LO POSIBLE

No hay que caer en la desesperanza 
de que nada cambió desde que el tiempo es tiempo.
Yo soñé alguna vez con recorrer
de punta a punta los puntos cardinales.
No culpo a nadie si no me atreví a hacerlo.
Sólo yo fui quien dije “no es posible”,
“tú no tienes futuro ni te apoyan rentas o patrimonio”.


Y ahora que el tiempo suma muchos meses
 en el cómputo exiguo de la vida, 
es clara la respuesta que me brindan. 
Puedo cruzar el mundo parte a parte,
puedo parir amores no nacidos,
puedo hacer que amanezca por poniente,
y abrir de par en par la prisión de los miedos,
y romper la mordaza de bocas que reclaman
libertad y justicia.

Puedo empezar de nuevo o empezar de seguido,
ofrecerte mis labios como entonces
para estrenar mis besos,
puedo sentir el maná de la vida
subiendo hasta mis pechos
y puedo, si me place, seguirte en tu camino,
recorrer las estrellas y crear nuevos mundos
desde el núcleo mismo del magma primigenio.
CONSIGNAS



Me dijeron que no creyera en sueños,
que sólo confiara en mis cinco sentidos.
Lo invisible no existe,
la intuición no conduce a ningún sitio,
el amor es una reacción química,
nacemos y morimos, no busques otra cosa.

Y simultáneamente,
contradiciendo la lógica innegable,
me hablaron de deidades vengativas,
de infiernos perdurables,
de culpas y pecados.
Oh, sí, me hablaron mucho del pecado,
y un poco de propinas celestiales.

Y ateos y creyentes se parecían mucho.
En la ciencia o la fe reposaban verdades axiómaticas.
Emplea la razón, decían unos.
No cuestiones los dogmas, amenazaban otros.
Pero todos se buscaban un sitio
en sociedades ciegas y sin alma.

Llegados a este punto, escapo de los credos,
de doctrinas científicas
y hallazgos teológicos que cambian
según las latitudes,
el momento,  
y algún prócer de turno, incontestable.

Dejemos que los sueños nos invadan,
sigamos intuiciones y barruntos,
amemos sin medida, enloquecidamente,
y dudemos de lo que está a la vista,
de proclamas de clérigos y sabios
pues sospecho que es esto lo que engaña.



GRITÉ TU NOMBRE



Grité tu nombre
 y me contestó el aire.
No te entiendo, me dijo.

Grité tu nombre
 y una estrella me susurró al oído:
No conozco a quien llamas.

Grité tu nombre
 y el agua me empapó sin responderme.

Grité tu nombre
 y la noche amaneció de pronto por no oírme.

Ya no grito. He callado.
Ya dejé de buscarte.






VEINTIÚN GRAMOS

De algunas noches huyen las estrellas
y la luna se larga a otro hemisferio.
El tiempo paraliza sus agujas
y se evaporan los 21 gramos
que es lo que pesa el alma,
o al menos eso dicen.

Te vacías de pronto y ya no existes,
y ni la Muerte puede dar contigo.
Ahora eres simplemente la memoria,
una huella en la arena,
un grito en las entrañas de la tierra,
una palabra muda. Una palabra
que ya nadie pronuncia
porque en la evanescencia
se colapsa también cualquier sonido.

21 gramos. Algo tan liviano
que implosiona y se pierde
en medio de un suspiro.
21 gramos sólo. Una minucia.
Una carga trivial del cosmos infinito.



...que nada es más durable que lo efímero
ni hay más verdad que lo que nunca ha sido.
Angelina Gatell.





RECUERDOS

Rechinan las ventanas en sus goznes
al peso del recuerdo.
La ciudad asustada por el sol inclemente
se refugia en los sótanos
y ahí al fin te encuentro.

Te encuentro amordazado como entonces,
autista, extraviadas tus pupilas
por normas y sensatas cobardías,
represiones y traumas de la infancia,
y quizá soledades compartidas.

La soledad nos cerca, se agiganta
como el hombre del saco de los niños,
espera en los recodos, se aferra a las cortinas,
grita mil amenazas en los cuartos vacíos.

