PREGUNTAS SIN RESPUESTA

¿Se me lleva la muerte,
                                 inadvertida?
¿O soy yo quien reclamo mi partida?

Cegada, sojuzgada, ensordecida
y presa por el brillo de la vida
miro con ojos vacuos adelante y atrás,
                                  enfebrecida.

¿Dónde hallar los porqués?
¿En la infancia fugaz, quizá en la adolescencia,
o en esta madurez preñada de preguntas?
Preguntas sin respuesta.

Tal vez quien me creó me mire inalterable
en su serenidad de autor sin preferencias.
Un personaje u otro,
una mujer o un hombre,
un pecador o un justo
tienen el mismo espacio en la eterna matriz.
Espacio sin un sitio,
sitio sin un lugar para una identidad
que se busca a sí misma sin poderse encontrar.

                 

¡DESPERTAD!


Cuando nos quejamos de la época que nos ha tocado vivir, olvidamos que la marcha del mundo la realizamos en nosotros mismos y en la relación que mantenemos con lo que nos rodea. Cualquier guerra es nuestra propia guerra interior. Y si no firmamos la paz en nuestra mente, no hay posible armisticio. Los atropellos que cometen unos seres contra otros y el divorcio del hombre con lo que le rodea han dado como resultado la destrucción del planeta y genocidios e injusticias sin cuento. En este momento la humanidad vive una espiral de violencia; la naturaleza misma se defiende de las agresiones a la que la sometemos con desastres, tsunamis y terremotos. 

En el mal llamado primer mundo, los derechos, que con tantas dificultades conseguimos en nuestra historia reciente, son arrebatados a golpe de decreto por espurias e incomprensibles razones. Y en el resto del planeta el individuo es pisoteado y humillado, porque para el poder ni siquiera existe. Vivimos en directo y a diario abusos, muertes y catástrofes, revestidos de una coraza que nos insensibiliza frente al dolor de los otros. Hundidos en una especie de sopor, frente a nuestro televisor, presenciamos dramas ajenos como si de un telefilm de sobremesa se tratase. Solemos excusarnos con las frases de: “Yo no puedo arreglarlo, yo no puedo cambiar el mundo”. Sin embargo lo que presenciamos es nuestro propio drama, nuestra propia incapacidad de arreglar las cosas, nuestro egoísmo, nuestra codicia o crueldad.

Ha llegado el momento de sentirnos corresponsables de todo lo que ocurre. El hambre de los otros es nuestra propia hambre. Su saqueo y su padecimiento también son los nuestros.

No cerremos los ojos, amigos. No sigamos dormidos. Ha llegado el momento de despertar. 

Mañana puede ser tarde.
                      

CRUELDAD

Es una crueldad
en jaulas encerrar la libertad.

Cortar las alas
del ser que en su aventura
llegar podría al cielo,
dinamitar el pensamiento a golpes
de la criatura que va a despegar,
es una crueldad.

Es una crueldad cegar los ojos
del invidente que pretende ver,
poner mordaza al grito,
veto a la risa,
o maniatar la mano que comparte el pan.

Es una crueldad
asfixiar ilusiones y acotar los caminos,
enumerar las almas,
uniformar las mentes
y envenenar el aire de insolidaridad.

                     Es cruel el vano intento de los hombres
   de ocultar a los otros la verdad.           

EL MIEDO

            A los siete años ella tenía un enemigo irreconciliable: el miedo. Jamás le había visto la cara, pero se sentía cercada por sus múltiples piernas, a punto de ser aplastada por sus pies enormes. Tal vez la razón de esa óptica es que él era mucho más alto. Sin embargo, aunque hubiese conseguido crecer tanto, el miedo era más joven. Había nacido hacía tres años, al llegar su hermano al mundo, justo cuando a ella se la expulsó de la habitación de sus padres para dormir en un cuarto solitario donde, además del miedo, había hecho su aparición el insomnio. En el invierno temía ser atacada desde el armario entreabierto y, cuando el calor apretaba, el miedo jugaba a crear sombras amenazantes con los visillos de la ventana. Entonces ella cerraba los ojos y se ocultaba bajo las sábanas, pero era un débil refugio para enemigo tan poderoso. Algunas veces le oía hablar, o más bien gritar con muchas voces a la vez, lo que convertía su discurso en un galimatías ininteligible.

