Fernando León de Aranoa de su libro Aquí yacen dragones.
El lugar de las cosas invisibles es el baúl donde guardamos lo ininteligible, lo recóndito: Sentimientos, deseos, dudas, momentos que pudieron ser y no fueron, instantes que no se ajustan a la lógica cotidiana. Aquello que solo puedes ver con los ojos del corazón.
EL ERROR DE ARQUÍMEDES
La pequeña Masha, sumergida a media tarde en la bañera, con jabón y patitos de colores, desaloja una cantidad de agua por el suelo del cuarto de baño muy superior al volumen de su cuerpo pequeño.

EL
PRIMER MUNDO
Llegamos a El Paso, Texas, de
madrugada, después de múltiples escalas de avión y de comidas de plástico.
Buscamos un lugar donde cenar algo y encontramos un pequeño local en donde
apenas había clientes: algunos hombres en las mesas y cuatro o cinco mujeres
diminutas y muy pintadas, todas mexicanas, en la barra. En el centro del
establecimiento se alzaba una tarima bajo una iluminada esfera de
pequeños cristales, que giraba sobre sí misma. Un camarero flaco y verdoso se
acercó a nosotros. Nos miraba con desconfianza y a la petición de cenar nos
contestó que solo podía servirnos bebida y quizá unos frutos secos. Consumimos
resignadamente unos refrescos mientras una mujer delgada, de edad indefinida,
se subía al estrado. Tenía una larga melena oscura y llevaba un sucinto top
sobre unas mallas negras de látex, que marcaban los huesos de sus caderas y un
trasero aplastado. El camarero manipuló una grabadora y la voz susurrante de
Madonna comenzó a cantar Justify My Love. Los hombres de las mesas, hasta aquel
momento bebedores concienzudos e indiferentes, se volvieron para mirar a la
mujer que se contorsionaba al ritmo de las notas. La delgada estructura de su
cuerpo se volvía ondulante y sinuosa como la de una serpiente, perdía ángulos y
huecos y ofrecía la pelvis mientras se despojaba del top que arrojó a una de
las mesas. Sus senos eran pequeños, con oscuros pezones, unos pechos impúberes.
Los silenciosos espectadores rodearon la tarima, lanzando roncas exclamaciones.
La bailarina, con una sonrisa crispada, empezó a despojarse de las mallas sin dejar de contonearse. Las agudas
risitas de la chicas de la barra, pendientes también del espectáculo, llamaron
mi atención y entonces me di cuenta. Eran niñas. Incluida la que bailaba, ninguna tendría más de doce
años aunque ocultasen su puericia bajo el exagerado maquillaje y su escasa
estatura con ayuda de unos altos tacones. Mis compañeros y yo abonamos nuestra consumición y huimos
de aquel antro como si fuéramos los culpables del repulsivo espectáculo.
Días después, alguien me contó que la
policía estadounidense proporcionaba pases nocturnos a chiquillas mexicanas
para que amenizaran las noches de aquellos degenerados. Por la mañana volvían a
sus casas con unos pocos dólares, que permitían a su familia no morirse de
hambre.

LO INADMISIBLE DEL MISTERIO
Cuando Marie y Juan se conocieron ambos tenían catorce años. Eran primos hermanos, y él se enamoró de ella con todo el dramatismo de la adolescencia. Marie era menuda, con unos ojos almendrados y rasgos delicados que recordaban vagamente a una actriz que él adoraba:
Audrey Hepburn. Además, ella venía de París, ciudad que en la década de los sesenta tenía para muchos españoles - no sólo para los jóvenes - el encanto de algo ansiado y desconocido: la libertad.
Juan guardó secretamente una foto de su prima en un libro
de poemas que leía a escondidas por la noche. Marie no tardó en echar en
falta la foto y la madre de Juan, Dolores, dijo que se la había llevado Pepito, un vecino tímido y enfermizo que miraba a la francesita con ojos
de cordero degollado. Ni corta ni perezosa, la madre de Juan acusó a Pepito del robo. De nada sirvieron las protestas de inocencia del susodicho ni de
Valeria, su madre, pues todos estaban convencidos de que el
culpable era el desmedrado adolescente del cuarto piso.
Valeria, que practicaba el espiritismo y despertaba una
malsana curiosidad entre el vecindario, se presentó un día en la casa de Dolores.
"Callad, callad", susurró cuando le abrieron la puerta, "no
digáis nada". Y con las manos extendidas, como si hubiera entrado en trance, se dirigió al dormitorio de Juan. Ante el asombro de todos,
sacó el libro de poemas de debajo del colchón, lo abrió y agitó triunfante sobre su cabeza la
foto de Marie. "Aquí está", exclamó, "Pepito no la había
cogido". Nadie supo explicar el misterio y Juan calló su culpa. No podía revelar su amor imposible.
Han pasado cuarenta años y aquella pasión adolescente no es más que un inocente recuerdo. En una animada fiesta familiar Juan cuenta
entre risas el extraño suceso. Sigue sin poderse explicar cómo encontró la foto la
vidente, pero desde luego Pepito no tuvo nada que ver porque fue él quien la robó. Hay un denso silencio. Todos parecen incómodos, se remueven, carraspean, rehuyen su mirada. A Juan le sorprende la reacción de los suyos. ¿Ha sido una confesión inoportuna? Y al fin, Dolores, anciana ya, salva el momento con una difícil sonrisa.
-¿Alguien quiere postre? - exclama - Os he hecho un flan riquísimo.
Y las risas y conversaciones se reanudan vehementes entre suspiros de alivio.

