RELATO INCLUIDO EN "CUENTOS DEL OTRO LADO"
EL DEMIURGO
Se despidieron como dos viejos
amigos. Joseba caminó hasta el huerto. Las torcaces arrullaban a aquella hora
de la mañana, pero él no las oía. Tampoco hacía el menor esfuerzo en retener
las lágrimas. Cayó de rodillas ante el viejo roble. Repetía el nombre de Amaya
una y otra vez en una última plegaria. Frente a él, la maleza del atajo se
erguía oscura y amenazante y en aquel momento le pareció consoladora, como el
umbral del olvido eterno. Secó sus lágrimas, se levantó lentamente y caminó
hacia la entrada del camino. Y aquel universo cerrado, aquella madre
absorbente, lo acogió al fin en su seno. Esta vez sin retorno.”
Daniel dio un suspiro de alivio. Pulsó “guardar” y cerró el archivo de
más de trescientas páginas que acababa de terminar. Nada parecido al anterior,
un relato de intriga en la
España visigoda del que había vendido un millón de
ejemplares, había sido traducido a cinco idiomas y había escrito en apenas tres
meses. Claro que aquel libro y el éxito que lo había rodeado parecían cosa de
otra vida. Marta estaba a su lado. Lo había acompañado durante su elaboración y
a lo largo de los viajes de promoción, incansable, como una ayuda inestimable.
En cambio aquella novela oscura, a la que acababa de dar fin y que se sentía
incapaz de catalogar, tan sólo había sido un fármaco para la angustiosa espera.
Sentado frente al ordenador casi dos años, siempre solo, sin apenas dormir ni
comer, se había engolfado en una historia que ahora (lo sentía casi
físicamente) lo había vaciado por dentro. Joseba, el personaje que había
creado, era un ser sufriente que ahogaba su dolor en un mar de alcohol. Un mar
que desbordara los frágiles diques de la cordura devolviéndole a su pasado,
donde todo era angustia y sombras.
El editor había acosado a Daniel durante las últimas semanas
reclamándole el original y se dispuso a llamarlo mientras se preguntaba a qué
venía aquella sensación de decaimiento, de haber cumplido con un penoso deber.
Le embargaba el absurdo temor de que no volvería a escribir. La frase “esta vez sin retorno” quizá se refería
a sí mismo y a su trabajo. Aquella obra le había costado más que cualquier
otra, aunque llevara más de veinte novelas publicadas. En ocasiones se había
sentado frente al ordenador y no había sido capaz de escribir más que un par de
frases, otras había desarrollado reflexiones que nada tenían que ver con la
historia y se había visto obligado a retomar de nuevo el relato en el punto en
que lo abandonara días atrás. Pero por fin estaba concluido. Olvidaría a Joseba
y su torturada existencia e intentaría enderezar la suya, aparcada durante
tantos meses por una absoluta incapacidad para reconducirla.
Le gustaba el final de la novela: El encuentro de Joseba con su padre
joven, aún antes de concebirlo, el perdón de sí mismo y de sus fantasmas y su
entrada en aquel atajo que lo vomitara al pasado y al que volvía para
desvanecerse. Había empezado a escribir sin conocer el final (algo que no solía
hacer) y según se desarrollaba la novela el propio Joseba pareció tomar vida
dirigiéndose voluntariamente a la muerte. Estaba claro que había un montón de
finales posibles pero, ¿quién era él para contravenir los deseos de nadie? Este
último pensamiento con su dosis de ironía le hizo sonreír. Joseba no existía.
Forzoso era reconocer que formaba parte de sí mismo. Igual que su deseo de
morir.
Casi le sobresaltó, a través del teléfono, la voz entusiasmada del
editor:
-¡Enhorabuena! Pensé que jamás terminarías ese libro. Tiene que estar a
la venta para la Feria. Vamos
con el tiempo justo. Te mandaré las galeradas la semana que viene – y después
de un silencio - ¿Estás bien? Te veo poco animado.
-Al
contrario – hizo un esfuerzo por parecer alegre – Tomaré otra vez contacto con
el mundo. Me he convertido en un
ermitaño.
