abrí la boca, dudaba de mi
capacidad de emitir sonido alguno. Unas toses en el público me hicieron recordar que el monstruo
de cien cabezas, que se sentaba abajo, seguía presente aunque yo no pudiese verlo.

Mi voz me sobresaltó. Sonaba extraña, como si no me perteneciera, como si alguien desconocido
hablase por mí en un tono seguro, alto y claro. Las palabras olvidadas llegaban a mis labios en
medio de un silencio cada vez más expectante y profundo. La insegura criatura de momentos antes
se había esfumado, dando paso a un ser irreconocible que disfrutaba de aquella experiencia.
Mis ojos se llenaron de lágrimas, sumergida en la historia que estaba contando, cuando el niño
tiraba la piedra contra el sicario que atormentaba al Nazareno. Un ruido compacto y estridente
me llegó desde el agujero negro que tenía ante mí. Comprendí que la poesía había terminado y
que eran aplausos. El escenario se llenó de gente: mi madre, mis abuelas, compañeras, profesoras.
Todos estaban encantados, ¡les había gustado! 

Como recuerdo de aquella tarde conservo una fotografía. Una pequeña colegiala, situada delante
del telón, alza los brazos teatralmente, entregada en cuerpo y alma al recitado de la poesía.
Lleva unas trenzas oscuras, un enorme flequillo, partido en dos por un rebelde remolino y un dedo
de combinación blanca asomando por debajo del negro uniforme. El teatro acababa de hacer la
aparición en mi vida.


LOS VENCIDOS




Me siento reflejada en los vencidos,
los que han perdido todas las batallas.
Me identifico con sus desolaciones,
con su afán de justicia, con sus luchas,
y comparto su abandono y sus lágrimas.

Por eso mismo temo a los vencedores.
Me disgustan sus himnos, sus banderas,
esos desfiles rítmicos de botas,
chapoteando en la sangre de sus víctimas.
Me dan miedo sus bélicas arengas,
sus relatos de gloria en los libros de texto
y sus momificados adalides
en algún monumento megalítico.

Prefiero la inocencia de la rosa,
que se estrena y marchita
al tórrido contacto del sol de la canícula,
los primeros amores que celebran
la tregua de las balas,
las luminarias de miles de mecheros
o el jocoso aleteo de una paloma errante
que ha encontrado por fin el nido que buscaba.

Vencidos de mil pueblos se yerguen a lo lejos
y enarbolan sus níveas banderas
con promesas de paz y de justicia.
Avanzan imparables,
transformando depósitos de odio
en la pujanza invicta de la vida.









EL VIAJE

          Tengo la sensación de que siempre se viaja en solitario, aunque te acompañen multitudes. No me gusta fijarme un destino. Ni proyectar visitas o recorridos. Puedo ver una y otra vez lo mismo, que parece cambiar a cada ojeada. Trasladarme sin rumbo. Dejar que el viento, un encuentro o un guiño cualquiera me señale el camino. Así me siento falsamente libre. 

       
           No huyo de cosa alguna ni vengo de ningún sitio, o más bien no recuerdo el sitio de donde vengo: el umbral del mundo por el que empecé a moverme.  Estoy aquí. Ni siquiera aquí. Me sobra el adverbio. Sólo estoy. Si pudiera saber adónde voy, sabría donde termina el camino, intentaría vencer el vértigo y me asomaría al abismo. Pero el camino se reinicia vaya adónde vaya. Es cierto que cambian colores y rostros, costumbres y clima, pero todo responde a una lógica inmutable e indiscutible. 
      
          Sin embargo en muchas ocasiones me gusta lo que veo y me asalta la duda: ¿Será esto un secuestro y estaré aquejada, como tantos otros, por el síndrome de Estocolmo?