EL REY MIDAS


          El Rey Midas reinaba en el país de Frigia. Tenía todo lo que se podía desear. Hermosos jardines rodeaban el espléndido castillo que compartía con su hija Zoe y con un sin fin de leales servidores, atentos al menor de sus deseos. Su mayor placer era contar monedas de oro. Se encerraba en la cámara donde guardaba su tesoro, ajeno al mundo que lo rodeaba, y a veces lanzaba sus monedas al aire, viéndolas caer con una sonrisa bobalicona. 
          Un día, Dionysos, dios del vino y del éxtasis, pasó por el reino de Frigia y fue recibido por Midas. Nuestro rey había atendido a Sileno, el preceptor del dios, y Dyonisos agradecido le prometió que le concedería cualquier deseo. Midas no tuvo que pensarlo demasiado. "Que todo lo que toque, se convierta en oro", dijo con la misma expresión atontada con la que contaba su dinero. "¿Seguro que ese es tu mayor deseo?", preguntó el dios extrañado. "¡Sí, sí, sí, ese, ese!", contestó el soberano con la baba escurriendo por su barbilla. "Está bien, sea", dijo Dyonisos, que se volvió al Olympo reflexionando sobre los seres humanos, a los que empezaba a considerar la más estúpida de las especies. 
           En cuanto Midas se quedó solo, quiso comprobar si era cierto que su deseo se había cumplido. Pidió la merienda y le sirvieron una enorme cesta de frutas, té, café y pastelillos variados, pero en cuanto se llevó uno a la boca este se convirtió en oro y a punto estuvo de romperse un diente. Un poco mosqueado, paseó por los jardines y ni siquiera pudo aspirar el aroma de las rosas, porque solo con rozarlas se convertían en el rico metal, lo mismo que un chambelán al que tocó sin querer y se transformó en una soberbia estatua dorada, a la que no había forma de dar orden alguna.
           Pero la cosa no paró ahí. Su hija Zoe, un tanto asombrada al verse rodeada por seres y objetos de oro, se acercó a su padre y, al besarle, también ella quedó convertida en una áurea figura.
             Midas languidecía, cada vez más delgado porque no podía ingerir ningún alimento, y cuenta la leyenda que Dyonisos volvió para ayudarle. Gracias a una pócima, destruyó el hechizo y le hizo pobre como a las ratas, con lo que el rey fue feliz todos los años que le restaban de vida. 
              Este último arreglillo de la historia me ha llenado de dudas porque el otro día creí ver al rey Midas en televisión. Es más, me parece que se ha multiplicado. En los informativos dieron imágenes de una reunión de los dirigentes del G-8, es decir, los representantes de los países más ricos del mundo. Tuve la sensación de que se habían mimetizado, pues todos tenían el rostro del rey Midas. Y no parecían contentos. Supongo que están angustiados porque no encuentran la manera de conectar con Dyonisos. Después de arañar con verdadero entusiasmo los bolsillos de los desgraciados súbditos del mundo, es la única solución que les queda para aumentar el oro de sus arcas.


6 comentarios:

  1. -¿"Mi das" algo, por favor? Es que no tengo para que coman mis niños...
    -¡A ver si no gastas el dinero en cosas superfluas, gusano...! ¡No se puede vivir por encima de las posibilidades!
    (Pero sí de las burbujas que se forman¿no?)
    Ya el oro actual no es ni oro verdadero, pero la ambición de unos pocos ha sobrepasado el límite de lo soportable...
    ¡Muchas gracias por tu artículo, hermosa LUZ!

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  2. Sería una buena condena para tanto... para esa gente. Un abrazo.

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  3. Nos queda el consuelo de la felicidad que afortunadamente no se mide por esos parámetros... pero algunos lo pagarán no me cabe la menor duda. Mientras disfrutemos de las pequeñas cosas que no cuestan dinero.

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  4. A mi también me gustaría que las leyendas se hiciensen realidad. Más que nada, porque esos codiciosos "fueran felices por fin" (nótese la ironía)

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  5. Se nota la ironía, se nota, pero lo único que les deseo es que vivan como sus víctimas

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