            Un día decidió plantarle cara. En pleno mes de enero se lanzó al suelo descalza y abrió de par en par las puertas del armario. ¡No había nadie! Volvió a la cama tiritando y pronunció muy quedo para no despertar a la familia, pero con tono enérgico: ¡Miedo, no existes! Y consiguió dormirse, nada más apoyar la cabeza en la almohada, y el temible enemigo no volvió a molestarla.

            Han pasado muchos años y ahora el monstruo se esconde en la televisión, en los periódicos y en los discursos políticos que, emitidos con distintas voces, resultan tan incomprensibles como los que el miedo pronunciara entonces. Ella sabe ya que el peligro consiste en dar credibilidad a lo que ve y escucha porque, si lo hace, volverá a esconderse bajo las sábanas, cerrará los ojos y se paralizará, que es lo que siempre persigue el miedo. Por eso cada día se planta ante las amenazas de condenas inevitables y apocalípticas y grita fuerte para molestar a los que duermen: "¡Ya es tiempo de despertar!".

            Y sigue abriendo puertas de armarios entreabiertos. Y sigue denunciando las mentiras. Y sigue mirando a los ojos al miedo, aunque este la denuncie por escrache. Y, mientras las fuerzas se lo permitan, va a seguir gritando.  



IN MEMORIAM





Te fuiste tan deprisa, 
que no me dio ni tiempo de decirte un adiós.
Ni tiempo de besarte, 
ni tiempo de entregarte un pequeño recuerdo 
para reconocerte, 
para poder hallarte 
entre los que se fueron y perdieron su rostro, 
para recuperarte, 
para desanudarte la pesada mordaza 
que supone el olvido. 
Y volver a tenerte, 
y volver a estrecharte, 
volver a hablar contigo con los ojos del alma 
sin precisar palabras. 
     
Te fuiste tan deprisa, 
que parece mentira que ya no estés aquí, 
que no estés escondida en un simple destello, 
disfrazada de encina, 
u oculta entre la niebla del nuevo amanecer. 
Desmigada en las cosas, 
disuelta en los sonidos, 
brillando en la pupila de algún niño 
o en el pujante brote de los bulbos en flor. 

Te fuiste tan deprisa, 
tan rauda fue tu huida, 
que empiezo a sospechar que fingiste tu marcha 
para poder quedarte, 
para así entronizarte, 
para perpetuarte viva en nuestro interior.

¿Esos personajes que salen tanto en los medios habrán leído esto?

"He visto fracasar varios intentos
de conquistar y manipular el mundo.
El mundo pertenece al espíritu,
por lo tanto, no debe ser manipulado.
Quien lo manipula, lo corrompe,
quien pretende conservarlo, lo pierde.
Las cosas, ora preceden, ora siguen. 
Algunas son como un soplo cálido,
otras, como un viento frío.
Las cosas, ora son fuertes, ora débiles,
ora flotan, ora se hunden.
Por eso, el Sabio evita
todo exceso de cantidad,
todo exceso de medida
y todo exceso de forma".

TAO TE KING



EL TAO

Fui en busca de la Muerte y apareció la Vida.
No me encontré con cráneos ni guadañas
con que nos asustaron desde épocas remotas.
Solo hallé verdes prados y tranquilos arroyos
cual cantaba David en uno de sus salmos.
Tampoco había infierno, ni purgatorio o cielo.
Nadie tocaba cítaras ni tañía arpa alguna,
pero al viento elevaba el silencio sus notas
y el rostro me rozaron las alas de algún ángel.
Entonces a mi oído llegó un dulce susurro:
¿Por qué vas tras la muerte
si no hay fin ni principio,
si todo lo que existe es tan solo el camino
que conduce a la Vida?





PERMANENCIA

En un rincón del alma
o del espacio-tiempo, quién lo sabe,
quedan aquellos besos escondidos.
El sabor de sus labios en los tuyos,
prometiendo delicias
que nunca se cumplieron.
Allí siguen sus ojos,
empañados de lágrimas
en vuestra despedida.
Imaginarias lágrimas, quizá, 
que fueron arrastradas
por la corriente rápida del río de la vida.
Y el aleteo dulce de su voz,
camuflado en el lecho de tus células,
sigue aún cautivándote,
mintiendo,
grabados para siempre
sus ecos en las ondas.






