EL MIRLO BLANCO







El mirlo blanco apareció una tarde en el jardín,
absorto,
admirado al trasluz de su propio plumaje.

En un revoloteo alborozado,

se fundió con la luz del ocaso.




Abúlicos, hundidos en su negra indiferencia,

desmenuzando lombrices y orugas,

quedaron sus hermanos.

Los oscuros.











LA CIGÜEÑA


Al poco de casarse, mi tía engordó mucho. Tenía una barriga gigantesca y cuando yo preguntaba el porqué de aquel cambio, me decían que iba a venir la cigüeña a traer un niño. No entendía muy bien la relación entre su deformidad y la visita de aquel pájaro. Y tampoco cómo la cigüeña traía a un niño por los aires ni de dónde. Pero la tía me lo explicó todo como un cuento que parecía bastante claro. En París había una fábrica de niños. Cuando una pareja se casaba, escribían una carta a aquel sitio y al cabo de algún tiempo les mandaban un niño con uno de sus carteros, que por lo visto eran todos cigüeñas. A medida que se acercaba la fecha, mi curiosidad aumentaba. No estaba dispuesta a perderme el espectáculo de la llegada de mi primo y asaetaba con preguntas a la tía y a mi abuela, que se pasaban el día tejiendo botitas y jerséis diminutos.


-Tendréis que dejar abierta la ventana para que entre la cigüeña – les decía yo intentando tenerlo todo previsto. Luego me asaltaban las dudas –. Y si viene de noche y no os enteráis, ¿se quedará en la calle con el niño hasta por la mañana?

-Llamará a la ventana con el pico – contestaba la tía con una sonrisa.


-¿Cómo lo trae sujeto?


-En un hatillo – contestaba la abuela sin dejar de hacer punto.


-¿Y si se le cae por el camino?


-A las cigüeñas nunca se les caen los niños – era la respuesta contundente.

La tía ya no me prestaba tanta atención. No quería tirarse al suelo por debajo de la mesa camilla ni perseguirme por el pasillo para jugar al escondite. Se pasaba el día quejándose de lo mal que hacía las digestiones y cosas por el estilo, a lo que yo le recomendaba que no comiese tanto porque eso era lo que la hacía engordar y le estropeaba el estómago. Una tarde, sólo por gastar una broma, retiré la silla en la que iba a sentarse y la tía cayó al suelo como una especie de bomba. Pensé que a la abuela y a mi madre les haría gracia, pero me equivoqué, porque acudieron a atender a la accidentada que se había quedado boca arriba en el suelo como una tortuga enorme, agitando las piernas y sin poderse levantar. Luego las tres arremetieron contra mí y acompañaron a la cama a mi voluminosa tía, que no paraba de quejarse y lloriquear.

Una mañana, mi madre me llevó a casa de la abuela y encontramos a la tía acostada como si estuviese enferma. Tenía un aspecto cansado, pero sonreía feliz. A su lado, un niño pequeño y colorado, con las manos fuertemente cerradas bajo la barbilla, hacía gestos extraños y emitía vagidos débiles e incomprensibles. Apenas tenía pelo y la frente se prolongaba de modo poco natural en un cráneo estirado. Me pareció la cosa más fea que había visto hasta entonces, y estaba a punto de manifestarlo cuando dijo la tía:

-¿Lo ves? Ya ha venido la cigüeña.

-¿Y ha dejado “eso”? – pregunté yo con asombro.

Las tres mujeres se echaron a reír. Debían de estar disimulando su desilusión, porque aquel niño no me parecía cosa de risa.

-Ya verás lo guapo que se pone – dijo la tía con una seguridad que me sorprendió aún más. No parecía que “aquello” tuviese la más mínima oportunidad de mejorar.




-¿Por qué no me habéis avisado? – pregunté molesta –. Quería ver a la cigüeña.


-Vino muy deprisa y se fue enseguida. No dio tiempo – contestó la abuela.

-¿Y por qué estás en la cama? – no entendía muchas de las cosas que allí sucedían.

La tía volvió a sonreír y suspiró.

-La cigüeña ha sido muy mala, me ha picado por todas partes y me ha hecho daño.

