GENUFLEXAS







Genuflexas ante al altar mayor,
estáticas, sombrías, son atrezzo de iglesia,
ninguna tiene edad
o tiene los mil años
de una comparsería femenil y precisa.

Idólatras de imágenes con caras de muñeca,
propietarias de exvotos, 
fervorosas de vírgenes y santos,
costureras de túnicas y hábitos,
fanáticas de cruces y de muerte,
esperan lo imposible:
reconocerse en una infinitud homogénea.
Idéntica. 













Límites



(Juan Gelman)



¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí la sed,

hasta aquí el agua? 

¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el aire, 
hasta aquí el fuego? 

¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el amor, 
hasta aquí el odio? 

¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el hombre, 
hasta aquí no? 

Sólo la esperanza tiene las rodillas nítidas. 
Sangran. 











FRAGMENTO DE "LA CONJURA DE LOS SABIOS"


         

         ¡Sadhu estaba allí! ¡Sadhu había vuelto! Vestido con el uniforme del internado - impecable americana azul oscura con el escudo del colegio en la solapa y pantalón gris - le sonreía en silencio, con dulzura. El hombre quería saber. Se agolpaban las preguntas en sus labios: ¿Por qué se había suicidado? ¿No había muerto? ¿Dónde estaba? ¿Por qué no se había dejado ver en tantos años? Pero el interpelado seguía hundido en el mutismo. Caminaba a su lado con paso tranquilo. Su mirada había adquirido una serena madurez, aunque su aspecto de adolescente continuase inalterable. El hombre intentó calmar su impaciencia y, sin atreverse siquiera a levantar la voz, le dijo a Sadhu en un susurro:
            -Vas a volver a irte, ¿verdad?
            -Yo nunca me he ido. ¿Por qué dices esas cosas?
      Había un punto de desencanto en la respuesta de Sadhu. Como si no entendiese sus preguntas, como si todas ellas estuviesen motivadas por una pueril curiosidad. Pero no había perdido su tono de ternura. Después de atravesar un umbrío bosquecillo, llegaron a un espacio abierto y luminoso. Se divisaba el mar en lontananza. Sadhu lo tomó de la mano y le señaló un viejo carromato detenido a lo lejos.
            -Anda, ve - dijo - Te están esperando.
        El hombre se separó de su amigo sin atreverse a protestar. Volviendo la cabeza a cada paso, suplicante, lo veía allí, quieto, como un moderno arcángel expulsándole del Paraíso. La mujer de sus sueños conducía el vehículo y lo saludó como a un viejo amigo al verle llegar.
            -Eres uno de ellos - le dijo crípticamente.
       Cuando se encaramó a la carreta para ocupar su puesto junto a otros dos viajeros, pensó que su amigo podría resolver aquel enigma. Pero Sadhu ya había desaparecido.


COLLIURE


Un lugar escondido y silencioso
en las orillas de ese Mare Nostrum.

Sobre la lápida que llora tu nombre
un trapo tricolor
y en menuda cuadrícula de planas escolares
tus versos inmortales.
Letras emborronadas por la lluvia y el viento:
sexto C de María Auxiliadora,
quinto B del grupo Jaime Vera,
Silvia Ruíz de primero.
Escriben sobre un olmo derrotado,
marchito por espúrias razones,
o por un caminante que traza su camino.
El tuyo al escapar fue un último pasaje
escoltado en su barca por Caronte.

¿Duermes con este sol,
o es que andas platicando con las olas
de esa España, que es tierra de poetas?
Tu voz no se ha perdido,
tus versos los declaman las sirenas
de ese sitio recóndito y radiante
junto al agua calmada del Mediterráneo.


HISTORIAS



Me conté mil historias día a día,

noche tras noche como Sherezade

para que distrajeran a la muerte.


Me conté que nacíamos tú y yo 

en un mismo hospital deshabitado,

que echábamos a andar, cogidos de la mano,

y aprendíamos el abecé del sexo

jugando a las tinieblas y a los médicos.


Me conté que habitábamos la tierra,

como la sola muestra de la especie

y que los dos quedábamos expuestos a la vida

sin más arma ni don que el de contar historias.


