DE "LA CONJURA DE LOS SABIOS"
Al otro lado de la plaza, el grupo de emigrantes sentados
en el suelo se repartía unas frugales viandas y un muchacho muy joven llenaba
unas botellas de plástico en una fuente cercana. Al oír las sirenas se pusieron
en pie y retrocedieron sobresaltados. Un policía se les acercó y entabló una
corta conversación con uno de ellos. Fue entonces cuando Julia descubrió que se
trataba de Ahmed. Decidió aproximarse pero le fue imposible hacerlo porque, a
una señal del agente, el resto de las fuerzas del orden corrió hacia donde
estaba el grupo e inició una brutal ofensiva. El humo denso de los gases
lacrimógenos difuminaba las figuras y hacía irrespirable el ambiente. Llovían
golpes, gritos e insultos sin que aquellos hombres, cercados y sin escapatoria,
consiguieran ponerse a salvo. El chico que había ido a la fuente con las
botellas, corrió como alma que lleva el diablo a través de la plaza
dirigiéndose a Julia. Le tendía un papel como si quisiera entregárselo. Dos
agentes lo descubrieron y lo acorralaron a pocos pasos de donde ella estaba.
Uno de los guardias descargó la porra sobre su cabeza al grito de “¡Sube al
furgón!”. El muchacho cayó al suelo y, en un abrir y cerrar de ojos, los
porrazos y patadas lo convirtieron en un pelele informe a los pies de Julia
que, rígida y paralizada, contemplaba aquel rostro despavorido y ensangrentado.
Él se protegía con los brazos para esquivar los golpes mirándola con una
súplica desesperada de ayuda, y ella, como despertando de un letargo, intentó
retener a los agentes, pero fue rechazada de un violento empujón contra la
puerta del convento. El chico dejó caer el papel y, a cuatro patas como estaba,
palpó el suelo buscándolo con las manos como un ciego, pero una última y certera
patada en plena cara se lo impidió. Los guardias lo arrastraron hasta el furgón
y Julia aporreó el timbre del portero automático pidiendo socorro a gritos. Su
voz fue ahogada por el estrépito de la refriega y el ulular de las sirenas que
no habían parado de sonar. Algunos inmigrantes eran arrastrados hasta los
coches y otros se dispersaban por la plaza sin saber a dónde ir. Julia había
perdido de vista a Ahmed. Cubriéndose boca y nariz con las manos para
protegerse de los gases, seguía apoyada contra la cancela del seminario y al
comprobar que ésta cedía, entró y corrió a través del jardín. Había perdido un
zapato y sentía el frío de las losas bajo el pie. Y el miedo, un terror
impreciso nunca sentido, hacía latir su corazón y nublaba sus ojos. Al fondo del
patio, en el umbral de un porche acristalado, un hombre pequeño y desmedrado la
esperaba, mirándola con ojos desencajados.
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