EL CASTIGO
Distraídos en vanos debates
sobre puestos y pactos y luces de colores,
olvidamos heridas que desangran la vida
y gota a gota horadan las conciencias.
No todas las conciencias, por supuesto,
porque hay seres envueltos en brillantes corazas,
que no ven los desfiles de indigentes
ni escuchan los gemidos de este planeta agónico.
Están más ocupados en contar sus activos,
en calcular vaivenes de sus economías.
Me atraviesan el alma tantas muertes inútiles,
tantas simulaciones, tantos acuerdos nulos,
mandatos y encomiendas estériles y vanas
que no sacian el hambre ni el ansia de justicia.
Me aferro a la esperanza de utópicos deseos
pero me hunde el espanto de las guerras,
el feroz espectáculo de un mar ensangrentado,
del miedo convertido en pitanza de peces,
de los réditos ruines de mercachifles varios.
Y sigo boquiabierta
al ver la mansedumbre de los buenos,
del hombre que acarrea la roca como Sísifo
una vez y mil veces hasta el fin de la vida,
sin protestar, callado,
aceptando el castigo de haber nacido pobre.