FRAGMENTO DE LA CONJURA DE LOS SABIOS
Era un enorme y potente
dragón, guardián infatigable del tesoro. Allá abajo, en la húmeda gruta que
habitaba todo era oscuridad, pero el fuego que surgía de vez en cuando de sus
terribles fauces iluminaba cada pasadizo, permitía adivinar cada accidente del
suelo. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? Aunque en realidad la pregunta era absurda
porque en aquella cueva no había posibilidad de relación con ser alguno, ni
forma de medir los días y las noches. Y en lo más profundo de su conciencia, él
sabía que era una criatura mítica. Una criatura única y eterna entre todo lo
creado.
Avanzó lenta y orgullosamente
por el largo túnel. Era invencible, nunca había conocido enemigos. Sus
poderosas pezuñas hacían retemblar las profundidades y sus ecos se
multiplicaban a través de las intrincadas galerías.
A medida que se acercaba
a la gran cámara le llegaba su resplandor. Las paredes se irisaban de múltiples
colores y se percibía el calor, la vida, la tremenda energía de lo que se
encerraba en la bóveda.
Penetró en la sala,
contempló el tesoro y una sensación nueva lo invadió: Un cosquilleo interno, un
relámpago que transmutaba su negra sangre en luz. Sus duras escamas fueron
cayendo una por una y se disolvieron como el humo. Y la terrible fiera se
transformó en un ser transparente e ingrávido.
Allí, sobre la piedra
sagrada, centelleaba el vellocino de oro.
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