La
frase “tomaré contacto con el mundo”, le produjo una sensación casi física de
vértigo. ¿Cómo se tomaba contacto con un mundo del que había huido por la
imposibilidad absoluta de relacionarse con los que le rodeaban? Sus amigos lo
habían abandonado incapaces de comprender su voluntario aislamiento y su única
familia era Marta. ¿Con quién se relaciona aquél que no se siente vinculado a
nadie? Su universo de fantasía, a pesar de su oscuridad, se le antojaba más
transitable que el real.
Un
golpe seco, seguido de un breve fogonazo, le sobresaltó. ¿El estallido de una
bombilla? Había venido de la puerta de entrada. Aquella puerta de entrada de la
que llevaba pendiente dos años y a la que únicamente llamaba algún vendedor que
había burlado la vigilancia del portero. Se despidió precipitadamente del
empresario enredado en una complicada crítica sobre el último libro de Santiago
Lorente, joven promesa literaria y en realidad un competidor más en las listas
de ventas, que (lo consideraba una fortuna) habían dejado de inquietarle. Colgó
el auricular tras un vago “te llamaré” y se dirigió al vestíbulo. Lo que vio
allí le hizo agarrarse a la pared. En el recibidor, un hombre de aspecto
miserable lo miraba con aire temeroso y desorientado. Tenía la barba crecida de
varios días y el aspecto de un campesino. Vestía unos deformados pantalones de
pana, una camisa sucia y arrugada y unas botas viejas y embarradas. Una gorra
parda, descolorida por el sol, tapaba su calva incipiente. Mantenía las manos
escondidas dentro de las mangas y Daniel imaginaba sus puños crispados por la
confusión y el miedo. No era difícil reconocer al personaje que él mismo había
creado. Porque aquellos ojos vidriosos de borrachín y la apariencia acabada de
toda su persona eran los de Joseba. No cabía la menor duda.
-¿Dónde
estoy? – rompió el silencio su creación con voz lastimera.
“¡Dónde
estoy!” Jamás habría puesto en boca de uno de sus personajes una pregunta tan
previsible y trillada como aquélla. Él también podría preguntar: “¿Qué haces
aquí?” Pero ésa sería una pregunta sin sentido, porque los personajes de
ficción no visitan a sus autores. Eso no ocurre.
-Soy
Daniel García Ferrer – reconocía en su interior estar tan sorprendido como su
personaje, pero se esforzó en que su voz sonase firme – Me dedico a escribir
libros y ésta es mi casa. Y si no me equivoco tú eres Joseba, el protagonista
de la novela que acabo de terminar.
La
explicación sólo consiguió acentuar el asombro del recién llegado que le
miraba, abierta la boca, con una expresión de imbecilidad. Parecía haber
perdido la capacidad de hablar.
-Llevo dos años inventando tu vida – hizo una pausa y esbozó una
sonrisa para ocultar su inquietud – Pero lo que no había previsto era tu
visita.
El
otro miró a su alrededor como un animal acorralado. Sin duda buscaba un hueco
por donde escapar. Daniel sabía que su casa no se parecía en nada a las
viviendas que Joseba conocía. El recién llegado no podría reconocer aquellos
muebles de diseño en nada parecidos a los trastos de madera del pueblo. No
había visto en su vida alfombras ni cuadros y no entendería por qué las paredes
estaban cubiertas de libros, objetos difíciles de obtener en el mundo que él
había transitado. Daniel había situado su historia en una aldea perdida del
País Vasco a mediados de los años treinta del siglo pasado. Junto al miserable
villorrio, un camino semioculto por arbustos y matorrales conectaba
directamente con la muerte. Porque ninguno de los que allí entrara había vuelto
a aparecer. Tácitamente, daban todos un rodeo de varios kilómetros hasta el
pueblo vecino antes de internarse en la maldita senda de la que nadie quería
hablar.
