LA LUNA
Siempre se declaró lunática ferviente.
La blanquinosa linterna del satélite
le mostraba el camino,
le borraba las huellas, la apariencia, los
rasgos,
la emborronaba y confundía en sombras,
argentaba el fulgor de sus pupilas.
Escogió como faro a esa luna,
que sólo se sonroja
cuando el sol la rehúye,
que contempla impasible las batallas,
ya sean provocadas por el odio,
o por las empapadas carantoñas
ocultas en la umbría de los lechos
adúlteros.
Y una noche de abril la vio en el cielo,
dominando el astral,
henchida y plena.
No hacían falta postes kilométricos
para saberla cerca y así, sin miedo,
trepó por el fulgor de su melena
y se bañó en su mar que dicen que es
tranquilo.
Con la frecuencia de la luna nueva
conversa en morse desde algún lucero
para calmar la lobreguez de mi alma.
Después, noche tras noche, barre la penumbra
y exhibe el esplendor del reverbero.
Ha aprendido a recorrer arcoíris
y baila con auroras boreales,
y cuando ve que surge algún parhelio
se viste con la luz del triple sol
y luego, refulgente,
transmutada en la plata que la acoge,
entra por la ventana hasta mi cama.