EL METRO
Hay amores de diseño minúsculo,
inmersos en un simple parpadeo,
que apenas vislumbrados
se encierran en la caja del olvido.
Pero el olvido nunca es concluyente
y decides buscar por los andenes
el resplandor de una simple mirada
que por un titubeo se extravió
entre los bancos del metropolitano.
Y te preguntas de qué sirve el tropiezo,
Y te preguntas de qué sirve el tropiezo,
en medio de un vagón abarrotado,
de esos ojos erráticos que aciertan
a hundirse en tus pupilas
por un segundo que parece eterno.
Y se aleja el destino por las vías,
negando desatento
la esperanza de futuros encuentros,
y se quedan flotando a lo largo del túnel
un aroma de acasos y quién sabe.
Es un destino torpe, chapucero,
el que a veces enciende la esperanza.
Un azar pluriempleado
el que a veces enciende la esperanza.
Un azar pluriempleado
que atiende a mini jobs sin completarlos
y que ha bajado al metro
para llegar más rápido al siguiente trabajo.
y que ha bajado al metro
para llegar más rápido al siguiente trabajo.

FISTERRA
Corre el año 1997. Ha sido un viaje
duro, iniciático. Nada más salir en Jaca, escucha por la radio del coche que ha
muerto Lady Di. Ella nada tiene que ver con las monarquías y mucho menos con
la británica, pero hay tantas similitudes, tan trágicas coincidencias con su
propia experiencia que debe apagar la radio y ni siquiera enciende la
televisión de los hoteles en los que pernocta porque la noticia del accidente
lo ocupa todo.
Ha decidido llegar hasta Finisterre. Para ella es el final del Camino de
Santiago, el itinerario del sol hasta su ocaso. Seguramente lo que busca es
entender por qué algunos seres que se inician en la vida tienen que terminar tan pronto. De
forma tan dramática.
Cuando llega a Fisterra, se aloja en un hotel en el que el olor a col
inunda la recepción, los salones, las escaleras. Qué más da, piensa, solo va
estar una noche pues debe regresar a Madrid. Deja el equipaje en una habitación
impersonal, algo triste, a juego con su estado de ánimo, y se dirige al faro:
la parte más occidental del pueblo. Contempló una vez el atardecer desde allá
arriba y no ha olvidado el espectáculo. Cuando el sol se hunde en el mar, tiñe
el agua de rojo como si se desangrara al morir. Pero tampoco en esto tiene
suerte porque las nubes han cubierto el cielo y la magnífica ceremonia no se
produce.
Vuelve, pues, al hotel y ahí sí le espera una caricia. Nada más entrar en la
habitación, un aroma a rosas lo inunda todo. ¿Habrán echado ambientador para
ocultar el olor a col? Es posible, pero cuando se despierta por la mañana el
mismo perfume le da los buenos días, penetrante, amoroso.
No es posible desayunar, quizá es demasiado temprano o las sábanas se les han
pegado a los propietarios del hotel porque no encuentra un alma. Así que decide
dar una vuelta por el muelle, al oriente del pueblo, donde los pescadores
repasan sus redes. Se sienta en un poyete de piedra frente al mar. Hay un
silencio solemne y, sobre el agua, nubes deshilachadas van tiñéndose de rosa,
de salmón, de dorado. Borran con mimo los añiles y los índigos de la noche para
anunciar la llegada del astro rey,
La mente está en calma, vacía, solo atenta a la magnífica visión de un amanecer
que nunca será igual, que es el primero y el último. Y ella, la única
espectadora del milagro. Un revoloteo violento y cercano la sorprende, pero
sigue inmóvil. Ve de reojo a una gaviota que se posa a su lado, muy cerca, casi
roza su cuerpo. Y durante unos minutos la mujer y el pájaro presencian con
actitud reverente el espectáculo. ¡Qué digo, minutos! Es un presente
imperecedero, la urdimbre con la que se teje la eternidad.
Cuando el sol se levanta
triunfante sobre el mar, la gaviota emprende el vuelo y ella vuelve despacio a
su hotel.
Buscaba la muerte y ha presenciado el nacimiento.

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