Unos
meses antes de comenzar la guerra civil española, Joseba se había casado con
Amaya, una encantadora criatura, adorada por él desde la infancia. Después los
acontecimientos se habían precipitado. Para esconderse de los bombardeos muchos
de los vecinos se habían visto obligados a esconderse en el siniestro sendero,
misteriosamente a salvo de las explosiones. Él mismo había empujado a Amaya
hasta allí. Ninguno había vuelto. Y ni siquiera existía el consuelo de
recuperar los cadáveres porque en el atajo cualquier rastro de vida se
desvanecía. Pero Amaya era lo único que Joseba tenía en el mundo y en su
desesperación la había seguido. Deambuló durante días enteros por un universo
lóbrego y solitario, y él sí había conseguido volver al pueblo. Sin embargo su
vuelta había sido también un retorno al pasado, a cuarenta años atrás, donde
había encontrado a su padre adolescente. Un padre que aún no lo conocía y que
en su conversación le había parecido un rapaz sin muchas luces, con el que no
tenía nada en común. Después de despedirse del muchacho, que un par de lustros
después le concebiría, Joseba había vuelto al atajo confiando en desvanecerse
para siempre como los demás.
¿Qué ha pasado?
Creía que el atajo llevaba directamente a la muerte, pero es un laberinto que
pasea por el pasado y el futuro a su antojo y ahora me manda al palacio de un
ricachón loco que sabe mi nombre. ¿Me esperaba? ¿Y dónde está Amaya? Yo la seguí
al atajo y al no encontrarla volví a casa. Allí me di de bruces con un rapaz de
apenas quince años, preocupado por sus ovejas y por el baile del domingo en el
que iba a ver a Maite, la chica más guapa que había conocido y que años más
tarde sería mi madre. En el chico reconocí a mi padre. ¡Qué desvarío! Pero no
hay duda. Me habló de mis abuelos: Cándida y Erasmo Aguirre. Y de la huerta
familiar, en la que años más tarde nos deslomaríamos mi tío Asier y yo. Era un
chaval lleno de granos que mordisqueaba sus dedos con nerviosismo hasta hacerse
heridas. “¿Dónde está la gente que entra en el atajo?”, le pregunté. El otro
dejó sus dedos en paz un momento y me miró con cara de no entender nada. “¿Qué
atajo?”, preguntó a su vez. Y yo eché una mirada al fondo del valle donde se
encontraba el camino y vi que estaba cerrado por unos riscos. Esa senda del
infierno sólo había existido en mi vida.
Joseba
dio media vuelta e intentó precipitadamente abrir la puerta que conducía al
exterior, pero Daniel se lo impidió. Tenía acceso a sus pensamientos como si la
mente de Joseba fuese la suya propia y comprendía su espanto. Sería difícil
hacerle entender. Lo arrastró hasta su despacho y lo situó ante el
ordenador.
-Espera,
ahora no puedes irte – dijo – Este encuentro debe de tener algún sentido.
Daniel
volvió a abrir el archivo de su novela. Buscó uno de los últimos capítulos e
hizo sentar con cierta brusquedad a su personaje frente a la pantalla. En su
confusión, Joseba ni siquiera se resistió.
-Lee
– ordenó, pero no le dio opción porque él mismo repasó en alta voz unos
párrafos – “Era un chaval lleno de granos que mordisqueaba sus dedos con
nerviosismo hasta hacerse heridas. ¿Dónde está la gente que entra en el atajo?,
le pregunté. El otro dejó sus dedos en paz un momento y me miró con cara de no
entender nada” – hizo una pausa - ¿Quieres que siga?
Joseba
miraba la pantalla con los ojos muy abiertos y a Daniel le sorprendió el vago
sentimiento de ternura que le inspiraba su personaje. Hasta aquel momento no
había sentido afecto alguno por él. Lo había utilizado como terapia de su
propia angustia. Y comprendía que los avatares que había inventado sobre su
existencia no eran más que un remedo de lo que él mismo había vivido. Pasó un
brazo por los hombros de Joseba y pudo sentir la rigidez que provocaba su caricia
en un movimiento brusco del otro, que sin embargo no se apartó. Seguía mirando
la pantalla del ordenador, aquellas frases, con una expresión hechizada.