AMOR


No has muerto, no. 
Renaces,
con las rosas, en cada primavera.
Como la vida, tienes
tus hojas secas;
tienes tu nieve, como
 la vida...
Más tu tierra, 
amor, está sembrada
de profundas promesas,
que han de cumplirse aun en el mismo
olvido.
¡En vano es que no quieras!
La brisa dulce, torna, un día al alma;
una noche de estrellas,
bajas, amor, a los sentidos,
casto como la vez primera.
¡Pues eres puro, eres
eterno! A tu presencia,
vuelven por el azul, en blanco bando, 
tiernas palomas que creímos muertas...
Abres la sola flor con nuevas hojas...
Doras la inmortal luz con lenguas nuevas...
¡Eres eterno, amor,
como la primavera!


Juan Ramón Jiménez 




EL REY MIDAS


          El Rey Midas reinaba en el país de Frigia. Tenía todo lo que se podía desear. Hermosos jardines rodeaban el espléndido castillo que compartía con su hija Zoe y con un sin fin de leales servidores, atentos al menor de sus deseos. Su mayor placer era contar monedas de oro. Se encerraba en la cámara donde guardaba su tesoro, ajeno al mundo que lo rodeaba, y a veces lanzaba sus monedas al aire, viéndolas caer con una sonrisa bobalicona. 
          Un día, Dionysos, dios del vino y del éxtasis, pasó por el reino de Frigia y fue recibido por Midas. Nuestro rey había atendido a Sileno, el preceptor del dios, y Dyonisos agradecido le prometió que le concedería cualquier deseo. Midas no tuvo que pensarlo demasiado. "Que todo lo que toque, se convierta en oro", dijo con la misma expresión atontada con la que contaba su dinero. "¿Seguro que ese es tu mayor deseo?", preguntó el dios extrañado. "¡Sí, sí, sí, ese, ese!", contestó el soberano con la baba escurriendo por su barbilla. "Está bien, sea", dijo Dyonisos, que se volvió al Olympo reflexionando sobre los seres humanos, a los que empezaba a considerar la más estúpida de las especies. 
           En cuanto Midas se quedó solo, quiso comprobar si era cierto que su deseo se había cumplido. Pidió la merienda y le sirvieron una enorme cesta de frutas, té, café y pastelillos variados, pero en cuanto se llevó uno a la boca este se convirtió en oro y a punto estuvo de romperse un diente. Un poco mosqueado, paseó por los jardines y ni siquiera pudo aspirar el aroma de las rosas, porque solo con rozarlas se convertían en el rico metal, lo mismo que un chambelán al que tocó sin querer y se transformó en una soberbia estatua dorada, a la que no había forma de dar orden alguna.
           Pero la cosa no paró ahí. Su hija Zoe, un tanto asombrada al verse rodeada por seres y objetos de oro, se acercó a su padre y, al besarle, también ella quedó convertida en una áurea figura.
             Midas languidecía, cada vez más delgado porque no podía ingerir ningún alimento, y cuenta la leyenda que Dyonisos volvió para ayudarle. Gracias a una pócima, destruyó el hechizo y le hizo pobre como a las ratas, con lo que el rey fue feliz todos los años que le restaban de vida. 
              Este último arreglillo de la historia me ha llenado de dudas porque el otro día creí ver al rey Midas en televisión. Es más, me parece que se ha multiplicado. En los informativos dieron imágenes de una reunión de los dirigentes del G-8, es decir, los representantes de los países más ricos del mundo. Tuve la sensación de que se habían mimetizado, pues todos tenían el rostro del rey Midas. Y no parecían contentos. Supongo que están angustiados porque no encuentran la manera de conectar con Dyonisos. Después de arañar con verdadero entusiasmo los bolsillos de los desgraciados súbditos del mundo, es la única solución que les queda para aumentar el oro de sus arcas.


