EL ESPEJO



Me llevé el espejo de la abuela
porque allí descubrí mis pechos expectantes
ante el anuncio de la primavera.
Dentro estaban mis lágrimas
de algún amor impúber,
desayunos con churros
y un familiar secreto descubierto
al fondo de una caja de galletas,
oculta tras del hábito de san Francisco
y enaguas de batista muchas veces lavadas. 

Me llevé el espejo de la abuela,
a lo largo del tiempo me acompaña.
Aún guarda en su interior unos pocos momentos
de mi infancia, de besos y silencios,
de versos y castigos.

Me llevé el espejo de la abuela
porque allá, en lo profundo de su azogue  
sigo yo como entonces, cogida de su mano.
EN LOS DÍAS SOMBRÍOS DE MI INFANCIA



Se enredaban las coplas en la ropa tendida
y se mezclaban gritos en lo alto del patio.
No se hacía el silencio
hasta las dos y media de la tarde.
Tras una sintonía
que ha quedado grabada en el cerebro,
se oía una voz única y metálica
que destrozaba muchos corazones:
pantano inaugurado,
la maldad de los rusos,
la envidia circundando las fronteras,
y recomendaciones bajo palio y olor a sacristía.

Y luego por la tarde, la calle estaba oscura.
El camino era largo al volver del colegio.
Y a veces te seguían.
Y notabas su aliento apestando en tu nuca.
Y apretabas el paso para huir de mensajes indecentes
y llegabas a casa, al portal de tu amparo, desalada.

¿Has corrido? ¿Qué ocurre?
No, no me pasa nada.
Voy a hacer los deberes.

Era mejor no hablar
en los días sombríos de tu infancia,
donde lo único claro era la culpa,
donde lo único claro eran los miedos,
donde todo un país enmudecido
caminaba en el borde del abismo
midiendo bien sus pasos.
Para no despeñarse.

EL GRITO 





Yo me he aferrado al grito como forma de vida,
a ese grito teñido por mil lágrimas negras
que desnuda el olvido de atropellos y crímenes.

He tocado a rebato
por un Madrid plagado de mendigos
que alfombran las aceras.
Sirenas y pitidos estremecen,
y el asfalto ya huele a primavera
mezclada con vapores de petróleo.

Mi grito no es de Munch, más lo parece,
porque nadie lo oye.
Es el grito del hombre sin mañana,
es el grito que muere, apenas ve la luz,
un alarido contra la indiferencia que nos cerca.

Es una invitación para cruzar el puente del deseo.



OSCURIDAD

Hay hombres tan oscuros
que se confunden en la noche
con el asfalto recién esparcido,
todavía húmedo,
como un vómito del maligno.

Hay hombres tan oscuros
que tienen por corazón
un trozo de obsidiana
que jamás ha latido.

Hay hombres tan oscuros
que rezuman petróleo
y crean agujeros en el curso del tiempo.

Hay hombres tan oscuros
que la luz los ignora,
y su vida se cierra
con las risas de alivio del destino.
LA GUERRA DE MI INFANCIA




Los míos hablaban mucho de la guerra.
Hablaban del hambre, del frío, del miedo,
de sirenas nocturnas,
de golpes de culata en el portal
y de metralla atravesando las ventanas.

Los míos eran los que habían ganado.
Franco era el salvador, decían las monjitas,
y lo enseñaba un libro: "Formación del espíritu nacional",
asignatura que nunca suspendí.

Los otros, los sin nombre, los condenados rojos
eran malos y ateos y no tenían cara.
Quemaban las iglesias, pero solo en mi barrio
quedaban muchas que no habían quemado.
Yo pregunté por ellos
y me dijeron que ya no había ninguno.

Muchos años después pude enterarme
 de que en aquella época
los buenos continuaban fusilando
para que no quedase ningún rojo. 
REFLEXIONES


Mamá cumplió noventa,
pero por dentro - me decía -
sigo teniendo quince.
A mí me gustan más los treinta
y me he quedado ahí.
Detenida por siempre.
Hasta después de irme.

PENÉLOPE



Mezclas los vocablos como enlazas las hebras de lana,
y surge el dibujo, la trama, la locura crónica,
la manta abrigada,
la derrota última que extravía el alma.

Buscas en los saldos restos de esperanza,
y los venden en tiendas de la milla de oro.
Y empiezas, y acabas, deshaces, hilvanas,
y te plantas delante de aquella patrulla de fusilamiento
que no disparaba.

Y aguardas desnuda de luz y de cielo,
tendiendo las manos en busca de ausencias
y no llega nada.
Y como Penélope, urdes un tapiz
que puede servir para ocultar lágrimas,

mientras cubres tu corto trayecto por la Vía Láctea.