Me conoce. Este
hombre sabe quien soy y puede leer mis pensamientos como si estuviera dentro de
mi mollera. Si tuviera valor, le preguntaría por qué estoy aquí. Pero parece
que él tampoco lo sabe, porque se ha asombrado al verme. Dice que soy un
personaje creado por él. ¿Acaso es Dios? No, más bien es el Diablo, porque
aunque esto no sea el infierno que yo imaginaba ese cacharro donde tiene
escrita mi vida parece obra del Maligno. Da con los dedos en unos botones,
aparecen unas letras como las del periódico y ahí se pueden leer momentos de mi
vida. Todo. Ahí está todo escrito. Hasta aquella noche en el huerto de Sebas
donde desnudé a Amaya y ella me dejó hacer aunque el cura no nos hubiera echado
las bendiciones todavía. Ahí pone que la luna era enorme y rosada y nos espiaba
curiosa por entre las ramas de los árboles. Yo no hubiera sabido decirlo con
esas palabras, pero fue así. ¡Fue así!
-Sí, lo sé todo – contestó Daniel a las cavilaciones de Joseba – Pero
no soy Dios ni tampoco el Diablo. Y es verdad que no sé por qué te has hecho
real ante mí. No comprendo cómo un personaje sin entidad puede materializarse.
La novela está terminada. Tu vida está
terminada.
Joseba le miró con un gesto de espanto y las lágrimas asomaron a sus
ojos. No entendía la palabra “entidad”, pero aquel hombre le hacía sentir como
algo insignificante. Daniel arrimó una silla, sentándose junto a él.
-Seguramente no tengo ningún derecho de hablarte así. Es una crueldad,
además – tragó saliva. Se le aferraba la angustia al estómago – Hace dos años,
al levantarme por la mañana, mi mujer había desaparecido. Su camisón estaba
tirado en el baño, pero no se había llevado dinero ni efectos personales. Al
principio pensé que habría bajado a comprar algo o a hacer algún recado, pero
las horas pasaron y no volvió. La busqué por todas partes, ¿sabes? Sin
resultado. Y aunque denuncié el hecho, tampoco la policía pudo dar con ella. Se
había evaporado. Como Amaya en el atajo. Igual que ella.
No, como Amaya, no.
Su mujer lo abandonó porque está loco. Amaya, en cambio, era un ser dulce que
me quería. Nos queríamos. Y fui yo quien la empujé al atajo en donde, a bien
seguro, encontró la muerte. Además, ¿qué puede importarme lo que le haya pasado
a este hombre? ¿Por qué me cuenta su vida? ¿Y por qué es capaz de leer mis
pensamientos?
Daniel asintió tristemente. Quizá aquel personaje de ficción tenía razón.
Se levantó con brusquedad para coger una botella de bourbon y un vaso del
mueble bar y los puso ante Joseba.
-Toma. Te mereces un trago. Yo soy abstemio y te hice alcohólico.
Supongo que en homenaje a mi padre – lanzó una amarga risita – Aguanté sus borracheras
y sus palizas hasta que me fui de casa a los dieciséis años. Tú has tenido más
suerte. Él murió en la calle como un mendigo.
¿Tenía sentido confesarse con un ser imaginario? Joseba le miraba como
si tuviese que habérselas con una pesadilla, pero cogió la botella y se echó al
coleto un largo trago sin molestarse en utilizar el vaso. El líquido aquel no
se parecía en nada al vino peleón de la taberna del Agosti.
-Crees que te he fabricado una vida miserable
– siguió Daniel – Pero aunque tu tío Asier te moliera a palos no imaginas lo
que es la vida de un adolescente en la calle. A los dieciocho años entré en la
cárcel. Y cuando el tedio y algunos indeseables compañeros estaban a punto de
acabar con la poca autoestima que me quedaba, conocí a Marta. Era una actriz
que había formado un grupo entre los presos para ayudarles en su reinserción.
Este hombre sabe
mucho y dice palabras que yo no he oído nunca. ¿Reinserción? Quizá sea cierto
que él me ha creado y que yo sólo estaba en su cabeza. Si es así, Dios no
existe. Todo lo que nos contaba el padre Sabino era mentira.