LA DAMA DE SHANGHAI



         La otra noche volví a ver La Dama de Shanghai. No es la película que más me gusta de Wells, pero es incuestionable que la mano del genio aparece continuamente en planos y encuadres, rozando el esplendor en la famosa secuencia de los espejos. Era ya muy tarde y la he visto tantas veces que creo que me quedé dormida justo antes de llegar al inquietante parque de atracciones. Prefiero pensar que fue un sueño porque si no es así resulta más bien preocupante. 
            El caso es que andaba yo por allí, de noche, entre atracciones polvorientas e inmóviles con una pregunta rondando en mi cabeza: ¿Qué hago en este sitio en bata y zapatillas? No me gustan las norias ni las montañas rusas, tengo vértigo, pero nunca resistí la tentación de entrar en La Casa del Terror o en el Tren de la Bruja. No veía esas atracciones por allí y lo más parecido era la Sala de los Espejos, frente a la que me encontré sin darme cuenta. Menos mal que no había que pagar porque no llevaba dinero encima y, ya que había conseguido vivir dentro de la fantasía, entré para ver como acababa la historia. 
             Entonces la vi a ella con el traje de noche negro, ciñéndose a su cuerpo perfecto, las ondas impecables de su cabello rubio, los guantes de encaje, el cuidado maquillaje. Y a su lado Orson, formidable, desmedido, proclamando a las claras su inevitable y futura obesidad. Ambas figuras multiplicadas hasta el infinito en los espejos. Bueno, y la mía, claro, con aquella pinta... Solo faltaba el marido, el malévolo abogado de los bastones.
             -I want to get out of here! - gritó Rita.
         Me miraba a mí. Le dije en español - mi pronunciación en inglés deja mucho que desear - que estaban allí porque así terminaba la película. Luego, un poco avergonzada, les pedí que disculparan mi atuendo totalmente inadecuado.
          - I want to get out of here! - repitió Orson a su vez, bastante enfadado. Mi aspecto parecía traerle sin cuidado.
        Era una situación bastante embarazosa. ¿De dónde querían salir? ¿Se referían al parque de atracciones, al rodaje, o simplemente a los espejos? Y entonces me di cuenta. Yo me reflejaba junto a ellos, pero en el plano real mis pies no existían. Busqué inquieta mi cuerpo y también era invisible. ¡Había desaparecido! Sin embargo, los incontables Orsons, Ritas y señoras en bata y zapatillas brillaban con luz propia en los espejos y me miraban con la angustia reflejada en sus rostros. 
               No había alternativa. Di un paso al frente y entré en el espejo. 
               Sólo así volví a verme.



LA PALABRA

     Dicen que en un principio todos los hombres hablaban la misma lengua y decidieron construir una gran torre que llegase hasta el cielo. Supongo yo que sería para resolver el enigma de Dios, cuya solución ha sido siempre bastante esquiva. Con un "fiat" la Gran Madre había construido el universo en su seno. Una simple palabra configuró estrellas y planetas, ordenó las galaxias, hizo brotar las fuentes y cascadas, y en los días de estío dio fragancia a las flores y voces a las aves. 


    Todo iba bien pero poco después aquello, que parecía tan sencillo, comenzó a complicarse.

     Un personaje llamado Yaveh, con un talante más que discutible, se sintió atacado en su alta dignidad por 
semejante empresa. Se consideraba un dios único y, como los grandes poderes están reñidos con la transparencia, no le gustaba a él que hurgaran en sus cosas. Paralizó la empresa, haciendo que surgieran mil lenguajes y ahí empezó el problema: Nadie conseguía entenderse y la torre quedó abandonada. La llamaron Babel, que más o menos significa confusión en hebreo y ahí seguimos sumidos.

      Algunos aseguran que así empezó la guerra porque no había manera de concertar las citas ni ponerse de acuerdo en lo que cada uno tenía que comer. "Este es el límite de mis tierras", decía un aldeano y el vecino entendía "te voy a borrar del mapa". O bien "necesito tu ayuda", que el otro traducía "no me gusta tu cara, forastero".

    Y, aunque parezca imposible, la cosa se enredó todavía más. En la actualidad, en un mismo idioma, surgen vocablos que despistan del todo al ciudadano. A privatización se le llama externalización, en lugar de recortes se dice reformas, en un tiempo no muy lejano desaceleración ocultó la palabra crisis y la expresión "marca España" encubre que pertenecemos a un simple mercado, cuyo único fin es el dinero.

      Espero que Yaveh, a estas alturas, se haya arrepentido de haber confundido las lenguas.
               


CUESTA UNA PASTA

Cuesta una pasta, escucho.

Cuesta una pasta.
Todo cuesta una pasta en este mundo,
Cuesta una pasta el arte,
La amistad,
Cualquier don que antes era regalado.
Los papeles, pasaportes y timbres
Que hacen legal a un hombre.
El amor,
La inocencia,
Dignidad,
O una segura senectud en calma.
La atención en la muerte y el respeto
Cuestan siempre una pasta.
Huyó la gratuidad a un universo
Repleto de fantasmas.

No sé yo si también la fantasía,
El vagar de una mente ensimismada,
El idear mil sueños imposibles
Terminarán costando en el futuro
Una pasta como tasa obligada
De lo inútil.