Quedábamos tú y yo,

ya viejos y cansados,

en medio de un paisaje desolado,

impotentes para obstaculizar la apocalipsis.

Y puestos a inventar mil desvaríos,

me conté que aromábamos las calles

y pintábamos risas a la luna,

compartíamos besos para saciar la sed

y escapábamos lejos de este mundo,

retornando al origen.



Y aquí estoy en el punto de partida,

dudando entre volver y no volver

a la vida de nuevo.

Puedo correr el riesgo de no reconocerte

si te encuentro.

Y si no te recuerdo,

tampoco en mí anidará el anhelo

de contar una historia








JUEVES 29 A LAS 18'30





UN ADIÓS
(Relato incluido en CUENTOS DEL OTRO LADO)



Por fin estamos solos. Hace tanto tiempo que quiero hablar contigo. Sí, ya sé, hablar hemos hablado muchas veces, pero nunca te he dicho lo que lleva atormentándome durante más de veinte años. Bueno, no todo el tiempo, claro. Un personaje de “En busca del tiempo perdido”, que ha perdido a su mujer y no supera su ausencia, dice que la recuerda constantemente, pero no durante mucho rato seguido. Los pensamientos son como las aves: revolotean por tu mente, van y vienen una y otra vez, se mezclan como en un galimatías, son imposibles de retener aunque nos obsesionen.
Hubo momentos en que creí olvidarte, pero luego la vida me devolvió al camino que llevaba hasta ti. Tú has sido mi Shamballa, una ciudad de Luz, retiro místico para cuando la vida me vencía, refugio lúbrico para mi deseo, un hombro amigo en el que descansar. Reposan en ti mis sueños y fantasías más inconfesables. Contigo puedo sincerarme, hablarte de mi amor, declararte mi creencia de que en otra dimensión, en otro tiempo, tú y yo nos hemos pertenecido en cuerpo y alma y hemos jurado recordarlo en sucesivas existencias. Pero todo eso se fragua en el mundo virtual de mi mente, sin el menor atisbo de realidad. Aunque, ¿qué es la realidad? ¿Por qué las sensaciones que transmiten nuestros sentidos, nos parecen más reales que las que transmite nuestra mente? ¿Por qué damos más valor a la vista, al olfato o al tacto, que a la imaginación o al anhelo? El cerebro no distingue entre la fantasía y la realidad.
¿Recuerdas la exposición de pintura de nuestra amiga Clara? La verdad es que sus cuadros no me interesaban lo más mínimo, pero alguien me había dicho que acudirías y fui esperando encontrarte. Llevábamos tiempo sin vernos y tu sorpresa, tu alegría al descubrirme, me hizo concebir un sin fin de locas esperanzas. Al abrazarme, me alzaste en el aire como el que recupera un tesoro que ha creído perdido. Nos escabullimos tácitamente del barullo de la inauguración y decidimos tomar un café lejos de allí. No sé por qué no te lo dije entonces. Era tan raro encontrarnos a solas. Estoy segura de que en aquella cafetería, los roces de nuestras manos y nuestros cuerpos no fueron contactos fortuitos sino provocados por los dos. Pero me escondí como siempre detrás de subterfugios, igual que tú, y hablamos del amor como si no nos concerniese, como si fuese un sentimiento ajeno, mientras mis ojos te mandaban el mensaje contrario y los tuyos se llenaban de lágrimas. Me dijiste que la convivencia mata la pasión, que la hunde en la rutina, que el deseo sólo perdura en los amantes furtivos. Y a mí aquello me pareció una declaración de principios, la constatación de que jamás me pertenecerías totalmente, la certeza de que siempre serías de “la otra”.