Daniel lanzó un suspiro. Iba a ser difícil hacerse entender por Joseba
que, encerrado en un terco mutismo, no parecía dispuesto a mantener el más
mínimo diálogo con él.
-No sé si Dios existe o sólo es el deseo más ferviente de la humanidad
– dijo Daniel – Pero los deseos se hacen realidad. Todo lo que ocupa nuestra
mente puede ser real. Y la prueba es tu presencia aquí – ignoró la mirada
furiosa de Joseba y continuó hablando como para sí mismo – La cárcel es
horrible. La soledad, la rutina, la falta de expectativas despojan de sentido a
la vida. Pero un día llegó Marta y todo cambió.
Cuando Amaya
apareció terminaba el verano. Durante todo el día el tío Asier y yo habíamos
apilado en la era las pacas de heno. Luego, el tío se tumbó a la sombra del
roble y se quedó dormido después de echarse al coleto casi una botella de vino.
Yo me lavé un poco en el pilón y fui caminando a la ermita. Me hubiera gustado
traspasar los límites del pueblo y seguir andando hasta llegar a la ciudad.
Pero me faltaba valor. Muchos jóvenes abandonaban la aldea apenas pasaba la
primera infancia, y en cambio yo aceptaba sin rechistar la orden del tío de que
debía quedarme allí para ayudarlo. Decía que aquel huerto sería mi futuro. Al
llegar a la fuente, la vi. Inclinada sobre la pileta, llenaba de agua unos
cántaros. El aire despeinaba sus rizos rubios y pegaba la falda a sus muslos.
Debió de sentir mis pasos sobre la grava del camino porque se volvió a mirar.
Entonces sonrió. Y el sol, que casi estaba oculto ya tras el Aitxuri, brilló
otra vez con fuerza.
-Marta se parece mucho a Amaya – siguió hablando Daniel, inmerso en
sus recuerdos como Joseba – Los rizos claros, la mirada profunda y limpia, los
hoyuelos, las largas piernas. Sí, también al verme sonrió. Y supe que ya nada
sería igual. Me había apuntado a aquel grupo de teatro sin una razón clara.
Quizá me empujó el hastío de caminar en solitario por el patio, de escuchar las
burlas de los compañeros sobre mi persona, de trasegar la bazofia que nos daban
para comer. Era tal mi angustia, que a veces envidiaba la suerte de algún
valiente que había utilizado las sábanas del catre para colgarse de una viga en
su celda.
Supe que ya nada
sería igual. “¿Eres del pueblo?”, me preguntó Amaya. Y cuando le contesté que
sí y cómo me llamaba, me explicó que venía a vivir con su tío Sabino, el cura.
Que había estudiado para maestra y que esperaba sustituir en la escuela a don Venancio,
que era ya muy viejo. Me sorprendió que hubiese estudiado y que quisiese
trabajar. Las mujeres no están hechas para eso. Pero sus ojos oscuros, tan
grandes, tenían una mirada limpia que encandilaba. Sonreía continuamente y no
parecía avergonzada por mi presencia, ni se escondía tras los remilgos de las
otras chiquitas del pueblo.
-Marta es desenvuelta, casi descarada. Cuando imaginé a Amaya quise
elaborar su alter ego. Sé que el personaje puede resultar extraño. Sobrina de
un cura en los años treinta, en un lugar apartado del país vasco… Sí, habría debido
ser una joven mucho más convencional.
Pero yo necesitaba a Marta. Necesitaba hablar de ella, recrear los
momentos que habíamos vivido juntos. La primera vez que la besé fue en la
cárcel. Aproveché el descanso de uno de aquellos ensayos. Habíamos improvisado
un escenario sobre una tarima con unos cuantos paneles colocados en vertical.
Tras ellos teníamos los trajes y el atrezzo utilizados en la función y nos
servían para las entradas y salidas de los personajes. Arrastré a Marta detrás
de uno de aquellos tablones y la besé furiosamente sin que ella se resistiera.