La pasión va de vuelta.
Cansada, trasojada se despide.
Y ya que hemos llegado hasta este punto,
inventemos recuerdos.
Mitifiquemos lo que nunca ha existido. 
FRAGMENTO DE LA CONJURA DE LOS SABIOS


Era un enorme y potente dragón, guardián infatigable del tesoro. Allá abajo, en la húmeda gruta que habitaba todo era oscuridad, pero el fuego que surgía de vez en cuando de sus terribles fauces iluminaba cada pasadizo, permitía adivinar cada accidente del suelo. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? Aunque en realidad la pregunta era absurda porque en aquella cueva no había posibilidad de relación con ser alguno, ni forma de medir los días y las noches. Y en lo más profundo de su conciencia, él sabía que era una criatura mítica. Una criatura única y eterna entre todo lo creado.

Avanzó lenta y orgullosamente por el largo túnel. Era invencible, nunca había conocido enemigos. Sus poderosas pezuñas hacían retemblar las profundidades y sus ecos se multiplicaban a través de las intrincadas galerías.

A medida que se acercaba a la gran cámara le llegaba su resplandor. Las paredes se irisaban de múltiples colores y se percibía el calor, la vida, la tremenda energía de lo que se encerraba en la bóveda.

Penetró en la sala, contempló el tesoro y una sensación nueva lo invadió: Un cosquilleo interno, un relámpago que transmutaba su negra sangre en luz. Sus duras escamas fueron cayendo una por una y se disolvieron como el humo. Y la terrible fiera se transformó en un ser transparente e ingrávido.

Allí, sobre la piedra sagrada, centelleaba el vellocino de oro. 




EL TEATRO




El lugar más fascinante de mi colegio era el foso del teatro, un lugar mal iluminado y angosto,
situado debajo del escenario. Las monjas aseguraban que estaba lleno de ratas, aunque yo nunca
vi ninguna, supongo que sólo era una artimaña para que no bajáramos allí. Con el corazón palpitante,
alerta al menor ruido, aprovechaba los descuidos de sor Amparo, que además de mi profesora era
la directora del cuadro escénico, y bajaba de puntillas la escalerilla de madera que conducía a aquel
lugar de ensueño. Había trajes de época de brillantes brocados desgastados, túnicas de raso, alas de
plumas despeluchadas y un armario con puertas de cristal que contenía los más variados objetos:
cetros dorados, coronas de hojalata, puntiagudas babuchas, collares y abalorios de cuentas y piedras
que relucían en la semioscuridad del reducido cuartito.

Mi primer contacto con las tablas se produjo al poco de llegar a aquel colegio. Apenas tendría ocho años
y fue en una de las tantas celebraciones del centro con motivo de la llegada de la Superiora desde
Italia o de algún evento religioso, vaya usted a saber. Pidieron voluntarias para recitar un verso y
no lo dudé un segundo: me puse en pie y me ofrecí para una tarea desconocida, que me atraía
poderosamente. Sor Amparo me hizo salir en medio de la clase y me alargó una poesía de Gabriel
y Galán, “La Pedrada”, que relataba una procesión de Semana Santa con la estatua de un Nazareno
y la reacción de un niño, indignado por el sufrimiento de la imagen. Durante un par de semanas
recité aquellos versos a todas horas. No podía comer y dormía sobresaltada en medio de pesadillas,
que también sufriría de adulta, en las que me encontraba sola en un escenario, aterrorizada por no
recordar una sola frase de mi papel.

El día temido llegó por fin. ¿Y si en el último momento me caía, tropezaba, me equivocaba,
fallaba...? Media hora antes de dar la entrada al público, estaba ya en el escenario vestida con el
uniforme del colegio, que ese día mi madre había lavado y planchado impecablemente
recomendándome no sentarme, no mancharlo, no arrugarlo... Apartada, en un rincón, repetía bajito:

- Cuando pasa el Nazareno

de la túnica morada,

con la frente ensangrentada...

Llegaba hasta ahí, había olvidado el resto. Tenía que echar una ojeada al papel para leer aquello de:

-...la mirada de Dios bueno

y la soga al cuello echada...

Después podía seguir sin problemas, lo que no solucionaba el que siempre me atascase en el
mismo sitio.