Aunque es posible que tuvieras razón. Seguramente la pasión sólo perdura en el secreto, en lo prohibido. Seguramente el peligro de ser descubierto aporta vehemencia a una relación, incrementa el deseo porque nunca es satisfecho del todo.
¿Callas? Siempre lo has hecho. El hombre brillante, ocurrente, jamás ha hablado de sus sentimientos. También a ti te ha golpeado la vida y quizá ese sentido del humor del que siempre has hecho gala es un arma contra la amargura, un disfraz para que la dificultad no te encuentre desprevenido. Y sin embargo la ternura se escapa por cada uno de tus gestos y miradas.
¿Qué hemos hecho? ¿Por qué hemos esquivado nuestro amor? Decían en el Renacimiento que los amantes que se negaban a consumar su pasión estaban condenados al hielo eterno. Y es en el hielo en donde tú y yo hemos dejado que se derramara la vida.
Ahora puedo decírtelo. Cuando me entrego a él eres tú quien está a mi lado, eres tú quien me besa, quien me posee, eres tú quien me hace sentir culpable. La traición más auténtica es la que jamás es consumada, porque te encierra en un torbellino de insatisfacción, de ansia del amado. ¿Y acaso existe algún hombre que pueda desplazar a un ideal?
Y no creas que no le he querido, que no le quiero, pero él ha envejecido y tú no, él enferma, falla, se equivoca y tú no. Él es un ser humano y tú un dios. ¿Quién puede luchar contra eso?
Y aunque ni siquiera me esté permitido llorar, mi corazón se ahoga en el mar de las lágrimas. ¿Cuál habría sido mi vida, si la tarde de la exposición te hubiera declarado mis sentimientos? ¿Te habrías apartado de mí, asustado por mi confesión? ¿Habríamos dejado a nuestros compañeros de camino y habríamos huido lejos? ¿O más bien nos habríamos limitado a mantener sórdidos encuentros, hasta que nuestro amor se hubiese marchitado como esa flor que guardas en un libro y que cuando pasan unos años eres incapaz de recordar qué episodio adornó? Ahora ya no podremos saberlo.
Hay quien dice que cada deseo, cada decisión, cada duda abre una nueva senda en algún universo paralelo. Que nuestro ser está desgajado en multitud de posibilidades. Y yo lo creo. En otros mundos compartiremos la vida o no nos conoceremos, seremos amantes o nos habremos convertido en enemigos. No, esto último no es posible, ni siquiera en el mundo más descabellado y perverso.
Adiós, amor mío. Volveremos a encontrarnos, no sé dónde ni cómo, pero estoy segura de que volveré a verte. A nosotros se nos concederá una segunda oportunidad. Confío en que entonces nos reconoceremos, en que no desviaremos la mirada en el primer encuentro, en que abandonaremos miedos, timidez y falsas cautelas y correremos uno a los brazos del otro. Aunque tampoco allí seamos libres, saltaremos por encima de lealtades o convenciones sociales. Nuestros ojos o nuestra piel quizá no guarden la memoria, pero nuestra alma queda a la espera del encuentro. Porque el único sentido de repetir una experiencia de vida es completar aquello que has dejado de hacer.
Quizá, es muy posible, quizá nos encontremos al otro lado del río. Allí donde las ranas encienden sus lumbres.