AL PRINCIPIO YO FUI

Al principio yo fui un almohadón de miraguano.
¿Cómo se va a llamar?
preguntaban algunos,
poniéndole la mano en la barriga.
Y ella, en tenue susurro, pronunciaba
mi nombre,
un poco avergonzada,
porque nunca se ha visto
que algún cojín tuviera identidad.
Y mientras en las sombras yo esperaba impaciente
sin saber ni siquiera que había llegado al mundo.
La Vida es caprichosa y no atiende a razones.
Tal vez en el futuro yo estaba destinada
a servir de reposo
para mentes borradas, sumergidas
en el tenaz olvido de uno mismo.







LA MENTE

        
             La mente es aquello de lo que el ego es inconsciente. Nosotros somos inconscientes de nuestras mentes. Nuestras mentes no son inconscientes. Nuestras mentes son conscientes de nosotros. Pregúntese a sí mismo quién es el que - o qué es lo que - sueña nuestros sueños. ¿Nuestras mentes inconscientes? El Soñador que sueña nuestros sueños conoce mucho más de ellos que nosotros mismos. Sólo desde una posición singular de alienación puede experimentarse como "Eso" el origen de la vida, la Fuente de la Vida. La mente de la que somos inconscientes es consciente de nosotros. Somos nosotros los que estamos fuera de nuestras mentes. No tenemos por qué ser inconscientes de nuestro mundo interno, (pero) la mayor parte del tiempo no nos damos cuenta de su existencia.

R.D. Laing



LA MUJER DEL TIEMPO



      Ayer conocí a la mujer del tiempo. Sé que era ella porque, antes de verla, recibí una llamada de teléfono y una de esas grabaciones que te piden que pulses números me dijo que me estaba esperando en la plaza del pueblo. La curiosidad me pierde e inmediatamente me dirigí al lugar convenido. La verdad es que no la había visto nunca, no salía en ninguna de las cadenas de televisión y ni siquiera tenía el aspecto de las chicas que desempeñan esa tarea. Parecía contar más de sesenta años y debía de haber estado guisando. Lo digo porque llevaba un delantal lleno de manchas de harina, cubriendo un sencillo jersey y unos pantalones de chándal. Me llamó por mi nombre, como si me conociera de toda la vida,  y nos refugiamos las dos bajo mi paraguas porque llovía a cántaros.
      - Perdona que venga así. Es que estoy haciendo rosquillas - dijo, ratificando mi primera impresión.
     - No deja de llover - observé -. ¿Van a seguir afectándonos las borrascas atlánticas?
          Para mi sorpresa, me contestó que ella no entendía de borrascas, no era lo suyo, que quería hablarme del final de nuestro tiempo. Como me veía preocupada por corrupciones, banqueros acaparadores e injusticias sin fin, quería tranquilizarme.
         - El agua lo limpia todo y es necesaria mucha agua para que desaparezca lo que habéis organizado.
       Ante mi sorpresa, porque yo no creo haber organizado nada, insistió en que todos habíamos contribuido de alguna manera a la situación que estamos viviendo y continuó diciendo:
         - Que no pare de llover es la señal de un cambio de era. ¿Recuerdas el diluvio?
            Bueno, recordarlo es más bien una figura retórica, pero le contesté que más o menos en todas las culturas se hablaba de un diluvio que había terminado con alguna civilización anterior. Ella asintió muy seria a mis palabras mientras miraba sus pies empapados, calzados con unas sencillas zapatillas de paño:
       - Efectivamente. Aquel diluvio acabó con la Atlántida. Y ahora te dejo porque voy a coger un buen resfriado con tanta agua. Además tengo que terminar las rosquillas. Debes estar tranquila. Esto se acabó.
        Salió corriendo sin darme ocasión de preguntarle qué es lo que se había acabado y desapareció. Decidí volver a casa y llamar al teléfono que me había informado de que ella me esperaba. Como de costumbre, me contestó una grabación y esta vez no me pedía pulsar ningún número. "Todas las líneas de empresas de telefonía están clausuradas" - decía -. "No vamos a vender nunca más productos telefónicos". Colgué, envuelta en la mayor de las confusiones. La mujer del tiempo no había mentido. Nuestro mundo, en verdad, había acabado. 
       Lancé un hondo suspiro. La lluvia golpeaba los cristales con más fuerza que nunca.