EL UNICORNIO
Me despierta la luz anaranjada del amanecer. Los dos
soles, el rojo por el oeste y el dorado por el este, se elevan lentamente,
coinciden en el centro del cielo y unen sus rayos para saludarme. Me levanto y sacudo mis crines. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? En mi mente no hay
recuerdos anteriores, por eso supongo que una eternidad, pero mis músculos
siguen fuertes y elásticos, como si mi existencia atravesase centurias y no
conociera la muerte. Tengo sed y bajo despacio al río de miel. Antes galopaba de aquí para allá a través de los campos azules,
teniendo cuidado de no aplastar las flores con mis pezuñas de plata. Algunas
veces llegaba hasta las montañas blancas, donde los soles acarician la nieve
con cuidado para no derretirla. Vivo en un sitio hermoso, donde hay alimento, no
existen las luchas ni más estación que la primavera.
Hace varias eras conocí a un ser llamado Mujer. Me dijo
que en el lugar que ella había abandonado había lágrimas y muerte. Sabía
llorar. Sí, era sorprendente: gotas de agua resbalaban por su rostro al
recordar el sufrimiento de sus congéneres. Y también reía. El sonido que salía
de su garganta era como la música que lanzan aquí las cascadas. Un repiqueteo
de cascabeles. Luego desapareció y desde entonces languidezco. Soy único,
irrepetible y bello, Mujer lo dijo, por eso el precio de mi belleza es la
soledad. También dijo que yo era producto de su sueño, me dejó reposar la
cabeza en su regazo y acarició con cariño mi único cuerno. Se marchó por la Puerta
de Gaia que hay bajo el sol del oeste y me advirtió que no la siguiera
porque, si lo hacía, tendría que morir para volver al paraíso. Así llamó a mi
mundo: El paraíso.
Hoy lo he decidido. Voy a ir tras Mujer. Quiero aprender
a reír y llorar como ella.
La Puerta de Gaia es una arcada grabada con seres
fantásticos como yo: dragones, titanes, hidras, hadas, duendes y elfos. Seres
míticos, que en otro tiempo existieron y que ahora solo son relieves coloreados.
No se ve nada al otro lado y muy despacio atravieso el umbral. Lo último que
veo al cruzarlo es que mi imagen se plasma en la piedra del arco, tallada por
una mano invisible.
El sol de la mañana me despierta. Ella se acurruca en mis
brazos. Huele a canela, a vida, a algo cálido y tonificante. "He soñado
que era un unicornio", susurro en su oído. "Me alegro de que hayas cruzado la puerta", me contesta.