FISTERRA


            Corre el año 1997. Ha sido un viaje duro, iniciático. Nada más salir, en Jaca, escucha por la radio del coche que ha muerto Lady Di. Ella nada tiene que ver con las monarquías y mucho menos con la británica, pero hay tantas similitudes, tan trágicas coincidencias con su propia experiencia que debe apagar la radio y ni siquiera enciende la televisión de los hoteles en los que pernocta porque la noticia del accidente lo ocupa todo.


            Ha decidido llegar hasta Finisterre. Para ella es el final del Camino de Santiago, el itinerario del sol hasta su ocaso. Seguramente lo que busca es entender por qué algunos seres que se inician en la vida tienen que terminar tan pronto. De forma tan dramática.

            
                 Cuando llega a Fisterra, se aloja en un hotel en el que el olor a col inunda la recepción, los salones, las escaleras. Qué más da, piensa, solo va estar una noche pues debe regresar a Madrid. Deja el equipaje en una habitación impersonal, algo triste, a juego con su estado de ánimo, y se dirige al faro: la parte más occidental del pueblo. Contempló una vez el atardecer desde allá arriba y no ha olvidado el espectáculo. Cuando el sol se hunde en el mar, tiñe el agua de rojo como si se desangrara al morir. Pero tampoco en esto tiene suerte porque las nubes han cubierto el cielo y la magnífica ceremonia no se produce.


            Vuelve, pues, al hotel y ahí sí le espera una caricia. Nada más entrar en la habitación, un aroma a rosas lo inunda todo. ¿Habrán echado ambientador para ocultar el olor a col? Es posible, pero cuando se despierta por la mañana el mismo perfume le da los buenos días, penetrante, amoroso.


            No es posible desayunar, quizá es demasiado temprano o las sábanas se les han pegado a los propietarios del hotel porque no encuentra un alma. Así que decide dar una vuelta por el muelle, al oriente del pueblo, donde los pescadores repasan sus redes. Se sienta en un poyete de piedra frente al mar. Hay un silencio solemne y, sobre el agua, nubes deshilachadas van tiñéndose de rosa, de salmón, de dorado. Borran con mimo los añiles y los índigos de la noche para anunciar la llegada del astro rey, 

            La mente está en calma, vacía, solo atenta a la magnífica visión de un amanecer que nunca será igual, que es el primero y el último. Y ella, la única espectadora del milagro. Un revoloteo violento y cercano la sorprende, pero sigue inmóvil. Ve de reojo a una gaviota que se posa a su lado, muy cerca, casi roza su cuerpo. Y durante unos minutos la mujer y el pájaro presencian con actitud reverente el espectáculo. ¡Qué digo, minutos! Es un presente imperecedero, la urdimbre con la que se teje la eternidad. 

               Cuando el sol se levanta triunfante sobre el mar, la gaviota emprende el vuelo y ella vuelve despacio a su hotel. 

                 Buscaba la muerte y ha presenciado el nacimiento.


 
            
                
ACLARANDO




     Ha salido una noticia en el periódico digital Público, que puede conducir a error porque no se explica bien la realidad. Me gustaría que mi carta llegase al diario Público, publicación muy respetable y lejana a la manipulación.


    En 1975 los actores paramos los teatros para elegir a nuestros representantes, que hasta entonces el sindicato vertical elegía a dedo. El día de descanso se había conseguido ya gracias a Concha Velasco y Juan Diego. Se creó la comisión de los once: Escuer, Jesús Sastre, Alberto Alonso, Gloria Berrocal, Lola Gaos, Vicente Cuesta, Juan Margallo, Luis Prendes, Jaime Blanch, Pedro del Río y José María Rodero. Había actores de todas las ideologías, no solo de la ORT. Por ejemplo del PCE, motor imprescindible de la huelga. Yo trabajaba en el teatro Maravillas haciendo "Sé infiel y no mires con quién". Cuando volví de la Cuesta de Santo Domingo donde estaba la sede del sindicato y se acababa de votar la huelga, me dijeron que habían quitado el papel a Bárbara Lis porque no quería trabajar y que se repartirían sus frases entre los demás, que por lo visto estaban dispuestos todos a hacer la función. Yo dije que estaba de huelga y el teatro paró. Otros compañeros hicieron lo mismo y la huelga se extendió a los teatros de toda España, rodajes y demás. Fueron nueve días de amenazas y miedo. Hubo cárcel y multas, pero el pulso a la dictadura se había conseguido.



