LA JUSTICIA



Tengo sed de justicia, lo confieso.
¿Cómo saciarla si nadie la despacha?
He corrido las tiendas de mi barrio
y no hay respuesta cuando la requiero.
Venden sentencias, laudos, galardones,
indultos, cambalaches y algún máster,
incluso proporcionan amnistías,
pero siempre me observan recelosos
cuando oso pronunciar, casi en susurro,
el vocablo justicia.
¿Se ha agotado el concepto?
¿Está obsoleto?
¿Se impartió acaso sin contrapartida?
Creo que se ha esfumado entre los labios
de los que gustan de otorgar limosnas,
ropas usadas, quizá alguna caricia
y suelen asistir con entusiasmo
a los rastrillos de damas de abolengo.




POBRES NIÑOS


Pobres niños del mundo
que vienen a la vida
desnudos de sentencias y de dioses.
Pobres niños que solamente gustan
de la dulzura del maná materno,
sin saber que el acíbar de las armas
emponzoña la luz que les rodea.

¡Pobres niños!
Pobre inocencia herida por la guerra
de negocios y utilidades varias,
que no entiende de ideas ni colores
y va a ser engullida por el ogro
que divide las almas y traza las fronteras.

Pobres niños del mundo,
que no conocen patrias ni pendones
y son enumerados en la lista de las categorías
apenas abandonan el claustro de la madre.
Arriban temblorosos a playas de abundancia
para morir ahogados en mares de petróleo
o viven entre mieles aprisionados, mudos,
por la mordaza abrupta que amaestra cerebros.

Pobres niños del mundo,
víctimas candorosas del monstruo que se nutre
de cuartos y cadáveres,

sois mis hijos, mi casta, mi joya más preciada.
EL PENSAMIENTO ÚNICO



El pensamiento único se despertó una noche
con ansia de diálogo.
Caminó por mil calles solitarias de su ciudad en ruinas,
pero no encontró a nadie.
En rasgados cendales de ventanas
tejían sus mensajes las arañas,
y el viejo campanario
seguía convocando a las cruzadas.

El pensamiento único cruzó el muro de piedra,
levantado a lo largo de los siglos,
y se encontró a un poeta trashumante.
Lo esquivó. Tuvo miedo del veneno letal
que escondía en su pecho:
un depósito ingente
de anhelos y quimeras desbocadas.

Tampoco quiso hablar
con un par de inventores de prodigios,
que son esos que enredan con ideas
los caminos que tienen las metas prefijadas.
¿Y qué decir, amigos, de ese loco,
que se obceca en luchar por la justicia?
A ese fingió no verle
y pasó disfrazado con peluca
y con toga de honesto magistrado.

Después de dar mil vueltas,
optó por regresar al resguardado hogar
que le albergaba.
Nadie puede negar que lo intenté,
rezongaba enojada nuestra exclusiva idea,
imposible el diálogo con los que se han negado
a debatir conmigo,
es gente contumaz, de pensamiento único.

Y volvió a platicar consigo mismo.

  


CON ESA INGRATITUD

Con esa ingratitud de los párvulos años
les gritaba:
“¡Yo a nadie le pedí venir al mundo!
Y ellos, maniatados por pactos de secretos ajenos,
destilaban silencios y miradas furtivas.

Fueron los suyos días de las mil prohibiciones,
días de cantilenas de misas y beatas.
Amar era pecado,
y el odio hacia el hermano era virtud bizarra
en el nombre de Dios y de la Patria.
Con el yugo y las flechas,
asfixia y amenaza de la idea,  
se marcaban los nombres de los pueblos
y el luto de las muertes silenciadas
velaba las pupilas.

Pero ella era muy joven y a salvo de la muerte,
sus únicas batallas eran contra las normas
que aprisionan pasiones, que encierran los deseos
y que impiden rasgar el fin del horizonte.

Era tanto su peso de amargura que tenía que huir
para salvarse,
volar hacia las nubes sin descanso
hasta quemar sus alas.
¿Me habéis dado la vida? ¡Vaya cosa!
¡No es regalo, es veneno!
Así gritaba quien era la invención
de la noche de un dios enamorado.

Los años han cubierto con silencios de nieve
quejas y rebeldía.
Ya sabe que vivir es la mayor ofrenda
y, aunque tarde, 
quiere escribir su gratitud ardiente
encima de las olas que les sirven de lápida.