Muy al contrario, me desabrochó la camisa febrilmente, hechizada por la misma
pasión que a mí me dominaba. Los presos volvían del descanso y nosotros
explorábamos nuestros cuerpos, ajenos a todo. Oíamos sus voces, sí, sus
carcajadas extemporáneas sin que fuéramos capaces de separarnos. El peligro de
ser descubiertos intensificaba nuestro arrebato. Ella fue quien puso algo de
cordura en la situación. Me rechazó suavemente, se arregló las ropas y el pelo,
salió al escenario e intentó dirigirse a los reclusos con naturalidad. Pero su
voz temblaba, sonaba extrañamente vacilante y todos lo notaron. El Chapas, un
tío rudo y malencarado, dijo a gritos: “¡Sal de ahí, bujarrón! ¿Qué? ¿Te has tirao a la profe?
Yo no sabía qué
quería decir bujarrón. Me lo aclaró el Sebas, que se lo había preguntado a su
padre. El tío Asier solía llamarme marica, pero aquello de bujarrón no me lo
había dicho nunca. Si creía que me gustaban los hombres debió de sorprenderle mucho
encontrarnos a Amaya y a mí en el huerto de Sebas. No le oímos llegar.
Seguramente nuestros resoplidos taparon sus pasos. Todavía siento los correazos
del cinto del tío en mi trasero desnudo. Apenas tres meses después nos casaron.
-Apenas tres meses después de aquello me dieron la condicional y Marta
me acogió en su casa porque en realidad yo no tenía adónde ir. Por aquel
entonces mi padre mendigaba por los semáforos y dormía cubierto por cartones en
la calle, en una permanente melopea. Pero yo no lo había vuelto a ver desde
hacía más de tres años y no se me pasaba por la cabeza el volver con él.
Moriría unos meses más tarde arrollado por un camión. Durante el curso de mi
condena, (un año interminable) había escrito
algún relato, que había guardado celosamente para que los otros reclusos no se
riesen aún más de mí. Eran cuentos tristes que hablaban de infancias rotas y de
adolescentes sin futuro. Supongo que un escritor siempre habla de sí mismo.
Aquellas historias recreaban mi propia niñez y adolescencia, una especie de
auto-psicoanálisis que pretendía restañar mis heridas. Marta los leyó y al
parecer le gustaron, a pesar de mi torpeza y de sus múltiples faltas de
ortografía. Yo estaba a punto de cumplir los veinte años y se empeñó en que
terminase el bachillerato y me matriculase en Filosofía y Letras.
Daniel hizo una pausa para mirar a Joseba que, apoyado en la mesa,
ocultaba la cara entre las manos. Sin duda le escuchaba aunque no entendiera
bien lo que le estaba contando. De vez en cuando bebía de la botella de
bourbon, enfrascado en sus pensamientos.
Amaya me enseñó a
leer. El tío Asier no me había mandado a la escuela. De todas formas no habría
podido hacerlo; había tanto qué hacer en la granja... Desde muy pequeño aprendí
a ocuparme de los animales, del huerto y de la cocina. El tío decía que lo que
uno gasta en comida y vestido debe ganárselo con el trabajo. Aunque comer, yo
comía bien poco y mi calzado y mi ropa siempre andaban hechos jirones. Cuando
mis padres murieron en aquel accidente de tren, Asier, que era hermano de mi
madre y soltero, tuvo que hacerse cargo de mí. “La obligación de cuidar a un
chaval de seis años me destrozó la vida”, era una frase que repetía a quien
quisiera oírle. Pero en realidad no recuerdo que jamás me cuidase. Cuando tuve
el sarampión, estuve días enteros metido en la cama, temblando por la fiebre, y
él no salió de la taberna más que para dormir. Sobreviví gracias a las vecinas
que me traían comida de vez en cuando, lamentándose por mi abandono. Por eso fue
algo mágico que Amaya me ayudara a entender lo que decían los letreros del
Ayuntamiento o el boletín semanal de la parroquia. Pero también otros libros
que me prestaba: vidas de santos, y unas
novelas de amor que había traído de la ciudad y que guardaba bajo la cama para
que su tío, el cura, no las encontrase. Don Sabino decía que era pecado
leerlas. “Pero sólo venial”, agregaba Amaya con los ojos brillantes y esa
sonrisa traviesa que enamoraba.