El murmullo de la gente entrando en el teatro me devolvió a la realidad y agudizó mi angustia.
Con mucho cuidado, abrí una rendija por una esquina del telón y contemplé la creciente animación
del público que buscaba sitio. Movían las sillas, se saludaban, reían ajenos a la febril actividad y
nerviosismo que reinaba entre bambalinas. El escenario se había ido llenando con las alumnas de
segundo de bachillerato, vestidas con un traje regional de alguna zona imprecisa de Castilla o
Galicia, bastante conocido en el colegio porque era el único existente en los vestuarios del teatro.
Llevaban todas faldas rojas de paño sobre enaguas almidonadas, corpiños negros, blusas blancas
y zapatillas de esparto, atadas con cintas sobre las medias; sin olvidar los pololos, claro, que
tapaban pudorosamente sus piernas hasta las rodillas. Nos sabíamos de memoria aquel
baile, porque abría con frecuencia actos teatrales y celebraciones, al que llamábamos “El Paloteo”.
Sonaron tres timbres y el corazón me golpeó con fuerza en las sienes. Todavía estaba a tiempo.
Podía bajar disimuladamente por la escalerilla que desembocaba en el patio de butacas y
escabullirme hasta la salida. En aquel momento nadie lo notaría y estaría a salvo de la humillación
y el ridículo ante tanta gente. Se apagaron las luces y el murmullo del público fue decreciendo.
El telón empezó a abrirse pesadamente, con un sordo chirrido de poleas. Los focos del escenario
se encendieron y un rosado resplandor iluminó a las bailarinas que aguantaban inmóviles con
los palos sobre sus cabezas. Cuando sonó el primer acorde de la música, las chicas lo
acompañaron con un sordo golpe de los palos y empezó el baile. Yo intentaba recordar
la poesía inútilmente. Había dejado las hojas al otro lado del telón y no había paso por detrás
del decorado para poder recuperarlas. Miré a sor Amparo, que contemplaba el baile con una
sonrisa embobada y tiré con cuidado de la ancha manga de su hábito.

- No me acuerdo - dije.

Ella ni siquiera me miró. Mi susurro había sido ahogado por el ruido de la música y los golpes de
los palos. Me resigné a mi suerte. Me colocaría donde se me había dicho y, si no recuperaba
la memoria, saldría corriendo y jamás se me ocurriría volver a subirme a un escenario, lugar
que me parecía reservado para personas con un formidable talento, que a mí se me había negado.
Los aplausos del público me hicieron dar un respingo. Sor Amparo murmuró a mi oído:

- Preparada.

Se hizo un oscuro y noté que me empujaban. Salí tropezando en la oscuridad. Una luz mortecina
me llegaba de las cajas y me situé en mi lugar ante el telón. ¿”Cuando pasa el Nazareno”, qué?,
repetía yo mentalmente. La luz de un cenital, me cegó. Intenté mirar a través del resplandor, cosa
imposible, porque ante mí se abría una especie de agujero negro, silencioso, abismal. Era como si
toda la gente que ocupaba el recinto hubiera desaparecido, borrada por algún espíritu compasivo.
De reojo, veía a sor Amparo hacerme gestos y apuntarme el principio de la poesía, aquello de
“cuando pasa el Nazareno” con un tono urgente y preocupado. Abrí la boca, dudaba de mi
capacidad de emitir sonido alguno. Unas toses en el público me hicieron recordar que el monstruo
de cien cabezas, que se sentaba abajo, seguía presente aunque yo no pudiese verlo.

Mi voz me sobresaltó. Sonaba extraña, como si no me perteneciera, como si alguien desconocido
hablase por mí en un tono seguro, alto y claro. Las palabras olvidadas llegaban a mis labios en
medio de un silencio cada vez más expectante y profundo. La insegura criatura de momentos antes
se había esfumado, dando paso a un ser irreconocible que disfrutaba de aquella experiencia.
Mis ojos se llenaron de lágrimas, sumergida en la historia que estaba contando, cuando el niño
tiraba la piedra contra el sicario que atormentaba al Nazareno. Un ruido compacto y estridente
me llegó desde el agujero negro que tenía ante mí. Comprendí que la poesía había terminado y
que eran aplausos. El escenario se llenó de gente: mi madre, mis abuelas, compañeras, profesoras.
Todos estaban encantados, ¡les había gustado! 

Como recuerdo de aquella tarde conservo una fotografía. Una pequeña colegiala, situada delante
del telón, alza los brazos teatralmente, entregada en cuerpo y alma al recitado de la poesía.
Lleva unas trenzas oscuras, un enorme flequillo, partido en dos por un rebelde remolino y un dedo
de combinación blanca asomando por debajo del negro uniforme. El teatro acababa de hacer la
aparición en mi vida.