 

POESÍA ERAS TÚ

 

Poesía eras tú, que diría el rapsoda.

Deslumbrabas las dunas con tus ojos,

alfombrando de flores el desierto

al ritmo de tus pasos.

 

Poesía eras tú,

y la belleza te acogió en su seno

coronándote un alba permanente

y un concierto de crótalos.

Era tanto el fulgor de tu persona

que volviste temprano

al reino de los dioses.

 

Y mi alma no cesa de buscarte.

Sin descanso, famélica, arañando el recuerdo,

voy de la encina vieja a los ojos tempranos

que ciegan con su luz cargada de esperanza.

No conociste el odio y te raptó la luna.

Yo pago tu rescate acumulando lágrimas.








 PARTÍCULA Y ONDA




Me tienen boquiabierta
las posibilidades de la física cuántica
y me hacen meditar en el albur insólito
en el que estoy inmersa.

¿Soy partícula y onda?


Si soy un universo conformado
por millones de átomos tangibles,
soy tierra y agua y aire,
soy llanto y carcajada
y nacimiento y vida
y muerte irrevocable al mismo tiempo.

Pero si además soy onda o parpadeo,
fantasía o proyecto,
capricho o afición
del inmortal mirón que me contempla
entonces su ojeada me convierte
en un fulgor eterno.  

 BOGUI



        En mi casa siempre ha habido compañeros gatos, compañeros perros, loros, cacatúas, hasta una pareja de agapornis que tuvimos que regalar a una amiga porque hacían tanto ruido entre ellos, que no nos escuchábamos.

    Como todos los seres, los perros, gatos y demás animales no son iguales. Algunos pasan por tu vida sin dejar más que un recuerdo amable y otros, cuando se van por vejez o enfermedad, se llevan una parte de ti lo mismo que cualquier amigo o compañero humano. Uno de esos animales inolvidables fue Take, una gatita siamesa que estuvo con nosotros dieciséis años. Todavía recuerdo mis lágrimas mientras la dormía para siempre el veterinario  -estaba muy enferma- abandonada su cabecita entre mis manos. 

    Llegó a casa con apenas dos meses y en poco tiempo se convirtió en la amiga insustituible de mis hijos. En año y medio tuvo tres partos, más de veinte gatitos de todos los colores. Tuvimos que castrarla, claro. Se escapaba cuando regalábamos a la última cría y estaba cada vez más débil y desmejorada. En uno de los partos el primer cachorro se le quedó atascado en la vagina y nació muerto. El veterinario nos dijo que nos deshiciésemos de él, porque Take querría volverlo a la vida y no atendería al resto de la camada. Mi hija se negó. A sus diez años estaba convencida de que no estaba muerto, aunque el animal pareciera inerte. 

    Take siguió su proceso de parto, mientras mi niña acariciaba y daba calor al gatito en su regazo. Después de un buen rato, la cría maulló de pronto con gran alegría por parte de todos. Sobre todo por parte de mi hija, que se sentía orgullosa de haberlo vuelto a la vida. 

    El gato era negro, grande y precioso, con un pequeño mechón blanco en el cuello. Se lo llevaron unos amigos amantes incondicionales de los animales y lo llamaron Bogui. Le encantaba dormir en el alféizar de la ventana y se cayó dos veces a la calle desde un cuarto piso. La falta de oxígeno en el parto habría hecho mella en él o tenía un sueño muy profundo, no sé, pero el caso es que ninguna de las dos veces sufrió un rasguño. 

    Aquel gatito que nació muerto, vivió veintidós años gracias a mi hija. 

    Cada día estoy más convencida de que aquella niña era un hada.