-Marta me enseñó todo lo que sé. Vigiló mis estudios, corrigió mis
primeros y desmañados escritos e incluso depuró mis modales para presentarme en
los círculos literarios. Había abandonado su carrera de actriz y se convirtió
en mi agente sin una queja, sin que yo se lo pidiese. Decía que pulir un
diamante en bruto era más apasionante que los escenarios. Aunque para ser
exactos ella tenía ya más de treinta años y no había hecho más que pequeños
papeles en producciones sin importancia – Daniel hizo un gesto de disgusto y
corrigió sus propias palabras – No. No soy justo con ella. Marta es el ser más
generoso que he conocido y sin su ayuda yo no sería quien soy. Cada día a su
lado tenía un sabor de aventura. ¡Qué paradoja el tiempo! Los veinte años que
pasamos juntos se escurrieron entre mis dedos como la arena de la playa. Es tan
fácil acostumbrarse a ser feliz.
Joseba levantó la cara y miró a Daniel con los ojos húmedos. Pero ya
no eran lágrimas de tristeza sino de ira. Y la indignación ponía unas chapetas
rojas en sus mejillas. Su voz sonó ronca y su dicción algo borrosa, sin duda
dificultada por los tragos de bourbon:
-Veinte años… Yo sólo tuve seis meses de felicidad. No entiendo lo que
ha pasado. Quizá tengo que creerte y soy un invento tuyo. Pero entonces eres un
ser malvado. ¿Por qué me inventaste una vida mísera? La muerte de mis padres,
las tundas del tío Asier, la guerra… ¿Y por qué hiciste aparecer a Amaya en
aquel pueblo perdido? No sólo es fácil acostumbrarse a ser feliz, uno se
acostumbra a todo. Al mendrugo de pan en el desayuno, al dolor del cuerpo al terminar
la jornada, a ese frío que se mete en los huesos en Noviembre y no se va hasta
Mayo, al hambre, al miedo. Yo creía que mi vida era la única posible. Vivía
tranquilo sin conocer otra cosa. ¿Cómo hubiera podido soñar con una mujer como
Amaya? – y tras una pausa exclamó entre dientes - ¡Seis meses! ¡Fuiste avaro
conmigo! ¿Y para qué inventar ese atajo maldito? ¿No había ya suficiente
calvario?
Hubo un silencio y Joseba echó otro trago sin esperar respuesta. Luego
se levantó y fue hacia la ventana. Los altos edificios de la ciudad y el
tráfico incesante de los automóviles se extendían hasta donde llegaba la vista.
Ni rastro de huertas, de hayedos ni de trigales. Y por supuesto ni señal de un
atajo que sólo existía en la imaginación de aquel escritor.
-No sé dónde estoy – temblaba la voz de Joseba – Jamás vi una ciudad
como esta. Entré en el atajo en busca de la muerte y ahí acabó tu novela. Ahora
puedes rematarme. Acaba ya conmigo. No sé qué hago aquí. No conozco este mundo
en el que Amaya no existe. Me has dejado sin nada. Cuando nuestra mula se
rompió una pata, el tío Asier acabó con ella de un disparo. “¿De qué sirve una
bestia tullida?”, dijo. Yo también soy un tullido. De nada sirvo y nadie me
echará de menos
Se había vuelto hacia Daniel y esperaba su respuesta con los brazos
caídos a lo largo del cuerpo.
-No puedo acabar contigo – contestó abatido Daniel – Es imposible
eliminar a alguien que no es real. Dices que no sabes lo que está pasando. Yo
tampoco lo sé. Elaboré una historia, unos personajes, ¿entiendes? Una especie
de monólogo conmigo mismo sin mayores consecuencias. O al menos eso creía yo.
El relato tenía un principio y un fin como todo lo que conocemos. Y aunque
eliminase ese archivo – y aclaró – esas letras que ves en la pantalla, seguirías
existiendo porque estás en mi mente.