-Llevas mucho tiempo aquí. ¿Has visto a Carmen?
Le digo que sí con la cabeza. No puedo hablar, en mi voz él advertiría las lágrimas que me ahogan por dentro. Y se le antojaría excesiva mi congoja. Siempre creyó que eras un amigo ocasional. Me cojo de su brazo y me aparto del cristal que me separa de ti.
Está bien que hayan dejado tu ataúd cerrado. Así puedo recordarte como serás para siempre en mi mente: joven, bello, apasionado.
Me despido de Carmen. Está deshecha. La abrazo en silencio, con mimo, con sincero afecto. Las dos te hemos compartido y jamás tuve celos de ella. En lo que a ti concierne, no cabe un sentimiento negativo.
Ahora tengo que ir con mi marido. Espérame. No será mucho tiempo, amor mío. Mientras, explora las galaxias. Así podrás guiarme por entre las estrellas cuando nos encontremos.  




EL CAÑÓN A SU PESAR SONRÍE



Cincelaron mi mente a golpe de mentiras
en épocas oscuras en que la libertad
fue palabra extirpada de nuestro diccionario.
Las historias fantásticas de conquistas y honores
poblaban nuestros días.
Santiago y cierra España y el Cid ganando lides
hasta después de muerto.

Tardé en edificar un refugio a cubierto
del pegajoso odio hacia el hermano
y escapé del destino del pensamiento único.
Sondeé en las raíces de mi sangre,
menesterosos y pobres jornaleros,
y traicioné la pasiva indolencia de la clase media.

Discordante e incómoda, 
vadeé el mar abyecto de las indiferencias,
me atormentó la duda en cada certidumbre
y me inventé a mí misma con mil contradicciones.

Hay que seguir, me digo,
aunque lo inútil de tu voz se pierda entre las piedras.
Hay que seguir denuncia tras denuncia,
hundiéndose tu fe en el desengaño.

Tambaleante e insegura,
hay que continuar creyendo en la utopía.
Una flor no detiene las balas
pero el cañón, a su pesar, sonríe
y las sonrisas taponan el camino hasta el gatillo.










PRIMERAS LETRAS


José Manuel Caballero Bonald



Un día lunes, cerca
del mar, sonó la palabra. 
                                 Era


verano entre las cañas
pacíficas del trigo y nunca
la sucesiva hoguera
de las furias se propagó
con tanta iniquidad.
                             Vinieron

cargas de odios
en camiones, gritos
y sogas en camiones. Ebrios
de mosto y esperma, bajaron
hasta el mar
adolescentes brunos,
ciegos y reclutados
con los aperos de la tiranía,
niñas de sangres iniciales
con flechas en el seno,
espantos y pancartas 
al frente de los himnos.



Entre el despliegue tortuoso, ¿quién
me llevó de la mano
a la frontera fratricida, dónde
me desahuciaron de ser niño?
Oh qué terribles y primeras
letras hostiles
de la patria. Párvula madre
mía, ¿qué hiciste
de nosotros, los que apenas
pudimos aprender
la tabla de sumar de la esperanza?



EL CAOBA

El recuerdo indeleble suele ser inquietante, desarmónico,
como tú, mendicante innominado de mi lejana infancia.
Paseabas tu imagen de soledad suicida
calle arriba y abajo, o te ocultabas en un portal sombrío,
cercado por miradas suspicaces. 

Apártate, cuidado, no te cruces con él.
La miseria resulta amenazante.

 Arrastrabas contigo todo tu patrimonio:
un saco apolillado por el hambre de siglos,
una botella amable para ayudar al sueño
y un can despeluchado que respondía
al nombre de Colega, un reconocimiento
para el único amigo al que no amedrentabas. 

Apártate, cuidado, no te cruces con él.
La miseria puede ser contagiosa.

Algunos te llamaban El Caoba
porque tu oficio fue el de carpintero
cuando a nadie asustabas.
Una noche lidiaste al Minotauro de tus desvaríos
y sucumbiste debajo de las ruedas
de un camión de reparto.
Sólo Colega acompañó con lúgubres aullidos
tu solitaria marcha al cementerio.

Yo respiré tranquila. A partir de aquel día
ya no volví a cruzarme con el hombre del saco.
LA CASA




Cerramos la cancela de la casa
y dejamos las almas acurrucadas dentro.
Almas niñas, medrosas, apocadas,
unidas al paisaje de los largos pasillos,
de los cuentos de invierno al calor del brasero,
adheridas a los dibujos árabes del viejo pavimento,
al hogar de carbón que pulía la abuela
con cepillos de lija.

Y la arena avanzó al ver el abandono
y sepultó los cuartos con su túnica yerma,
el frío heló la risa de las ventanas mudas,
y un vinilo rayado gimoteó canciones de los Beatles.

Alegres bienvenidas siguieron saludándose
en el recibidor y americanos e indios
libraron sus batallas en el fuerte de plástico.
Y nuestras almas niñas apretaron los ojos
fingiéndose dormidas para los Reyes Magos,
y supieron que no retornaríamos.

