AQUELLOS NIÑOS VESTIDOS DE LIMOSNAS
Recuerdo a aquellos niños vestidos de limosnas,
recorriendo descalzos el barro maloliente
de las calles.
Una vieja chaqueta, ajustada con cuerdas,
cubría a duras penas en diciembre
sus miembros ateridos.
Niñas uniformadas pulcramente
acudían a darles inútiles viandas:
Medio litro de aceite, un kilo de
garbanzos,
un poco de tocino duro como el cemento.
Y las madres besaban las manos de las
monjas,
repitiendo mil gracias,
y los niños vestidos de limosnas
las miraban muy serios a lo lejos
como a seres venidos de otros mundos
turbios y amenazantes.
Era por Nochebuena, dádiva puntual y
degradante.
Dios nace para todos, decían las monjitas
y los niños vestidos de limosnas
rehuían caricias y llamadas.
Pero Dios no nacía para todos,
pues los niños vestidos de limosnas
no veían la luz desde chozas inmundas,
pavimentadas de penuria y de hambre.
Hoy, niños como aquéllos
computan el total de los tantos por ciento
de los abandonados de justicia y fortuna.
Para la gente de orden son tan sólo un
guarismo
sin rostro,
sin esencia,
sin valor y sin alma.
Un muro se levanta entre ellos y nosotros,
nos oculta sus lágrimas
y sus cuerpos escuálidos
apenas protegidos por piadosas limosnas.
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