Hubo un largo silencio, Estaba anocheciendo y la figura de Joseba era
ya una sombra borrosa en la penumbra. Daniel le daba la espalda. Se había
sentado de nuevo ante el ordenador y contemplaba el aparato con expresión de
angustia. La voz de su personaje le sobresaltó. Tenía un tono sorprendentemente
lúcido y parecía tranquilo:
-Entonces eres tú quien debe morir. Yo desapareceré sólo si tú dejas
de existir. Esa es la única manera de eliminar los recuerdos y la ausencia de Amaya,
¿verdad?
En un súbito arranque se abalanzó sobre la espalda de Daniel, le
aferró del cuello y apretó con fuerza. No sintió nada. Sus manos se evaporaron
como el humo en la carne del otro y Joseba se apartó dando un grito como si
hubiera recibido una descarga.
-Creo que aún no lo has entendido – la voz de Daniel reflejaba ahora
un gran cansancio – Nunca podrás matarme. Tú no existes. O si existes por un
capricho de mi mente, estás hecho de la materia de los sueños. Ésa es la frase
de un gran escritor, ¿sabes? Un creador, un genio. No como yo. Yo sólo soy un
demiurgo chapucero, que ni siquiera sé cómo enfrentarme a mi criatura.
Un ruido chirriante, como de goznes mal engrasados, hizo que Daniel se
volviera. Era Joseba que sollozaba sin lágrimas, hecho un ovillo en el suelo.
El escritor se sintió inundado por la piedad. Lo cogió por los hombros, lo hizo
levantar y lo abrazó como a un niño. El otro se dejaba hacer y poco a poco sus
gemidos se fueron calmando. El salón ya sólo estaba iluminado por las luces de
neón de los altos edificios. Los dos hombres caminaron muy juntos hacia el
pasillo; el brazo de Daniel sobre los hombros de Joseba que por primera vez
parecía tranquilo y confiado. Ante ellos apareció un oscuro hueco. “¿Es el
atajo?”, preguntó el campesino. “Sí”, dijo el escritor, “no tengas miedo,
porque esta vez voy contigo”. Y la matriz ávida del último viaje los acogió en
su seno.
FIN
Marta pone la palabra FIN en el centro de la pantalla, aparta sus
rizos claros – permanentemente alborotados – de la cara y enciende un
cigarrillo. Es la primera vez que ella misma se sitúa como personaje en uno de
sus relatos. Se ha enamorado sinceramente de su protagonista, a pesar de las
dudas, de la fragilidad y del pueril convencimiento de Daniel de haber creado a
Joseba. Crear es hacer algo de la nada y la novela que Daniel ha escrito es la
combinación de miles de historias, de circunstancias ya conocidas, de
sentimientos ya experimentados. Daniel y Joseba son un mismo hombre. Pero, ¿no
es la humanidad – pasada, presente y futura – un ser idéntico, enfrentado a
distintos acontecimientos? ¿No encierran todos, hombres y mujeres, las mismas
preguntas, los mismos miedos, las mismas emociones?
Marta enciende la impresora y selecciona el archivo. La máquina
comienza a escupir páginas disciplinadamente.
Era necesario que Daniel se enfrentase a sí mismo, aunque a ella le
haya costado abandonarle. Ha elegido desaparecer con su criatura. Quizá se ha
dado cuenta de que tampoco él tiene entidad propia, pero no de que pertenece a
otra mente, de que su historia estará para siempre en la memoria de Marta. Fue
bonito soñarle, disfrutar de su insaciable curiosidad, de sus constantes
preguntas de niño: “por qué, por qué, por qué”. Fue hermoso amarlo y sentirse
amada por él.
Marta apaga el ordenador y ordena las hojas. Las acaricia.
-¿Cómo pensaste que te iba abandonar, amor mío? – susurra con ternura.
Y con una sonrisa se abisma en el relato recién escrito:
EL
DEMIURGO
Nunca pensó que unos ojos de
mujer pudieran dar aquel vuelco en su vida. Pero al entrar en el salón de actos
de la cárcel, Marta lo miró y desde aquel momento lo convirtió en su esclavo.
A pesar de su juventud, Daniel
había capeado temporales…