No volvimos la cara
por miedo a convertirnos en estatuas de sal
y dejamos hundidas en aciaga orfandad
a nuestras pobres almas infantiles.
LA LUZ


Me gustan las ventanas sin visillos
que conversan tranquilas con otros miradores.
La vida en su interior se duerme o despereza,
respira o se hunde en sueños de hazañas y aventuras.

Me gusta el corazón sin armaduras
que deja entrar el sol y se empapa de lluvia.
Aun siendo devastado por la helada nocturna,
irradia un resplandor que sana y reanima
a las almas enfermas.

Me gusta el arco iris, la luz de la mañana,
el brillo de unos ojos que se abren deslumbrados
a la vida diaria, y la imaginación iluminando al alba
un horizonte abierto a la esperanza.

Nos contiene y rodea la claridad ansiada.
La única negritud posible es la del alma,
la única soledad la de la flecha
que no encuentra diana.



FRAGMENTO DE "TRAS LA PUERTA" DE CUENTOS DEL OTRO LADO.



Se levantó trabajosamente y el familiar regusto acre de la resaca atravesó su garganta hasta el estómago provocándole nauseas. Tambaleante, se dirigió al baño y se desnudó tirando las prendas al suelo. El agua de la ducha disipó un poco las nubes de su cerebro. Las preguntas le bombardeaban: ¿Había abierto él aquella puerta? ¿Había sacado las cajas en medio de la borrachera? ¿Cómo había podido vencer el terror que le provocaba el cuartucho? ¿Era el alcohol el único medio de dominar sus  temores?
El chorro que le empapaba fue enfriándose y empezó a tiritar con violencia. Cerró el grifo y buscó inútilmente una toalla. Decidió volver al dormitorio dejando un reguero de agua tras de sí. Sacó de la maleta una camisa y un pantalón limpios y volvió al cuarto de baño para terminar su aseo. En sus idas y venidas procuraba apartar sus ojos de la botella de vino aún intacta que le llamaba a gritos desde la mesilla.
-Ni una gota más. Lo prometí. Ni una gota más.
Su propia voz le sobresaltó. Pasó el peine por el rebelde cabello intentando pensar en otra cosa. Tiraría aquella botella y emprendería una vida normal.
¿Cómo eran las vidas normales? ¿La de Lola y la de su compañero eran vidas normales? ¿Era normal que ella calificara de inocente su antigua relación? Sí, sin duda los revolcones en las canteras habían sido inocentes. La novedad había sido la única perversidad. Luego, ella habría conocido al gigante y se habría hundido para siempre en la más absoluta normalidad, atendiendo a los borrachos en la taberna y pariendo hijos en momentos fugaces de descanso.
A través del espejo le sobresaltó una imagen imposible. Un niño delgado y pálido lo miraba desde la puerta. Iba descalzo y toda su persona tenía un aire de patético abandono. Esteban se volvió precipitadamente y los dos quedaron frente a frente.
-¿Quién eres? – preguntó con un hilo de voz.
El pequeño no contestó. Fijaba en él sus ojos llorosos. El terror reflejado en sus pupilas. Sus propias pupilas, su propio terror. Porque él se reconocía en aquel niño. Era su imagen de cuarenta años atrás, su imagen temerosa observándole como si fuera un fantasma. Seguramente el mismo niño al que había oído gritar y golpear la puerta el día anterior.
Hizo intención de aproximarse al pequeño y éste se echó a correr por el pasillo. El eco de sus menudos pasos repiqueteó sobre el viejo entarimado y Esteban quedó inmóvil, convencido de no poder darle alcance. Al volver a su habitación, apiló las cajas aún dispersas por el suelo, las empujó al interior del cuartucho y cerró la puerta con rabia. El sudor le empapaba sienes y espalda como si hubiese realizado un gran esfuerzo. Luego cogió la botella de la mesilla, pero cuando estaba a punto de llevársela a la boca, la arrojó contra la pared. Contempló fascinado cómo resbalaba por el papel pintado, gota a gota, su contenido oscuro y una lluvia de cristales se esparcía sin ruido lanzando mil destellos a la luz del sol.
-¡Se acabó! ¡Esto se acabó!
Y su grito desesperado tuvo el efecto de una plegaria que le devolvió la cordura.