-¿Te ha hecho sangre?

-Sí. No quería dejar al niño y tuve que luchar con ella.

Moví la cabeza, hecha un lío, y volví a mirar a aquella criatura tan fea. No podía entender que alguien se pusiese en peligro para quedarse con un ser semejante. Luego cogí una de sus manitas. Tenía los nudillos blancos de tanto apretar. Se la abrí, comprobando que no sujetaba nada. La palma de la mano estaba arrugada y reseca.


-Devuélvelo a París - concluí -. Te han mandado el más feo.
GENUFLEXAS







Genuflexas ante al altar mayor,
estáticas, sombrías, son atrezzo de iglesia,
ninguna tiene edad
o tiene los mil años
de una comparsería femenil y precisa.

Idólatras de imágenes con caras de muñeca,
propietarias de exvotos, 
fervorosas de vírgenes y santos,
costureras de túnicas y hábitos,
fanáticas de cruces y de muerte,
esperan lo imposible:
reconocerse en una infinitud homogénea.
Idéntica. 













Límites



(Juan Gelman)



¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí la sed,

hasta aquí el agua? 

¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el aire, 
hasta aquí el fuego? 

¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el amor, 
hasta aquí el odio? 

¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el hombre, 
hasta aquí no? 

Sólo la esperanza tiene las rodillas nítidas. 
Sangran. 











FRAGMENTO DE "LA CONJURA DE LOS SABIOS"


         

         ¡Sadhu estaba allí! ¡Sadhu había vuelto! Vestido con el uniforme del internado - impecable americana azul oscura con el escudo del colegio en la solapa y pantalón gris - le sonreía en silencio, con dulzura. El hombre quería saber. Se agolpaban las preguntas en sus labios: ¿Por qué se había suicidado? ¿No había muerto? ¿Dónde estaba? ¿Por qué no se había dejado ver en tantos años? Pero el interpelado seguía hundido en el mutismo. Caminaba a su lado con paso tranquilo. Su mirada había adquirido una serena madurez, aunque su aspecto de adolescente continuase inalterable. El hombre intentó calmar su impaciencia y, sin atreverse siquiera a levantar la voz, le dijo a Sadhu en un susurro:
            -Vas a volver a irte, ¿verdad?
            -Yo nunca me he ido. ¿Por qué dices esas cosas?
      Había un punto de desencanto en la respuesta de Sadhu. Como si no entendiese sus preguntas, como si todas ellas estuviesen motivadas por una pueril curiosidad. Pero no había perdido su tono de ternura. Después de atravesar un umbrío bosquecillo, llegaron a un espacio abierto y luminoso. Se divisaba el mar en lontananza. Sadhu lo tomó de la mano y le señaló un viejo carromato detenido a lo lejos.
            -Anda, ve - dijo - Te están esperando.
        El hombre se separó de su amigo sin atreverse a protestar. Volviendo la cabeza a cada paso, suplicante, lo veía allí, quieto, como un moderno arcángel expulsándole del Paraíso. La mujer de sus sueños conducía el vehículo y lo saludó como a un viejo amigo al verle llegar.
            -Eres uno de ellos - le dijo crípticamente.
       Cuando se encaramó a la carreta para ocupar su puesto junto a otros dos viajeros, pensó que su amigo podría resolver aquel enigma. Pero Sadhu ya había desaparecido.


COLLIURE


Un lugar escondido y silencioso
en las orillas de ese Mare Nostrum.

Sobre la lápida que llora tu nombre
un trapo tricolor
y en menuda cuadrícula de planas escolares
tus versos inmortales.
Letras emborronadas por la lluvia y el viento:
sexto C de María Auxiliadora,
quinto B del grupo Jaime Vera,
Silvia Ruíz de primero.
Escriben sobre un olmo derrotado,
marchito por espúrias razones,
o por un caminante que traza su camino.
El tuyo al escapar fue un último pasaje
escoltado en su barca por Caronte.

¿Duermes con este sol,
o es que andas platicando con las olas
de esa España, que es tierra de poetas?
Tu voz no se ha perdido,
tus versos los declaman las sirenas
de ese sitio recóndito y radiante
junto al agua calmada del Mediterráneo.