(Relato incluido en CUENTOS DEL OTRO LADO)

 EL VAGABUNDO





-¿No es usted Andrés García?
La voz masculina le sacó del sopor y le hizo incorporarse en los cartones que constituían su lecho cotidiano para fijar los ojos en quien le preguntaba. Movió la cabeza en una negativa reiterada y el otro, sin advertir el terror de sus ojos, balbuceó: “Perdone, se parece usted a alguien a quien no veo hace mucho tiempo”.
Lo vio alejarse, volviéndose de vez en cuando hacia su persona con un gesto de estupor y, sólo al comprobar que desaparecía entre la gente, se puso en pie para correr en dirección contraria.
Sí, claro que era Andrés García, y conocía al que le había abordado. Había estado empleado en su empresa de sonido, pero de eso hacía ya muchos años. No podía recordar su nombre y tampoco era algo que le inquietara demasiado. Lo sorprendente era que pudieran reconocerle aún. Y para corroborar su extrañeza, el cristal de un escaparate le devolvió la imagen de un tipo desastrado, con pinta de borrachín y ese aire de extravío del que no encuentra su casa y ha desistido de preguntar la dirección: Un sujeto inquietante para las gentes de orden. En las antípodas del arrogante ejecutivo de otros tiempos.
Reanudó su carrera, recordando que había olvidado los cartones en su huida. Eran unos cartones muy buenos, amplios y nuevos, difíciles de hallar en los contenedores de papel. Esperaba que no los recogiese el camión del reciclaje y poder encontrarlos a la vuelta. Aunque quizá era mejor cambiar de nuevo de ciudad. Lo había hecho en innumerables ocasiones, dejando atrás su identidad y sobre todo la loca aventura tecnológica que le había llevado a aquel estado.
Había trabajado durante años en “el invento” y cuando al fin lo consiguió, se sintió en la cúspide de la genialidad. Pensaba que era una revolución equiparable a la imprenta o al gramófono, aunque su alcance fuera mucho mayor: Un captador de pensamientos, que unido a un sintetizador de voz, los sonorizaba automáticamente en el exterior.
“El juguete” le hizo millonario en pocos meses. Todos querían tener el sencillo casco que ocultaba unos electrodos conectados a los neurotransmisores del cerebro. Ni siquiera era capaz de recordar el intrincado proceso de su fabricación, porque el éxito logrado con el “Dobla-pensamientos” – así lo había denominado – había sido de lo más fugaz. Tras su explotación comercial, y en el corto espacio de tiempo de su distribución en el mercado, todo el mundo quiso tener el artilugio. En las familias lo adquirían como un “divertido juego”, en los sitios oficiales como artefacto indispensable para comprobar la sinceridad de empleados y políticos y en las escuelas como aporte pedagógico. Incluso se llegó a utilizar en los confesionarios católicos para impedir la hipocresía de los penitentes.
La revolución del Dobla-pensamientos tuvo efectos inmediatos. Los divorcios se triplicaron en apenas dos meses. Muchos colegios cerraron al haber expulsado a la mayoría de sus alumnos. Las iglesias se vaciaron del todo y la venta de armas de fuego aumentó de tal forma que las armerías agotaron sus existencias. Al cabo de un año, y después de cambiar el gobierno en tres ocasiones, el Dobla-pensamientos se prohibió por decreto y todo el interés se concentró en su creador.
Y así empezó el éxodo de Andrés, que una noche tuvo que escapar de la justicia y de las iras de los honrados ciudadanos a los que su perverso ingenio había puesto en peligro de extinción.
Se detuvo jadeante y miró a derecha e izquierda. Nadie. Cuando recuperó el resuello, siguió andando despacio en dirección a una de las salidas de la ciudad. Ya encontraría otros cartones en la urbe más próxima.

Había recuperado la calma. Al fin y al cabo, él había logrado eliminar cualquier pensamiento.
GRITAN MI NOMBRE



Gritan mi nombre a veces
espíritus ocultos en la naturaleza.
Juegan a enmascararse
en el travieso trino de algún pájaro
o me hacen cucamonas
desde multicolores arco iris.

A veces me acarician
con los labios del aire,
y revuelve mi pelo
su caricia nostálgica.
Hay noches que susurran
cantos de melancólicas sirenas.
Ven con nosotros, dicen,
igual que le cantaban a Odiseo.

A todos los conozco,
aunque se me extravíe su rostro
en la memoria,
aunque en fotos antiguas
se esfume amarillento su recuerdo.
Caminan a mi lado,
agrupados, solícitos,
o aguardan al final de mi viaje.

Forman parte de mí,
de mi sangre y mis células,
de la fibra neural de mi cerebro
e inevitablemente han gestado mi historia.


ME GESTARON REBELDE




Me gestaron rebelde
como esas margaritas que crecen entre cactus,
como la luna llena
que brilla entre las nubes que amenazan tormenta,
como los labios dulces
que roban unos besos que nunca serán suyos.

Me gestaron rebelde,
se saltaron las leyes de antiguos patriarcas.
Pusieron en mis venas
un germen de justicia roja como la sangre,
e inevitablemente me incliné por aquellos
caídos en el barro del olvido.

Me gestaron rebelde
porque no había hueco en la obediencia,
no había más que un gen de desacato
y ojos que divisaban la miseria.

Me gestaron rebelde
y separé del oro la ceniza
de los infortunados que abrasó la codicia.
No tengo ningún mérito,
así es cómo crecí en el vientre materno.

Boga contra corriente y remonta las olas
mi barca quebradiza.
Las protestas se agolpan en mi boca
ante tanta ignominia
y atado a mi cintura

llevo el blanco fajín de la denuncia.



AQUELLOS NIÑOS VESTIDOS DE LIMOSNAS

Recuerdo a aquellos niños vestidos de limosnas,
recorriendo descalzos el barro maloliente de las calles.
Una vieja chaqueta, ajustada con cuerdas,
cubría a duras penas en diciembre
sus miembros ateridos.

Niñas uniformadas pulcramente
acudían a darles inútiles viandas:
Medio litro de aceite, un kilo de garbanzos,
un poco de tocino duro como el cemento.

Y las madres besaban las manos de las monjas,
repitiendo mil gracias,
y los niños vestidos de limosnas
las miraban muy serios a lo lejos
como a seres venidos de otros mundos
turbios y amenazantes.

Era por Nochebuena, dádiva puntual y degradante.
Dios nace para todos, decían las monjitas
y los niños vestidos de limosnas
rehuían caricias y llamadas.

Pero Dios no nacía para todos,
pues los niños vestidos de limosnas
no veían la luz desde chozas inmundas,
pavimentadas de penuria y de hambre.

Hoy, niños como aquéllos
computan el total de los tantos por ciento
de los abandonados de justicia y fortuna.
Para la gente de orden son tan sólo un guarismo
sin rostro,
sin esencia,
sin valor y sin alma.
Un muro se levanta entre ellos y nosotros,
nos oculta sus lágrimas
y sus cuerpos escuálidos
apenas protegidos por piadosas limosnas.